Aprendimos de los griegos, y luego pasó a
través de todos los siglos, que todo ser por diferente que sea tiene tres
características trascendentales (están siempre presentes poco importa la
situación, el lugar y el tiempo): es unum, verum et bonum, es decir, goza de
una unidad interna que lo mantiene en la existencia, es verdadero, porque se
muestra así como es en realidad, y es bueno porque desempeña bien su papel
junto los demás seres ayudándolos a existir y coexistir.
Los
maestros franciscanos medievales, como Alexandre de Hales y especialmente San
Buenaventura fueron los que, prolongando una tradición venida de Dionisio
Aeropagita y de san Agustín, añadieron al ser otra característica
transcendental: lo pulchrum, es decir, lo bello. Basados seguramente en la
experiencia personal de san Francisco que era un poeta y un esteta de calidad
excepcional, que “en lo bello de las criaturas veía lo Bellísimo,”
enriquecieron nuestra comprensión del ser con la dimensión de la belleza. Todos
los seres, incluso aquellos que nos parecen repugnantes, si los miramos con
afecto, en los detalles y en el todo, presentan, cada cual a su modo una
belleza singular, si no en la forma, en el modo en que todo viene articulado en
ellos con un equilibrio y armonía sorprendentes.
Uno de
los grandes apreciadores de la belleza fue Fiodor Dostoyevski. La belleza era
tan central en su vida, nos cuenta Anselm Grün, monje benedictino y gran
espiritualista, en su último libro Belleza: una nueva espiritualidad de la
alegría de vivir (Vier Türme Verlag 2014) que el gran novelista ruso iba todos
los años a contemplar la hermosa Madonna Sixtina de Rafael. Permanecía largo
rato en contemplación delante de esa espléndida obra. Tal hecho es
sorprendente, pues sus novelas penetraron en las zonas más oscuras e incluso
perversas del alma humana, pero lo que en verdad lo movía era la búsqueda de la
belleza. Nos legó esta famosa frase: “La belleza salvará al mundo”, escrita en
su libro El idiota.
En la
novela Los hermanos Karamazov profundiza la cuestión. Un ateo, Ippolit,
pregunta al príncipe Mischkin: “¿cómo “salvaría la belleza al mundo?” El
príncipe no dice nada pero va junto a un joven de 18 años que está agonizando.
Y se queda allí lleno de compasión y amor hasta que muere. Con eso quiso decir
que belleza es lo que nos lleva al amor compartido con el dolor; el mundo será
salvado hoy y siempre mientras ese gesto exista. ¡Y qué falta nos hace hoy!
Para
Dostoyevski la contemplación de la Madonna de Rafael era su terapia personal,
pues sin ella habría desesperado de los hombres y de sí mismo, ante tantos
problemas como veía. En sus escritos describió a personas malas y destructivas
y otras que se asomaban a los abismos de la desesperación. Pero su mirada, que
rimaba amor con dolor compartido, conseguía ver belleza en el alma de los
personajes más perversos. Para él, lo contrario de lo bello no era lo feo sino
el utilitarismo, el espíritu de usar a los otros y así robarles la dignidad.
“Seguramente
no podemos vivir sin pan, pero también es imposible existir sin belleza”,
repetía. Belleza es más que estética; posee una dimensión ética y religiosa.
Veía en Jesús un sembrador de belleza. “Él fue un ejemplo de belleza y la
implantó en el alma de las personas para que a través de la belleza todos se hiciesen
hermanos entre sí”. Dostoyevski no se refiere al amor al prójimo; al contrario:
es la belleza que suscita el amor y nos hacer ver en el otro un prójimo al que
amar.
Nuestra
cultura dominada por el marketing ve la belleza como una construcción del
cuerpo y no de la totalidad de la persona. Entonces surgen métodos y más
métodos de plásticas y botoxs para hacer a las personas más “bellas”. Por ser
una belleza construida, no tiene alma. Y si lo miramos bien, estas bellezas
fabricadas hacen emerger personas con una belleza fría y con un aura de
artificialidad, incapaz de irradiar. Ahí irrumpe la vanidad, no el amor, pues
belleza tiene que ver con amor y comunicación. Dostoyevski en Los hermanos
Karamazov observa que un rostro es bello cuando se percibe que en él litigan
Dios y el Diablo en torno del bien y del mal. Cuando percibe que ha vencido el
bien irrumpe la belleza expresiva, suave, natural e irradiante. ¿Qué belleza es
mayor, la del rostro frío de una top model o el rostro arrugado y lleno de irradiación
de la Hermana Dulce de Salvador de Bahía o de la Madre Teresa de Calcuta? La
belleza es irradiación del ser. En las dos hermanas la irradiación es
manifiesta, en la top model no tiene fuerza.
El Papa
Francisco ha dado especial importancia en la transmisión de la fe cristiana a
la via pulchritudinis (la vía de la belleza). No basta que el mensaje sea bueno
y justo. Tiene que ser bello, pues solo así llega al corazón de las personas y
suscita el amor que atrae (Exhortación La alegría del Evangelio, n 167). La
Iglesia no busca el proselitismo sino la atracción que viene de la belleza y
del amor cuya característica es el esplendor.
La
belleza es un valor en sí mismo. No es utilitarista. Es como la flor que
florece por florecer, poco importa si la miran o no, como dice el místico
Angelus Silesius. ¿Pero quién no se deja fascinar por una flor que sonríe
gratuitamente al universo? Así debemos vivir la belleza en medio de un mundo de
intereses, trueques y mercancías. Entonces ella hace realidad su origen
sanscrito Bet-El-Za que quiere decir: “el lugar donde Dios brilla”. Brilla por
todo y nos hace también brillar por lo bello.
- Leonardo BOFF/ 2-mayo-14
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