El primero de nuestros deberes
es poner en claro la idea del deber.
MAETERLINCK.
LAS LEYES acuerdan derechos y obligaciones; la moral sólo tiene deberes y deberes.
Deberes del hijo con el padre, del fuerte con el débil, del varón para con la mujer; de todos para uno y de este uno para consigo mismo en el respeto que debe a los otros.
Hay un deber para cada situación, para cada persona, para cada circunstanci, y la vida no es otra cosa que el conjunto de obligaciones que la conducta impone al individuo para mantener la dignidad.
La pérdida de la dignidad es una muerte anticipada, y esta muerte puede depender del primer deber que se renuncia por cobardía, por debilidad, egoísmo o indecisión.
Pero, ¿dónde están escritas esas reglas? Ningún código las ha enumerdo; ningún juez las aplica y sin embargo la conciencia sabrá siempre dirigir al individuo con honor, entre los deberes que lo asedian para poner a prueba su carácter.
Ella ayudará a mantenernos enhiestos en medio de la secreta confabulación de las pasiones; preferirá la humilde pobreza al lujo pagado con la vergüenza; gritará la verdad, aun cuando la verdad nos perjudique; saldrá en defensa del que nada tiene, por más que nos solicite una claudicación el poderoso; nos hará acusar cuando todos se callen, y perdonar cuando nadie perdone.
El deber no conoce sino la voluntad firme de andar por un camino recto en que todos nos consideramos iguales.
Por encima del deber, para el alma recta y honrada, no hay nada, como no sea otro deber superior o más fuerte.
La satisfacción de haberlo cumplido, sólo es equiparable a la angustia de haberlo renunciado (1).
Cuando se podee el sentimiento del deber, la palabra es un documento, los actos son seguros, las obras sinceras, la sociedad toda se denevuelve en una atmósfera de confianza.
El juez será juez y el maestro, maestro. Ni aquél dejará de ser recto, ni éste falseará su vocación. Sobre todo, los encontraremos hoy como ayer, dispuestos a aplicar la misma sentencia y a mantener la misma idea (2).
Es que el deber es aquello que estamos obligados a hacer conforme a las leyes de Dios, de donde provienen la moral del hombre y su espíritu de justicia.
Es la justicia positiva y la moral práctica en conjunto, pero, al mismo tiempo, dirigidas por un sentimiento religioso que las torna inflexibles, y un estado poético que le acuerdan una emoción profunda y una singular belleza.
Porque no hay duda que existe el culto del deber y la poesía del deber para satisfacer la conciencia y alegrar el corazón de los hombres.
El deber tiene un lenguaje áspero, rudo, las más veces, puesto que no ruega sino ordena y su naturaleza es así dura e intransigente; sin embargo, los varones que lo hablan son más suaves, y las mujeres que lo escuchan más dulces. Es que nada es tampoco más violento que la injusticia gobernada por el arbitrio y la falta traída por la cobardía o la defección.
La gama del deber es tan amplia como las relaciones de la vida, y en ella no hay un solo deber que podamos eludir, que sea suficientemente pequeño o grande, porque hay un solo deber para cada situación y eso es ¡todo el deber!
Ese deber será bendecido por la gloria o caerá abatido junto al silencioso gesto anónimo: ¡Da lo mismo! Para eso está el deber del soldado y el de la madre.
Pero de uno y de otro -¡entendedlo bien! -depende la victoria de nuestros ejércitos, el honor de la nación, la historia que si es una espada desenvainada en el combate, también es el vaivén pacífico de las cunas.
Desgraciada la nación cuyos hijos hayn olvidado esta codificación íntima que encierra a todas las otras virtudes, porque pronto se ablandará en la indiferencia, debilitará en su moral, será víctima de sus gobiernos y de sus políticos, caerá en la estúpida sensualidad y buscará bajo las sombras del ocaso histórico, siempre propicio para esconder el rostro de la desgracia y la conmovedora soledad de las ruinas, el olvido y la muerte.
Practiquemos este ejercicio difícil y necesario, a fin de estar en "forma" para las grandes acciones, y, sobre todo, para que cada generación pueda decir, a su turno: "¡hemos sabido cumplir con nuestro deber!". Son las palabras más dignas, para la despedida y el epitafio.
(1) Leyendo últimamente algunos fragmentos de la obra de Demócrito de Abdera (460-370), sin duda influenciados por el pensamiento mucho más extenso de Protágoras, advierto que para ellos también la virtud del deber hacia la comunidad y sus miembros era la primera virtud. Celebra él la paz del ánimo muy suave y alegre, que se logra con el cumplimiento del deber a la que denominamos eutimia, como el sumo bien que podemos alcanzar, pues la felcidad y la desdicha no dependen de cosas exteriores.
(2) No estará demás recordar aquí al juez Brid´Oye, inmortalizado hace más de tres siglos por Rabelais (Pantagruel, III), que fallaba los pleitos con los dados. El "bridoyismo" reaparece hoy, recubierto de casuística y chicanería en los tribunales, porque la sabia previsión de la ley no basta a producir la justicia cuando vacila el sentimiento del deber en quien debe aplicarla. Tampoco hay muchos maestros como Calícamo, preceptor de sabios y de príncipes, que vivió miserablemente en la Alejandría fastuosa de Filadelfos, conforme con las solas alegrías de su oficio. (Eduardo Schwartz, Figuras del Mundo Antiguo", segunda serie. Madrid, 1926).
-- Alberto CASAL CASTEL.
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