martes, 4 de octubre de 2016

DESDE EL ATRIL: TERPSÍCORE / Horacio PUCHET



TERPSÍCORE

Se oyen danzas: Terpsícore deleita con el baile, musa de la danza y la poesía coral, alegre doncella de hermoso rostro y plumas de colores adornando su cabeza, la que tañe la cítara mientras baila con alada gracia, la que conmueve y gobierna los corazones de los hombres: acrecienta ahora las emociones con su canto y con su baile, su incesante movimiento, su proporcionada armonía.

El sacrificio

Nuestro director marca el tiempo fuerte hacia arriba, como si fuera una anacrusa. Es un gesto algo perturbador porque sientes que la música nunca aterriza. Su batuta parece buscar la inspiración en las estrellas.

Esta costumbre actuó en su contra una noche que dirigía “La consagración de la primavera”. Al llegar  a la danza final, marcó con demasiado énfasis un acento, y la punta de la batuta atravesó el lóbulo de su oreja. Recordé entonces el caso de Lully, que murió a causa de una herida en el pie, ocasionada por él mismo con el bastón de mando con el que dirigía. Mal curada, la herida derivó en gangrena y acabó con su vida. La herida de nuestro director no era tan grave (tuvo suerte en no picarse un ojo) pero aun así comenzó a sangrar.

Viendo escurrir un hilo rojo por su cuello, el escenario me parece un altar de sacrificios y el teatro, una pirámide de mármol blanco. Bellas Artes es un altar donde entregamos nuestras vidas a la música. Literalmente nos ofrecemos en sacrificio cada viernes. Cada concierto. No de forma cruenta, como ocurría antaño en el Templo Mayor, sino de esta manera indolora y disimulada: al lento desgaste de los días y los años.

Pero esa noche actuábamos como una horda oscura y primitiva al compás de una música frenética. La vertiginosa danza marchaba incontenible en motivos irregulares y jadeantes, repetidos obsesivamente, y era muy dramático tocar la “danza sagrada del elegido” con un director ensangrentado, como si fuera él la víctima sacrificial esa noche. Era algo que nos estimulaba a acometer con la mayor ferocidad la partitura.

P. S.: Leo que durante la construcción del Palacio se encontró en el subsuelo una piedra de sacrificio esculpida con una serpiente emplumada. No estaba yo tan equivocado, después de todo.

Página de un diario

Mal estacionados en la Alameda, los autobuses deberán esperar el pago de la multa. Eso retrasa nuestra salida. Es una gira corta, a la ciudad de León, para celebrar el quinto aniversario del Teatro Bicentenario. Me agrada tocar allí, que es la sala con la mejor acústica del país. Una delicia para el oído. Mientras subimos al autobús y nos acomodamos en los asientos, noto nuestro cambio: nos volvemos más amables y conversadores. Gente seca en lo cotidiano hace chistes y se vuelve ingeniosa. Aligera salir de la rutina. Los problemas quedan atrás, como sepultados bajo el aire turbio que envuelve la ciudad.

Por fin salimos. Nos aguardan cinco horas en la carretera. Me marea el movimiento y temo que no podré sustraerme  a las películas durante el camino. Trato de leer, pero eso aumenta el malestar. Extraño tener una bolsa a mano como en los aviones. Ya circulan las cervezas; al rato abrirán una botella de mezcal. Reunidos en círculo en torno al pasillo, algunos rememoran otras giras y surgen las anécdotas. Es curios que algunos chistes puedan ser celebrados una y otra vez. Será el efecto del alcohol o de la estupidez. Alguien comenta que se nos pagarán viáticos esta vez. Estamos en oferta, dicen, somos una oferta navideña más.

Las conversaciones suben de tono y después van decayendo hasta agotarse. Sólo el rugido del motor permanece. La película no es mala: “Joyeux Noel”, una tregua en las trincheras de 1914, muy acorde a la época del año. Ya la había visto. Entro y salgo del sueño mirando el paisaje. Ver el paisaje es como mirar el fuego: un punto cambiante donde la mente divaga y se pierde. La vastedad del cielo ilimitado anula el espacio y la mirada  se vuelca al interior. La luz cambiante es un mandala de colores, un ícono de la divina presencia. La clara luz del ser, como un vitral inabarcable, se transparenta en el fracturado perfil de las montañas. En esta hora incierta, la naturaleza es un idioma de piedras y de hojas que se dispersa en el ocaso. Es un libro escrito en la lengua universal de lo evidente.

Habitación compartida

La Sinfónica es un grupo muy grande compuesto por 105 músicos. Es natural que cuando salimos de gira debamos compartir nuestras habitaciones. Tener una habitación individual es un privilegio reservado sólo para el director, el concertino y el solista. Los demás debemos conformarnos con que nos toque junto alguien  que no ronque demasiado.

Algunos, por amistad o parentesco, definen su acompañante para todas las giras, otros vamos rotando.

Un tumulto se forma en la recepción de cada hotel mientras esperamos la asignación de habitaciones. Es una espera molesta después de un largo viaje, cuando se tienen ganas de tirarse a descansar o de salir a comer algo. Son momentos de vacío y desorientación. La gerencia de la orquesta tiene que hacer prodigios en esos momentos de creciente malestar, cuando debe enfrentar a más de un centenar de músicos cansados  e impacientes.

Mi compañero de cuarto a veces es un maestro ruso de avanzada edad, que carga muchas bolsas y paquetes comprimidos en su maleta. Viaja como si fuera a la guerra (supongo  que como resabio de traumáticas vivencias). Es divertido verlo desempacar. A pesar de que en los hoteles siempre hay cafeteras, él siempre lleva  una gran taza de peltre y una resistencia eléctrica para calentar agua. También carga herramientas diversas, las cuales, supongo, podrán ser de gran utilidad en caso de desastre. Me cuenta de sus extenuantes giras de más de tres meses por Asia y por Australia con la Sinfónica del Estado de la URSS. De una bolsa extrae unas carnes frías preparadas por él mismo en su casa, envueltas en papel de aluminio y muchas servilletas, todo acomodado dentro de bolsas de pan Bimbo. Dobla el pantalón del frac en torno a un cartón para que no se arrugue. Él es generoso y comparte conmigo sus extraños alimentos. Yo los acepto más por cortesía que por hambre, y aunque no saben tan mal, prefiero comer en el restaurante del hotel sin tanto dramatismo.

Como vas cambiando de ciudad cada dos o tres días, a veces es difícil recordar tu número de habitación. Una vez encontré a un compañero algo alcoholizado que recorría los pasillos probando su tarjeta en cada puerta: “alguna de estas abrirá”, decía con desenfado.

En otra gira me tocó de acompañante uno que era molestado por los ovnis. Los alienígenas se metían a desordenar su vida, me contaba. No sólo los veía: hablaba con ellos. Una tarde despertó muy sobresaltado porque sintió que un extraterrestre trepado en su pecho estaba intentando estrangularlo. “¿Lo viste?”, me decía, mientras señalaba un rincón de la habitación por donde se habría escabullido el malvado. Al poco rato, mi acompañante recuperó la calma y se volvió a dormir, pero yo me quedé contemplando aquel rincón vacío, deseando resignadamente que pronto terminara aquella gira.

Varados

El aeropuerto estaba cerrado y no podíamos salir. Esa mañana, las noticias referían que un loco había disparado contra una multitud y después se había suicidado. El ataque ocurrió en el mismo campus de la Universidad de Arizona donde habíamos tocado nuestros éxitos mexicanos {Sinfonía India, Huapango, Noche de los Mayas, etc.) la noche anterior. Sólo unas horas nos separaron de la tragedia.

Varado en medio del oeste, para distraer mi aburrimiento desayunaba como vaquero en un restaurante en compañía de los percusionistas. Uno de ellos, gran conversador y obeso, habiendo ingerido una doble ración de waffles con tocino y huevos, salchichas fritas, frijoles, papas, pan tostado, fruta, grandes cantidades de café y varios vasos de jugo, comenzó a sentirse mal. ”Siento que me inflo”, provocando la risotada general. Y en efecto, era visible que su abdomen había entrado en un proceso de expansión, amenazando con romper los botones de su camisa. “No quiero estar cerca de él cuando se empiece a “desinflar”, pensé, y tras un breve intercambio de saludos, me despedí del alegre grupo y salí a caminar por los alrededores.

En una tienda naturista encontré comprando a una de nuestras fagotistas. Se quejaba de no haber podido dormir en toda la noche, pues el viejo hotel en el que estábamos debió parecer muy romántico a sus vecinos de arriba, una pareja que no la dejó dormir con los fuertes rechinidos de su cama. Ella estaba comprando unas esencias de aromas repugnantes a las que atribuía diversas propiedades. Le comento que su pasión naturista era compartida por Hitler, que no comía carne, ni fumaba, ni bebía alcohol. El dato parece sorprenderla y me mira con incredulidad. Hablado de su salud, me cuenta sus proezas deportivas, cuando corrió a campo traviesa hasta dislocarse una rodilla. Dice que hay un punto en el que el cuerpo, por una reacción química que no alcancé a entender, entra en una fase crítica en que se producen mareos y vómitos, pero que pasado el malestar resurge una energía que te permite seguir corriendo durante horas.

Después de tan amena plática no me quedaba sino retirarme a estudiar a lo que yo llamaba mi salón: un amplio terreno baldío, poblado de huizaches y de espinos, desde donde veía pasar los F-5 que sobrevolaban a baja altura patrullando la zona. Creo que había una base militar en las inmediaciones. Se vivía entonces la paranoia posterior al S-11, aun fresco en la memoria.

De vuelta al hotel me entero que uno de los flautistas enfermó de pancreatitis y debe regresar de urgencia a México. Él de esas personas que cuando no encuentra una enfermedad la inventa, a la que no le puede preguntar “cómo estás” sino “cómo sigues”. Viaja acompañado de una farmacia. Pero ahora se enfermó de verdad. Afortunadamente, ya para la tarde habían reabierto el aeropuerto. Él irá de vuelta a casa, mientras que los demás seguiremos rumbo a Kansas (somos una tribu nómada cazadora de públicos) tras pasar una serie inaudita de filtros de seguridad antes de abordar el avión.
Comentando los acontecimientos del día con mi compañero de cuarto, un violinista capaz de resumir una vida en una frase, concluyó entre risas diciendo:
-Me cae que esta gira es una prueba de supervivencia.

Música extrema

Ser músico en México es un trabajo relativamente tranquilo; no así en otras latitudes. Un compañero ruso, ex integrante de la orquesta de Bolshoi, me cuenta que una vez estuvo de gira en una base militar en Siberia. En medio de la tundra, interminable planicie sin árboles donde los días duran seis meses, la nieve es cegadora y las temperaturas llegan a descender hasta los 50 grados bajo cero. En las calles, cuerdas tendidas como pasamanos sirven para orientarte al caminar, pues las tormentas de nieve no permiten más de medio metro de visibilidad. La gente acostumbra ir a aprovisionarse un día para toda la semana y casi no sale. A los trabajadores les pagan allí el doble que en cualquier otra parte de Rusia. Son dos años de sueldo por cada año de trabajo.

La música lo llevó también a tocar en submarinos nucleares. Amenizaba el encierro de tripulaciones que pasan hasta seis meses bajo el mar. A diferencia de los submarinos de diesel, donde el ambiente es estrecho y claustrofóbico, un submarino nuclear es espacioso pues su fuente de energía es del tamaño de una caja de cerillos. En la sala de recreo siempre hay un piano. Allí tocan en grupos de cámara e incluso acompañan a algunos bailarines. Él siendo cellista, muchas veces tocó la pieza de Saint-Saens mientras una bailarina hacía la muerte del cisne.

Me refiere que en otra de sus giras fueron a tocar a Afganistán durante la ocupación soviética. Como preparación, los músicos fueron instruidos sobre cómo armar y manejar un AK 47, para defenderse en caso de ser atacados. Recuerda con angustia cómo antes de aterrizar en Kabul, el avión de la fuerza aérea que los conducía debió lanzar un haz de misiles para confundir a los misiles enemigos, que se orientaban por el calor de las turbinas.

Racismo

Estábamos al final de una larga gira, ya impacientes por regresar, en esa puerta de Europa que es el aeropuerto de Frankfurt. Un lugar donde cruzan todos los caminos. En esas salas se pueden oír hablar todas las lenguas del mundo. Entre el tumulto vi que un compañero cornista se rezagaba, discutiendo con un policía en un puesto de revisión de equipaje. Me volví a ver qué pasaba.

Por alguna extraña razón, el agente no podía creer que el instrumento de mi compañero, un corno francés de buena marca, le perteneciera. Tal vez le generaba desconfianza su aspecto físico: moreno, de baja estatura, rasgos indígenas, y que además no hablaba inglés. Le dije que mi amigo era miembro de la Sinfónica Nacional de México y que veníamos de completar una gira. El policía pidió entonces que tocara una melodía, una escala, cualquier cosa, para demostrar que efectivamente era un músico de la orquesta. Yo le traduje a mi compañero la instrucción.

Un poco confundido, él tomó el corno del estuche, se mojó los labios, y para sorpresa de todos los allí presentes, tocó muy bellamente el solo de la Tercera de Brahms, esa maravilla.

Ante tal demostración no cabía ya ninguna duda. El policía alemán, asintiendo con la cabeza, sonrió avergonzado, pero también complacido con lo que acababa de escuchar.

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