TERPSÍCORE
Se oyen danzas: Terpsícore deleita con el baile, musa de
la danza y la poesía coral, alegre doncella de hermoso rostro y plumas de
colores adornando su cabeza, la que tañe la cítara mientras baila con alada
gracia, la que conmueve y gobierna los corazones de los hombres: acrecienta
ahora las emociones con su canto y con su baile, su incesante movimiento, su
proporcionada armonía.
El sacrificio
Nuestro director marca el
tiempo fuerte hacia arriba, como si fuera una anacrusa. Es un gesto algo perturbador
porque sientes que la música nunca aterriza. Su batuta parece buscar la
inspiración en las estrellas.
Esta costumbre actuó en su
contra una noche que dirigía “La consagración de la primavera”. Al llegar a la danza final, marcó con demasiado énfasis
un acento, y la punta de la batuta atravesó el lóbulo de su oreja. Recordé
entonces el caso de Lully, que murió a causa de una herida en el pie,
ocasionada por él mismo con el bastón de mando con el que dirigía. Mal curada,
la herida derivó en gangrena y acabó con su vida. La herida de nuestro director
no era tan grave (tuvo suerte en no picarse un ojo) pero aun así comenzó a
sangrar.
Viendo escurrir un hilo rojo
por su cuello, el escenario me parece un altar de sacrificios y el teatro, una
pirámide de mármol blanco. Bellas Artes es un altar donde entregamos nuestras
vidas a la música. Literalmente nos ofrecemos en sacrificio cada viernes. Cada
concierto. No de forma cruenta, como ocurría antaño en el Templo Mayor, sino de
esta manera indolora y disimulada: al lento desgaste de los días y los años.
Pero esa noche actuábamos
como una horda oscura y primitiva al compás de una música frenética. La
vertiginosa danza marchaba incontenible en motivos irregulares y jadeantes,
repetidos obsesivamente, y era muy dramático tocar la “danza sagrada del
elegido” con un director ensangrentado, como si fuera él la víctima sacrificial
esa noche. Era algo que nos estimulaba a acometer con la mayor ferocidad la
partitura.
P. S.: Leo que durante la
construcción del Palacio se encontró en el subsuelo una piedra de sacrificio
esculpida con una serpiente emplumada. No estaba yo tan equivocado, después de
todo.
Página de un diario
Mal estacionados en la
Alameda, los autobuses deberán esperar el pago de la multa. Eso retrasa nuestra
salida. Es una gira corta, a la ciudad de León, para celebrar el quinto
aniversario del Teatro Bicentenario. Me agrada tocar allí, que es la sala con
la mejor acústica del país. Una delicia para el oído. Mientras subimos al
autobús y nos acomodamos en los asientos, noto nuestro cambio: nos volvemos más
amables y conversadores. Gente seca en lo cotidiano hace chistes y se vuelve
ingeniosa. Aligera salir de la rutina. Los problemas quedan atrás, como
sepultados bajo el aire turbio que envuelve la ciudad.
Por fin salimos. Nos
aguardan cinco horas en la carretera. Me marea el movimiento y temo que no
podré sustraerme a las películas durante
el camino. Trato de leer, pero eso aumenta el malestar. Extraño tener una bolsa
a mano como en los aviones. Ya circulan las cervezas; al rato abrirán una
botella de mezcal. Reunidos en círculo en torno al pasillo, algunos rememoran
otras giras y surgen las anécdotas. Es curios que algunos chistes puedan ser
celebrados una y otra vez. Será el efecto del alcohol o de la estupidez.
Alguien comenta que se nos pagarán viáticos esta vez. Estamos en oferta, dicen,
somos una oferta navideña más.
Las conversaciones suben de
tono y después van decayendo hasta agotarse. Sólo el rugido del motor
permanece. La película no es mala: “Joyeux Noel”, una tregua en las trincheras
de 1914, muy acorde a la época del año. Ya la había visto. Entro y salgo del
sueño mirando el paisaje. Ver el paisaje es como mirar el fuego: un punto
cambiante donde la mente divaga y se pierde. La vastedad del cielo ilimitado
anula el espacio y la mirada se vuelca
al interior. La luz cambiante es un mandala de colores, un ícono de la divina
presencia. La clara luz del ser, como un vitral inabarcable, se transparenta en
el fracturado perfil de las montañas. En esta hora incierta, la naturaleza es
un idioma de piedras y de hojas que se dispersa en el ocaso. Es un libro
escrito en la lengua universal de lo evidente.
Habitación compartida
La Sinfónica es un grupo muy
grande compuesto por 105 músicos. Es natural que cuando salimos de gira debamos
compartir nuestras habitaciones. Tener una habitación individual es un
privilegio reservado sólo para el director, el concertino y el solista. Los
demás debemos conformarnos con que nos toque junto alguien que no ronque demasiado.
Algunos, por amistad
o parentesco, definen su acompañante para todas las giras, otros vamos rotando.
Un tumulto se forma en la
recepción de cada hotel mientras esperamos la asignación de habitaciones. Es
una espera molesta después de un largo viaje, cuando se tienen ganas de tirarse
a descansar o de salir a comer algo. Son momentos de vacío y desorientación. La
gerencia de la orquesta tiene que hacer prodigios en esos momentos de creciente
malestar, cuando debe enfrentar a más de un centenar de músicos cansados e impacientes.
Mi compañero de cuarto a
veces es un maestro ruso de avanzada edad, que carga muchas bolsas y paquetes
comprimidos en su maleta. Viaja como si fuera a la guerra (supongo que como resabio de traumáticas vivencias).
Es divertido verlo desempacar. A pesar de que en los hoteles siempre hay
cafeteras, él siempre lleva una gran
taza de peltre y una resistencia eléctrica para calentar agua. También carga
herramientas diversas, las cuales, supongo, podrán ser de gran utilidad en caso
de desastre. Me cuenta de sus extenuantes giras de más de tres meses por Asia y
por Australia con la Sinfónica del Estado de la URSS. De una bolsa extrae unas
carnes frías preparadas por él mismo en su casa, envueltas en papel de aluminio
y muchas servilletas, todo acomodado dentro de bolsas de pan Bimbo. Dobla el
pantalón del frac en torno a un cartón para que no se arrugue. Él es generoso y
comparte conmigo sus extraños alimentos. Yo los acepto más por cortesía que por
hambre, y aunque no saben tan mal, prefiero comer en el restaurante del hotel
sin tanto dramatismo.
Como vas cambiando de ciudad
cada dos o tres días, a veces es difícil recordar tu número de habitación. Una
vez encontré a un compañero algo alcoholizado que recorría los pasillos
probando su tarjeta en cada puerta: “alguna de estas abrirá”, decía con
desenfado.
En otra gira me tocó de
acompañante uno que era molestado por los ovnis. Los alienígenas se metían a
desordenar su vida, me contaba. No sólo los veía: hablaba con ellos. Una tarde
despertó muy sobresaltado porque sintió que un extraterrestre trepado en su
pecho estaba intentando estrangularlo. “¿Lo viste?”, me decía, mientras
señalaba un rincón de la habitación por donde se habría escabullido el malvado.
Al poco rato, mi acompañante recuperó la calma y se volvió a dormir, pero yo me
quedé contemplando aquel rincón vacío, deseando resignadamente que pronto
terminara aquella gira.
Varados
El aeropuerto estaba cerrado
y no podíamos salir. Esa mañana, las noticias referían que un loco había
disparado contra una multitud y después se había suicidado. El ataque ocurrió
en el mismo campus de la Universidad de Arizona donde habíamos tocado nuestros
éxitos mexicanos {Sinfonía India, Huapango, Noche de los Mayas, etc.) la noche
anterior. Sólo unas horas nos separaron de la tragedia.
Varado en medio del oeste,
para distraer mi aburrimiento desayunaba como vaquero en un restaurante en
compañía de los percusionistas. Uno de ellos, gran conversador y obeso,
habiendo ingerido una doble ración de waffles con tocino y huevos, salchichas
fritas, frijoles, papas, pan tostado, fruta, grandes cantidades de café y
varios vasos de jugo, comenzó a sentirse mal. ”Siento que me inflo”, provocando
la risotada general. Y en efecto, era visible que su abdomen había entrado en
un proceso de expansión, amenazando con romper los botones de su camisa. “No
quiero estar cerca de él cuando se empiece a “desinflar”, pensé, y tras un
breve intercambio de saludos, me despedí del alegre grupo y salí a caminar por
los alrededores.
En una tienda naturista
encontré comprando a una de nuestras fagotistas. Se quejaba de no haber podido
dormir en toda la noche, pues el viejo hotel en el que estábamos debió parecer
muy romántico a sus vecinos de arriba, una pareja que no la dejó dormir con los
fuertes rechinidos de su cama. Ella estaba comprando unas esencias de aromas
repugnantes a las que atribuía diversas propiedades. Le comento que su pasión
naturista era compartida por Hitler, que no comía carne, ni fumaba, ni bebía
alcohol. El dato parece sorprenderla y me mira con incredulidad. Hablado de su
salud, me cuenta sus proezas deportivas, cuando corrió a campo traviesa hasta
dislocarse una rodilla. Dice que hay un punto en el que el cuerpo, por una
reacción química que no alcancé a entender, entra en una fase crítica en que se
producen mareos y vómitos, pero que pasado el malestar resurge una energía que
te permite seguir corriendo durante horas.
Después de tan amena plática
no me quedaba sino retirarme a estudiar a lo que yo llamaba mi salón: un amplio
terreno baldío, poblado de huizaches y de espinos, desde donde veía pasar los
F-5 que sobrevolaban a baja altura patrullando la zona. Creo que había una base
militar en las inmediaciones. Se vivía entonces la paranoia posterior al S-11,
aun fresco en la memoria.
De vuelta al hotel me entero
que uno de los flautistas enfermó de pancreatitis y debe regresar de urgencia a
México. Él de esas personas que cuando no encuentra una enfermedad la inventa,
a la que no le puede preguntar “cómo estás” sino “cómo sigues”. Viaja
acompañado de una farmacia. Pero ahora se enfermó de verdad. Afortunadamente,
ya para la tarde habían reabierto el aeropuerto. Él irá de vuelta a casa,
mientras que los demás seguiremos rumbo a Kansas (somos una tribu nómada
cazadora de públicos) tras pasar una serie inaudita de filtros de seguridad
antes de abordar el avión.
Comentando los
acontecimientos del día con mi compañero de cuarto, un violinista capaz de
resumir una vida en una frase, concluyó entre risas diciendo:
-Me cae que esta gira es una
prueba de supervivencia.
Música extrema
Ser músico en México es un
trabajo relativamente tranquilo; no así en otras latitudes. Un compañero ruso,
ex integrante de la orquesta de Bolshoi, me cuenta que una vez estuvo de gira
en una base militar en Siberia. En medio de la tundra, interminable planicie
sin árboles donde los días duran seis meses, la nieve es cegadora y las
temperaturas llegan a descender hasta los 50 grados bajo cero. En las calles,
cuerdas tendidas como pasamanos sirven para orientarte al caminar, pues las
tormentas de nieve no permiten más de medio metro de visibilidad. La gente
acostumbra ir a aprovisionarse un día para toda la semana y casi no sale. A los
trabajadores les pagan allí el doble que en cualquier otra parte de Rusia. Son
dos años de sueldo por cada año de trabajo.
La música lo llevó también a
tocar en submarinos nucleares. Amenizaba el encierro de tripulaciones que pasan
hasta seis meses bajo el mar. A diferencia de los submarinos de diesel, donde
el ambiente es estrecho y claustrofóbico, un submarino nuclear es espacioso
pues su fuente de energía es del tamaño de una caja de cerillos. En la sala de
recreo siempre hay un piano. Allí tocan en grupos de cámara e incluso acompañan
a algunos bailarines. Él siendo cellista, muchas veces tocó la pieza de
Saint-Saens mientras una bailarina hacía la muerte del cisne.
Me refiere que en otra de
sus giras fueron a tocar a Afganistán durante la ocupación soviética. Como
preparación, los músicos fueron instruidos sobre cómo armar y manejar un AK 47,
para defenderse en caso de ser atacados. Recuerda con angustia cómo antes de
aterrizar en Kabul, el avión de la fuerza aérea que los conducía debió lanzar
un haz de misiles para confundir a los misiles enemigos, que se orientaban por
el calor de las turbinas.
Racismo
Estábamos al final de una larga
gira, ya impacientes por regresar, en esa puerta de Europa que es el aeropuerto
de Frankfurt. Un lugar donde cruzan todos los caminos. En esas salas se pueden
oír hablar todas las lenguas del mundo. Entre el tumulto vi que un compañero
cornista se rezagaba, discutiendo con un policía en un puesto de revisión de
equipaje. Me volví a ver qué pasaba.
Por alguna extraña razón, el
agente no podía creer que el instrumento de mi compañero, un corno francés de
buena marca, le perteneciera. Tal vez le generaba desconfianza su aspecto
físico: moreno, de baja estatura, rasgos indígenas, y que además no hablaba
inglés. Le dije que mi amigo era miembro de la Sinfónica Nacional de México y
que veníamos de completar una gira. El policía pidió entonces que tocara una
melodía, una escala, cualquier cosa, para demostrar que efectivamente era un
músico de la orquesta. Yo le traduje a mi compañero la instrucción.
Un poco confundido, él tomó
el corno del estuche, se mojó los labios, y para sorpresa de todos los allí
presentes, tocó muy bellamente el solo de la Tercera de Brahms, esa maravilla.
Ante tal demostración no
cabía ya ninguna duda. El policía alemán, asintiendo con la cabeza, sonrió
avergonzado, pero también complacido con lo que acababa de escuchar.
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