A un costado de
la Alameda frente al Palacio de Bellas Artes, un lugar de reunión donde se da
cita gente de toda índole: predicadores y profetas, mimos, parejas, vendedores
ambulantes y mendigos, destaca el monumento a Beethoven. Es un alto pedestal de
base rectangular que ostenta en letras doradas el nombre del genial compositor.
En la fachada, su máscara mortuoria asoma como una lámpara votiva de llama
permanente, y en la cima, desafiando al cielo, una estatua de bronce representa
el bíblico combate de Jacob con el ángel. El conjunto es imponente como una
sinfonía.
La lucha de
Jacob es el esfuerzo del hombre por alcanzar la gloria. Anónimo y nocturno
esfuerzo, lucha tenaz entre las sombras. “Jacob se quedó solo” refiere el texto
bíblico (Gn, 32, 25) poco antes de cruzar un río. En ese momento es atacado por
un desconocido, un ángel que no se muestra como tal. Las tinieblas ocultan la
identidad del adversario. En medio del combate, el ángel hiere su rodilla, pero
él retiene a su atacante hasta la aurora. Con la luz el misterio se revela.
El
ángel conoce al fin su nombre: Jacob, que significa ‘suplantador’ o
‘engañador’, y le da un nombre nuevo, porque ha luchado contra Dios y contra
los hombres y ha vencido: “Ya no te llamarás Jacob sino Israel: el que lucha
con Dios”. Jacob pide a su vez que el Ángel revele su identidad. “¿Por qué
quieres saber mi nombre?” pregunta, dando a entender la enormidad de su
misterio, y es entonces cuando lo bendice. Y esta bendición será su epifanía.
Jacob sabe entonces que ha pasado por la muerte sin morir, que ha visto a Dios
cara a cara y que ha sobrevivido. El lugar del encuentro se llamará ahora
Penuel: rostro de Dios. Ya puede pasar el vado. Como un hombre nuevo, marcado
de forma indeleble, Jacob alcanza la otra orilla.
La vida del
hombre es una larga noche, un combate incierto con lo desconocido, y Jacob
simboliza al hombre de oración. Un hombre persistente y audaz, armado de una
profunda confianza, tal como la historia de la música nos presenta a Beethoven.
O en sus propias palabras:
“La música es
una revelación más alta que la sabiduría y la filosofía” […] “Sé que en mi arte
Dios está más cerca de mí que de los demás. Yo me acerco a Él sin temor,
siempre lo he reconocido y comprendido. Por eso la suerte de mi música no me
inquieta, ningún mal puede provenir de ella. El que la comprenda se liberará de
la miseria que arrastra a los hombres” (Beethoven, Carta a Bettina Arnim,
1810).
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