Un corazón alegre hace tanto
bien como un medicamento.
SALOMÓN.
ASÍ COMO el disgusto nos abate, obtura nuestro ánimo y nos ata a la preocupación, la alegría renueva las fuerzas, fecunda la paciencia y abre de par en par las ventanas del espíritu.
Un nuevo disgusto viene a probarnos, generalmente, que podíamos habernos ahorrado el anterior, porque éste hace olvidar al otro; una nueva alegría no se lamentará jamás de recordar la que ya pasó, porque en el tiempo feliz, hasta los recuerdos amargos se hacen felices.
Si por las mañanas cantáramos un poco, así como nos bañamos, nos peinamos y nos vestimos, nuestra más hermosa prenda sería la sonrisa. Comencemos por ella.
La alegría nace con el sol y el sol es quien inaugura cada día en la naturaleza.
Su gran optimismo, su contagioso optimismo está en todas partes: en el canto del ave, en la rosada nube, en la belleza sin igual de las cosas y de los hombres que lo han esperado de pie para alabarlo.
Él realiza importantes trabajos; calienta la tierra, da vida a las plantas, recoge las mareas, pone, en todo, esa gran certidumbre que nos es necesaria para guiar nuestros pasos y realizar nuestra tarea.
¿No tenemos, acaso, un programa bastante extenso que cumplir en cada jornada, puesto que para ello hemos venido al mundo? ¿Por qué, entonces, no realizarlo alegremente, si la tristeza es lo único que hace odioso el trabajo?
El zapatero que canta mientras trabaja, marca con su martillo el ritmo de la canción; el zapatero que sólo piensa en su horma, trabaja sin acompañamiento. Entre ambos -la bota lista- media una diferencia: el uno habrá creído que cantaba únicamente; el otro que su tarea es un castigo que Dios le ha impuesto.
La alegría hace que tomemos las cosas por su lado bueno. Esto me recuerda una "salida" de Walter Scott: "Sufro de la gota, el asma y de siete enfermedades más; pero, por lo demás, me encuentro perfectamente".
Hay quienes no se encuentran "perfectamente" nunca -ni aun gozando de buena salud- .
La impaciencia es desgraciada, ha nacido desgraciada y se complace en comunicar su irritabilidad a cuanto toca.
No queráis ser alegres, pues, si sois impacientes. Pero suprimida la impaciencia, que arranca de cuajo a la alegría, preguntaos cuántos disgustos tienen por causa nuestro mal estado de espíritu. La respuesta será: casi todos.
Cerrar las puertas al buen humor es como hacer la noche en nuestro cuarto. Las sombras nos harán tropezar y caer; fomentan la prevención y nos hacen miedosos hasta el grado de ver un ladrón en acecho donde sólo existe una buena manta para dormir; lo cual ocurre continuamente al malhumorado que choca con todos, reprime la generosidad de su alma ahogada en mortificante duda y ve enemigos por todas partes. Sin necesidad de agregar que la lechuza, el búho y el mochuelo no son aves sonrientes porque están contagiadas del terror nocturno -las menos vistosas también respecto a su plumaje-, habría que decir que la melancolía, la tristeza y el tedio son flores de nuestra nocturnidad espinosa y sin perfume, que nadie se apresurará a recoger (1)
Cuando os pregunten ¿cómo os va?, contestad: ¡Muy bien! Es la manera de que os vaya mejor. De nada valdría decir que nos va mal: el tiempo que empleamos en explicarnos vale más que la compasión que despertamos; y acaso lo necesitamos para remediar nuestra pena.
Porque salvo la muerte, todo es remediable, y la desgracia es un tejido que, en la mayor parte de los casos, hemos hilado con nuestras manos para secar las propias lágrimas. Levántate contento. La alegría os dirá: ¡Adelante! ¡Vamos! ¡El triunfo sólo sabe sonreír a los que sonríen!
(1) El pesimista es un profesional de la tristeza; o, la tristeza -si se prefiere- tiene sus profesionales en los escépticos y resentidos. Revisando la cuestión, en esas "encuestas mudas" que la inteligencia se formula, he podido observar que raramente, por no decir nunca, los campesinos se dejan conducir por el pesimismo, en tanto que éste parece ser un fruto de la ciudad. Ello respondería al alejamiento progresivo de la naturaleza y al medio de vida artificial en que se mueve la mente desolada. En Shakespeare, por ejemplo, las imágenes son vivas y alegres; aun cuando critica lo hace con voces que vienen de la sabiduría campestre, con el aliento de los prados; en Dickens, las censuras o reservas, son tiznadas, amargas, casi siempre dolorosas como el cuadro iluminado por la llama verde del mechero en un barrio bajo londinense. Para concluir esta nota, séame permitido indicar, en una misma situación amorosa, las preguntas que he oído formular a la pareja confidencial de los enamorados, ya en el campo o en la ciudad. "¿Tú me quieres siempre?", "¿Tú no me quieres más?" El ansia emotiva es la misma; la necesidad de respuesta igual, pero una viene formulada por el sí, la otra está construida sobre el no. El sentimiento urbano es dado a escoger la segunda forma.
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