jueves, 22 de marzo de 2012

DE "NORMAS DE VIDA": Sexta Meditación, Alberto CASAL CASTEL.

                                                                          El poder mismo no tiene la mitad
                                                                          de la fuerza que posee la dulzura.
                                                                                                                   Leigh HUNT.
                                                                                      
                                                                        HUBO un tiempo dulce. Él ha desaparecido. Fue aquel tiempo en que los abuelos bebían del mismo vino que la servidumbre, en que las diferencias sociales parecían no existir, y el pobre no envidiaba al rico, porque el dinero valía menos que la virtud.
    Hoy la soberbia domina al hombre. El orgullo lo empequeñece. La vanidad le altera el ánimo.
    Por todos lados no se ven más que diferencias. ¡Diferencias y rencores! Diferencias concebidas en base de la calidad de las cosas, no en la calidad de las almas; y rencores de quienes saben que las cosas se compran a veces al precio de muchas bajezas.
    ¡Malditos esos bienes si ellos, para peor, han cambiado la naturaleza humana! Con todo, el corazón sigue fiel a sus leyes: se emociona, se alegra, se entristece, conoce la piedad y la caridad como hace mil años.
    En él podremos confiar cuando todo fracase.


    Una mente no entenderá a otra mente. ¡No importa! Pero un corazón comprenderá siempre a otro corazón. Y esto sí interesa, ya que sólo habremos de pedirle dulzura.
    Dulzura para el que sufre a fin de aliviar su sufrimiento; dulzura para el débil a fin de fortificarlo con nuestra ayuda; dulzura hacia el menesteroso para tener el placer de repartir lo que nos sobra; dulzura, en fin, para con nosotros mismos, siempre necesitados de perdón.
    La dulzura es la conquista más grande que el ser ha podido hacer a sus instintos.
    El Pithecantropus no la conoció: sólo conoció el interés; por el interés llegó a asociarse; por la asociación consiguió defenderse.
    En su marcha hacia la perfecta humanización, pasó por diversos estadios, hasta el descubrimiento del amor. El día que supo del amor, supo de la ternura, y con ella había salido de la noche para recibir de frente el primer beso del aura histórica.
    He aquí la gran fuerza. Ante ella frenan las rebeldías, se depone la obstinación, ceden las pasiones, se desarman los infames, obedecen los díscolos, vacilan los recalcitrantes, comprenden las multitudes.
    Es el arma de Cristo, el mensaje de Cristo, la fuerza de Cristo.
    Él no necesitó de otra, y la humanidad lo sigue todavía porque bendijo a los humildes, a los débiles, a los desamparados, a todos aquellos que no conocieron la dicha de la tierra, embellecida por sus goces, o no recogieron el fruto en sazón.
    Muéstrale un palo al perro: te atacará. Llámale en tono cariñoso: te lamerá los pies. ¿Qué prefieres, el calor o el aullido?


    Llevemos la dulzura a la escuela, traigámosla sobre nuestros actos, liguemos con ella nuestras relaciones, usémosla con el amigo para corregirlo, con el enemigo para apaciguarlo, con todos, aun con las bestias, para evitar la ira, y reinará sobre la tierra la anhelada armonía primitiva, basada en distinciones, no en desigualdades.
    ¿La naturaleza misma no es dulce? Lo es. Florece en los azahares del limonero, en las resecas ramas del durazno, sobre las praderas fértiles, junto al camino polvoriento.
    Su grave seriedad no le impide sonreír, mostrarse afable, tener sus ensoñaciones. Imitémosla. Ella sabe lo que hace. Es una vieja nodriza.-


                                                                                      -- Alberto CASAL CASTEL

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