viernes, 2 de marzo de 2012

SANTA TERESA, MUJER ETERNA. Por Ernest HAUSER.

Mística y, no obstante, profundamente humana,
enseñó a los hombres el camino de una íntima
comunicación con Dios. Ernest Hauser.


                        Con mucho entusiasmo y decisión 
                          va el escrito solicitado  por el padre 
                          César Iturriate Barrantes, ferviente 
                          admirador  de la Doctora de la Iglesia,
                          y en la pluma del escritor reconocido.                        


                                                               CUANDO, el 27 de septiembre de 1970, el papa Paulo VI proclamó a Santa Teresa de Jesús la primera "Doctora de la Iglesia", encumbrándola a nivel de colosos espirituales tales como San Agustín, la importancia de este solemne acto no interesó exclusivamente a los católicos, ya que la valerosa monja española, canonizada a los 40 años de su muerte (en 1582), pertenece a todos, cualesquiera que sean sus creencias. Su calor humano, su chispeante ingenio, su entereza, unidos a su profunda espiritualidad hacen de ella una de las grandes mujeres de la historia.

     Teresa buscó y halló una nueva relación con Dios. Posiblemente el adjetivo más comúnmente aplicado a la santa sea el de "mística", palabra con que calificamos a la persona que, por medios inexplicables, logra tomar contacto directo con la Divinidad. Las visiones místicas de Teresa quizá produzcan escepticismo a muchos en esta época en que la razón es reina soberana. Sin embargo, el relato escrito por ella de dichas experiencias es en extremo convincente, por la franqueza con que se analiza a sí misma. Incluso el escéptico respeta la sinceridad de esta mujer, su carácter abierto, alegre, equilibrado.

     Su influencia no ha declinado en absoluto. En España, donde su vida constituye un recuerdo palpitante, su imagen se venera en un sinfín de templos, y casi no hay lugar donde los habitantes no proclamen, llenos de orgullo: "¡La santa durmió aquí" "¡Aquí se detuvo a orar!" "¡Aquí extravió el camino!" Sus obras alcanzan ya más de 1100 ediciones, y hoy son leídas, sin contar el español (idioma en que fueron escritas), en alemán, inglés, árabe, chino, francés, etc. Además, la obra de su vida, la orden religiosa de las Carmelitas Descalzas, sigue mostrando un extraordinario vigor. A pesar de la severidad de sus reglas, la orden cuenta actualmente con más de mil monasterios y conventos en todo el mundo, poblados por 3800 frailes y 13,650 monjas, respectivamente; las Carmelitas son la orden más numerosa de monjas enclaustradas de la Iglesia Católica.

     Ávila no ha cambiado mucho desde aquel día de 1515 en que vio nacer a Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, hija de un hidalgo temeroso de Dios. Esa ciudad medieval, construida sobre una prominencia rocosa, todavía posee algunas angostas callejuelas y casas de recia y cuadrangular estructura que Teresa conoció en su infancia, trascurrida en el seno de una alegre y numerosa familia. Tenía la futura santa facciones finamente modeladas, ojos castaños y cabello oscuro y crespo. A la edad de 20 años ingresó en el convento de la Encarnación para tomar el hábito de las Carmelitas. Durante los 27 años que pasó en él se convirtió en una persona de profunda espiritualidad. Cuando se entregaba a la oración, percibía la presencia de la Divinidad. Le parecía que "le hablaban voces interiores y que veía ciertas visiones". La más intensa de tales experiencias fue un encuentro con un ángel que llevaba "un dardo de oro largo, y al fin de el hierro, un poco de fuego". Nos dice la santa: "Me parecía meterlo por el corazón algunas veces y que me llegaba a las entrañas... Era tan grande el dolor que me hacía dar quejidos... No es dolor corporal, sino espiritual; aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento".

     ¿Qué podemos deducir de sus palabras? Quienes la observan durante estos trances, cada vez más frecuentes, comprendían que le sucedía algo muy real. Su rostro parecía iluminado por una luz interior, el cuerpo perdía toda pesantez... y hay testigos que juraron haberla visto elevarse y quedar suspendida en el aire durante largos períodos.

     El Señor "se representa por una noticia más clara que el sol", escribió Teresa sobre sus experiencias. "No digo que se ve el sol ni claridad, sino una luz que sin ver luz alumbra el entendimiento para que goce el alma de tan gran bien".

     Tales visiones hacían a Teresa considerar que el Convento de la Encarnación, del que podía salir y entrar a voluntad, más parecía una hostería de postín que un convento. Por ello, se propuso fundar su propio monasterio, donde unas cuantas aspirantes con auténtica vocación pudieran dedicarse, en medio de una vida de verdadera pobreza, a la contemplación y la oración, lejos del mundanal ruido. La mayoría de las religiosas de la Encarnación quedaron estupefactas al conocer su idea. ¿Es que la vida que allí llevaba no le satisfacía? Pero Teresa no les prestó atención y dedicó su ingenio a buscar los medios de lograr su fin. Una piadosa viuda aportó una modesta cantidad, y Teresa persuadió al obispo de Ávila de que le concediera el permiso necesario para fundar el nuevo convento.

     Sin embargo, la gente de la ciudad, viendo que se le venía encima otra institución pía que iba a depender de su caridad, se rebeló. Fue necesario que las autoridades eclesiásticas se pronunciaran en favor de la "noble locura" de Teresa, para que se le permitiera conservar la casita de piedra que se levanta en las afueras de la ciudad, dedicada a San José. El visitante de hoy no tiene dificultad en hallarla: cualquier niño de Ávila le mostrará encantado el camino de San José donde 20 monjas carmelitas mantienen viva la llama encendida por la santa.

     De este modo nació la reformación de la Orden del Carmelo. Teresa, que adoptó el nombre de "Teresa de Jesús", llamó a sus seguidoras Carmelitas Descalzas. Su hábito era de burdo y oscuro sayal, que para ir al coro cubrían con una capa blanca. Calzaban alpargatas y llevaban medias de lino para protegerse del frío. Nadie podía salir del convento, y las conversaciones mundanas estaban estrictamente prohibidas. Cada monja tenía su propia celda, de reducido tamaño. Las camas eran jergones de paja, y Teresa usaba un tronco por almohada. Se practicaban prolongados ayunos y se trabajaba intensamente a fin de ganar dinero para el sustento. Pero también se permitían las religiosas un lujo inaudito, innovador introducida por Teresa: ¡cada una debía tener en su celda un jarrón de agua para lavarse! La fundadora detestaba la suciedad y era una incansable defensora de la limpieza y el orden.

     Teresa calificó posteriormente los cinco años pasados en San José como los más felices de su vida. Sus directores espirituales, percatándose del gran valor de sus experiencias, le ordenaron que las relatara por escrito, para que la Iglesia tuviera una constancia. Ella se aplicó a la tarea en su desnuda celda, usando como escritorio el antepecho de la ventana. "Lo escribo casi hurtando el tiempo y con pena, porque me estorbo de hilar, por estar en casa pobre y con hartas ocupaciones". Aunque su prosa dista de ser perfecta en cuanto a sintaxis y su lenguaje es llano, su famosa autobiografía, la Vida, figura entre las grandes obras clásicas del mundo. Tan diáfano es el retrato de su alma profundamente agitada, que en ocasiones escribe como un consumado sicólogo.

     Pero su obra maestra, Las moradas, es un libro que explica la manera de encontrarse con Dios en la oración. Obra sin rival como guía para la teología mística, su tema es una de las visiones de Teresa, en la cual Dios le mostró un gran globo de cristal. Ese globo resulta ser un castillo, y en el castillo hay siete moradas. En la más profunda habita el Rey de la Gloria, que irradia su luz por la traslúcida estructura. El lenguaje de Teresa alcanza patéticas alturas cuando nos dice cómo progresó su alma por el tortuoso sendero que conducía al centro del castillo, hasta que, finalmente, se halló en el último centro de donde emana la gracia: "Notoriamente ve que está Dios en lo interior, en una cosa muy honda que no sabe decir cómo es".

     Aunque algunos de sus contemporáneos la describen como arrojada y vehemente, poseía Teresa un sentido del humor que rara vez la abandonaba. "¡Vaya...  no soy santa!" solía exclamar cuando la sorprendían en alguna tarea mundana. Al admitir novicias, elegía a las que tenían carácter alegre, pues, en su opinión, "harto más valdría no fundar que llevar melancólicas que estraguen la casa". Cuando le consultaron acerca del establecimiento de un nuevo internado para jovencitas, escribió: "Hay tantos inconvenientes en ser muchas para no rehacer cosa buena que cuando pasare de cuarenta es muy mucho, todo baratería". La pomposidad de algunos religiosos despertaba su risa: "Ríese entre sí algunas veces cuando ve a personas graves hacer mucho caso de unos puntos de honra... Aprovecharía más en un día que pospusiese aquella autoridad de estado por amor de Dios, que con ella en diez años".

     En 1567 Roma la autorizó a fundar nuevos conventos según las reglas de su reforma, si bien deberían quedar sujetos al superior general de la antigua Orden. Inmediatamente se lanzó Teresa a una tumultuosa actividad que mantendría durante la mayor parte de los últimos 15 años de su vida. La vemos en camino, acompañada  de unas  cuantas monjas que van a formar el núcleo de un nuevo convento. Aunque obligadas a desafiar los vientos y celliscas de las altas sierras y el tórrido sol de Andalucía, "Teresa respiraba paz y alegría en todos sus ademanes", según escribe una de sus compañeras.
    
    A menudo tenía que aceptar casas paupérrimas para fundar sus conventos. Carecía de dinero, y, si no se presentaba algún generoso fiador, había que esperar "la limosna que diere el Señor". Generalmente seguía adelante aunque no hubiera lo suficiente. "Teresa y una blanca no son gran cosa", reza el dicho. "Dios, Teresa y una blanca, lo pueden todo".

     El número de aspirantes que deseaban ingresar en la comunidad de las "descalzas" iba en aumento. También los hombres pidieron que se les admitiera en su reformación, y en vida de la santa se fundaron 14 monasterios de frailes descalzos. El primer postulante que tomó el hábito -cortado por la propia Teresa- fue un joven y brillante teólogo, Juan de Yepes; un místico, como ella, que subió a los altares como San Juan de la Cruz.

     Pero conforme Teresa ganaba seguidores, los superiores del viejo Carmelo empezaron a temer que, como dijo uno de ellos, "los reformadores acaben reformándonos a nosotros también". Teresa fue oficialmente censurada por "desobediencia", y se le ordenó que se abstuviera de fundar nuevos conventos.

     Finalmente, el propio Felipe II puso en la balanza a favor de la reformación todo el peso de su autoridad. Se concedió a los Carmelitas Descalzos "provincia" aparte, y posteriormente las dos familias quedaron totalmente separadas e independientes, cumpliéndose así el deseo de Teresa. Desde entonces, la orden primigenia ha adoptado muchos puntos de la reformación, y vive en paz y armonía con sus hermanos, los Descalzos.

     Durante la última etapa de su vida, Teresa fue una leyenda viviente. Dondequiera que la llevaran sus viajes, la gente se apiñaba en torno suyo, muchos con la esperanza de verla hacer un milagro. Sin embargo, su quebradiza salud fue incapaz de soportar esa actividad incansable. En abril de 1582, enferma, aunque tan animosa como siempre, estableció en Burgos la decimoséptima -y última- comunidad religiosa. Encontrándose de viaje en otoño de aquel mismo año, sufrió una hemorragia que la obligó a guardar cama. El 4 de octubre pronunció sus últimas palabras: "Ya es llegada la hora que salgamos de este destierro, Señor, y mi alma goce en uno contigo de lo que tanto he deseado". Pero tras de sí, para edificación del mundo, dejaba lo que Paulo VI ha denominado "el esplandor de su sabiduría cristiana".-     

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