Leonardo Boff nació en Concórdia, Santa Catarina (Brasil),
el 14 de diciembre de 1938. Su nombre es Genesio Darci Boff. Es nieto de emigrantes italianos venidos del Veneto
a Rio Grande do Sul a finales del siglo XIX. Hizo sus estudios primarios y
secundarios en Concórdia-SC, Rio Negro-PR y Agudos-SP. Estudió Filosofía en
Curitiba-PR y Teología en Petrópolis-RJ. En 1970 se doctoró en Teología y
Filosofía en la Universidad de Munich-Alemania. Ingresó en la Orden de los
Frailes Menores, franciscanos, en 1959.
Durante 22 años fue profesor de Teología Sistemática y
Ecuménica en el Instituto Teológico Franciscano de Petrópolis, profesor de
Teología y Espiritualidad en varios centros de estudio y universidades de
Brasil y del exterior, y profesor visitante en las universidades de Lisboa
(Portugal), Salamanca (España), Harvard (EUA), Basilea (Suiza) y Heidelberg
(Alemania).
Estuvo presente en el comienzo de la reflexión que busca
articular el discurso indignado ante la miseria y la marginación con el
discurso de la fe cristiana, que generó la conocida Teología de la Liberación.
Siempre ha sido un ardiente defensor de la causa de los Derechos Humanos,
habiendo ayudado a formular una nueva perspectiva de los Derechos Humanos a
partir de América Latina, con los `Derechos a la Vida y a los medios para
mantenerla con dignidad`.
En los días actuales vivimos tiempos tan
atribulados políticamente que acabamos psicológicamente alterados. No ver
caminos, andar a ciegas, a la deriva como un barco sin timón, nos quita el
brillo de la vida. Acabamos olvidando las cosas esenciales.
Quien leyó mi último
artículo: “¿El Brasil actual tiene arreglo?” encuentra allí el trasfondo de
esta reflexión sobre Dios. En momentos así, sin ser pietistas, nos volvemos hacia
aquella Fuente que siempre alimentó a la humanidad, especialmente en tiempos
sombríos de crisis generalizada. Sentimos saudades de Dios. Esperamos luces de
Él. Y más aún: queremos experimentarlo y sentirlo desde el corazón en medio de
la turbulencia.
Si miramos la historia,
constatamos que la humanidad siempre se preguntó por la Última Realidad. Se
daba cuenta de que no podía saciar su sed infinita sin encontrar un objeto
infinito adecuado a su sed. No conseguiría explicar la grandeza del universo y nuestra
propia existencia sin aquello a lo que convencionalmente se llama Dios, aunque
tenga otros mil nombres según las diferentes culturas. Hoy, con un lenguaje
secular, proveniente de la nueva cosmología, hablamos de la «Fuente Originaria
de donde vienen todos los seres».
A pesar de esta búsqueda
incansable el testimonio de todos es que “nadie ha visto nunca a Dios” (1 Jn
4,12). Moisés suplicó ver la gloria de Dios, pero Dios le dijo: “No podrás ver
mi rostro porque nadie puede verme y seguir viviendo” (Ex 33, 20). Si no
podemos verlo, podemos identificar señales de su presencia. Basta prestar
atención y abrirnos a la sensibilidad del corazón.
Me impresiona el testimonio
de un indígena cherokee norteamericano que habla de alguien que buscaba
desesperadamente a Dios pero no prestaba atención a su presencia en tantas
señales. Cuenta él:
«Un hombre susurró: ¡Dios,
habla conmigo! Y un ruiseñor empezó a trinar. Pero el hombre no le prestó
atención. Volvió a pedir: ¡Dios, habla conmigo! y un trueno resonó por el
espacio. Pero el hombre no le dio importancia. Pidió nuevamente: ¡Dios, déjame
verte! Y una enorme luna brilló en el cielo profundo. Pero el hombre ni se dio
cuenta. Y, nervioso, comenzó a gritar: ¡Dios, muéstrame un milagro! Y he aquí
que nació un niño. Pero el hombre no se inclinó sobre él para admirar el
milagro de la vida. Desesperado, volvió a gritar: ¡Dios, si existes, tócame y
déjame sentir tu presencia aquí y ahora. Y una mariposa se posó, suavemente, en
su hombro. Pero él, irritado, la apartó con la mano».
«Decepcionado y entre
lágrimas siguió su camino. Vagando sin rumbo. Sin preguntar nada más. Solo y
lleno de miedo. Porque no supo leer las señales de la presencia de Dios».
La consecuencia de su falta
de atención produjo su desespero, soledad y pérdida de enraizamiento. Lo
opuesto a creer en Dios no es el ateísmo, sino la sensación de soledad y
desamparo existencial. Con Dios todo se transfigura y se llena de sentido.
En medio de nuestra
enmarañada situación política actual, buscamos una verdadera experiencia de
Dios. Para eso, tenemos que ir más allá de la razón racional que comprende los
fenómenos por las ramas, los calcula, los manipula y los incluye en el juego de
los saberes de la objetividad científica y también de los intereses políticos
como los actuales. Ese espíritu de cálculo piensa sobre Dios pero no percibe a
Dios.
Tenemos que tener otro
espíritu, aquel que siente a Dios: el espíritu de finura y de cordialidad, de
admiración y de veneración. Es la razón cordial o sensible, que siente a Dios
desde el corazón.
Dios es más para ser sentido
a partir de la inteligencia cordial que para ser pensado a partir de la razón
intelectual. Entonces nos damos cuenta de que nunca estábamos solos. Una
Presencia inefable, misteriosa y amorosa nos acompañaba.
¿No será por eso no acabamos
nunca de preguntarnos por Dios, siglo tras siglo? ¿No será por eso que siempre
arde nuestro corazón cuando nos entretenemos con Él? ¿No será el adviento de
Él, del sin Nombre y del Misterio que nos habita? ¿No es por eso que creemos
que hay siempre una solución para nuestros problemas?
Leonardo BOFF/ 24 de junio del 2016
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