Entre los más destacados intelectos de la antigüedad, pocos habrán ejercido sobre el mundo moderno mayor influencia que Cicerón, cuyos vibrantes pensamientos se siguen leyendo y evocando en nuestros días.
QUISO LA SUERTE que Marco Tulio Cicerón, estadista, filósofo y probablemente el tribuno más eminente de todos los tiempos, viviera en una época de figuras gigantescas, durante la cual forjaban la historia personajes de la talla de Mario, Sila, Pompeyo, Julio César y Marco Antonio, que cruzaban altivamente por el escenario romano. La antigua República, edificada sobre los principios del honor, la justicia y la consagración al bien común, agonizaba entre la agitación de las conspiraciones y la guerra civil. Se sucedían unos a otros ambiciosos dictadores, y la libertad cedía terreno al despotismo.
Fue Cicerón el último defensor de aquella libertad. Abrigaba la convicción de que la palabra podía más que la espada. Pero si bien su magnífica oratoria venció en más de una ocasión, fue la espada la que al fin se impuso. Los enemigos de Cicerón lo aniquilaron. Desde entonces, sin embargo, su energía moral, su claridad de pensamiento y la brillantez de su prosa latina han dejado profunda huella en la cultura occidental. Sus obras, que sobrevivieron en copias manuscritas, se contaron, como la Biblia, entre las primeras que se difundieron gracias a la invención de la imprenta.
Podemos afirmar que dondequiera que la libertad se ha visto amenazada, allí donde el poder ha intentado aplastar el derecho, los hombres han considerado a Cicerón su antepasado espiritual. Los jefes de la revolución francesa se comparaban a sí mismos con este eminente ciudadano romano, que juzgaba inalienables los derechos fundamentales del individuo y colocaba la ley por encima del magistrado, y que perdió la vida defendiendo la libertad contra la tiranía.
Por las obras que han llegado hasta nosotros y la copiosa correspondencia de Cicerón, lo conocemos mejor que a cualquiera otra gran figura de la antigüedad. En esos textos se va dibujando su perfil de político en ascenso, de amante padre de familia y de amigo leal, y lo vemos, ora en plena batalla forense, ora confinando en su casa de campo entre sus libros, que él llama "mis amigos".
Marco Tulio Cicerón nació en Arpino, aldea comercial situada a unos 100 km. al sudeste de Roma, el 3 de enero del año 106 a. de J. C. Su padre, batanero (tal vez propietario de alguna lavandería) no tardó descubrir el excepcional talento del chico y decidió trasladarse a Roma con el fin de proporcionar a sus dos hijos una educación que los capacitara para abrirse paso en la vida.
Ya desde joven Marco Tulio se propuso descollar en la vida pública. Las principales familias de Roma dominaban el poderoso Senado romano, y cualquier "advenedizo" que no tuviera relaciones con la aristocracia no podía alimentar muchas esperanzas de triunfo. No obstante, Marco Tulio frecuentaba con asiduidad el Foro, bullente corazón de Roma, donde los ciudadanos se congregaban a ventilar los negocios de Estado y donde los tribunales administraban justicia. El joven Cicerón, delgado, de nariz afilada y ancha frente, cuyos ojos y oídos nada dejaban escapar, causaba honda impresión cuando hablaba allí de las cuestiones de actualidad, en cadenciosas frases. A poco, hombres y mujeres buscaron su consejo sobre asuntos legales, y le pidieron que los representara ante los tribunales. En la Roma de entonces la actividad en el Foro constituía un buen paso hacia la carrera política.
Cicerón tenía 27 años de edad cuando se hizo cargo de su primer caso importante, al defender a cierto ciudadano, de nombre Sexto Roscio, a quien se acusaba falsamente de parricidio. Fueron los paniaguados de Sila, el sanguinario dictador de Roma, quienes habían acusado a Roscio de asesinato, para apoderarse de las tierras de un inocente. Cuando los tribunos más notables se negaron a encargarse de la defensa de Roscio, Cicerón convino en llevar el caso. Era su oportunidad de distinguirse a expensas de un dictador a quien Marco Tulio despreciaba. Después de pronunciar una brillante pieza oratoria, erizaba de pullas contra el corrompido régimen romano, Cicerón logró que a su defendido lo declararan inocente. Así, de la noche a la mañana, Cicerón se convirtió en tema de las conversaciones de la capital del Imperio y en blanco de poderosos enemigos.
Cicerón creyó oportuno ausentarse de la ciudad. Durante dos años viajó por Grecia y el Asia Menor, en compañía de su hermano Quinto, deseoso de estudiar bajo la dirección de los maestros más ilustres para mejorar su estilo oratorio, que él mismo consideraba demasiado ampuloso. A la muerte del dictador Sila, el joven letrado se apresuró a volver a Roma, donde abrió un bufete y contrajo matrimonio con Terencia, mujer acaudalada y dominante. Cicerón y Terencia tuvieron una hija y un hijo, y se divorciaron a los 30 años de casados, a raíz de una viva disputa por dinero.
Una vez que Cicerón alcanzó la edad legal (30 años) para el ejercicio de un cargo de elección, se presentó candidato a cuestor (magistrado de la hacienda pública), y salió electo. Lo enviaron a cierto puertecito de Sicilia, isla a la que se tenía por el granero de Roma, con la obligación de abastecer de trigo a la imperial ciudad. Mas el año que pasó en aquella provincia le pareció una total pérdida de tiempo, desde el punto político. "De ahí en adelante", escribiría Cicerón al establecerse de nuevo en Roma, "no esperé nunca a que la gente oyera hablar de mí. Procuré que me viera en carne y hueso, todos los días".
Antes de trascurrir cinco años, sin embargo, el pueblo de Sicilia, que recordaba la excelente labor y honradez de Cicerón, le pedía que se encargara de enjuiciar a su rapaz gobernador, que lo había oprimido. Cicerón regresó a Sicilia, entrevistó a centenares de testigos, examinó las actas penitenciarias, investigó rentas e impuestos... y en el juicio, que se celebró en Roma, se presentó armado de un rimero de pruebas contra el gobernador. Eran senadores quienes integraban el jurado del caso. Corría el verano, y Roma estaba atestada de visitantes de las provincias, que llegaban en gran número al Foro sólo para ver cómo un joven y hábil litigante le ganaba la partida a un gobernador tan encumbrado. En la persona de Cayo Verres se acusaba a todo el sistema colonial.
En la actualidad, más de 2000 años después del suceso, la apasionada denuncia de Cicerón aún provoca en el lector viva indignación. Verres, declaraba el joven jurista, había profanado varios templos antiguos para apoderarse de estatuas de valor inestimable, que incorporó a su colección de objetos de arte. El acusado había abrumado de tributos a los agricultores, al extremo que ya no ganaban lo necesario para el sustento, y lo que en otro tiempo fue lozano paraíso se había convertido en un desierto. Por si esto fuera poco, los adúlteros amoríos de Verres con una siciliana eran motivo de escándalo y consternación; el gobernador, decidido a librarse del marido de su concubina, lo había designado comandante de una flotilla. Al hacerse a la mar, las naves, aunque armadas, fueron atacadas por unos piratas, y el novel almirante hizo encallar su espléndido navío y emprendió la fuga. Los otros capitanes siguieron el ejemplo del jefe, y los piratas incendiaron la flotilla entera. Con todo, al denunciarse el caso, Verres, para evitar el escándalo, dejó al comandante en libertad y ordenó la ejecución de sus jóvenes capitanes.
Cayo Verres no aguardó a que el jurado pronunciara sentencia. Se escabulló fuera del tribunal antes de terminar el proceso y se embarcó con destino a las Galias, donde pasó el resto de sus días en el exilio. Desde aquel día se tuvo a Cicerón como el mejor tribuno de Roma y llegó a ser un personaje de fama nacional.
Han llegado hasta nosotros 58 de sus grandiosos discursos. Trascritos en taquigrafía, circulaban con frecuencia en forma de folletos. Y el gran orador corrigió cuidadosamente algunos de ellos; prestaba especial atención a la estructura armónica de las frases y a la cadencia de los términos que empleaba. El don que tenía para despertar y sostener el interés, el irresistible vigor con que suscitaba las más profundas emociones, su demoledor sarcasmo, todo ello mantenía absortos a público y magistrados.
La elección de Cicerón al cargo de cuestor le valió automáticamente la calidad de senador, y así fue ascendiendo rápidamente el el orden jerárquico. En el año 64 a. de J. C. fue elegido cónsul, el cargo más importante que se podía alcanzar en Roma. Aunque eran dos los cónsules que, designados por un año, componían el ejecutivo de la República, Cicerón, con su dominante personalidad, hacía prevalecer su criterio y él era quien, en realidad, gobernaba Roma.
Cicerón tuvo que enfrentarse durante su mandato a tremendas dificultades. En efecto, hacía ya algún tiempo que había en Roma gran agitación. Mientras que la alta sociedad mandaba construir viveros de peces en sus jardines, la masa de los obreros, legionarios errantes y esclavos fugitivos (esquilmados todos ellos por los agiotistas y apiñados en ruinosas casas de vecindad de seis pisos) estaban a punto de rebelarse. Lucio Sergio Catilina, senador y noble, el contrincante a quien Cicerón había derrotado en las elecciones consulares, se había convertido en el ídolo de los descontentos al prometerles que, de triunfar la insurrección, se les cancelarían sus deudas.
Advertido de que Catilina y sus partidarios tramaban incendiar a Roma y pasar a cuchillo a los ciudadanos prominentes, Cicerón resolvió actuar con energía. Las notables arengas que pronunció ante el Senado contra aquel audaz aventurero, Cesare Maccari, obras maestras de la invectiva, acabaron con su opositor. Catilina huyó de Roma, pero Cicerón persistió en sus ataques, y al fin logró que el Senado, entre el que imperaba una gran tensión nerviosa, ordenara la ejecución de cinco de los principales conjurados, como enemigos públicos.
Aquel grave paso se dio de buena fe, en momentos críticos que lo justificaban, por el bien de la nación. Sin embargo, la ejecución de cinco ciudadanos sin previo juicio no se vio con buenos ojos. Cuando se calmó la agitación provocada por el suceso, los envidiosos colegas de Cicerón, que no habían olvidado nunca su calidad de "advenedizo", lo acusaron de proceder sin el debido respeto a la ley. Una cuadrilla de demoledores arrasó la mansión de Cicerón, cercana al Foro, se confiscaron los bienes del cónsul y el ciudadano a quien habían aclamado como "Padre de la Patria" tuvo que ir al destierro. Tales eran los vaivenes de la política romana en el siglo I a. de J.C.
Cicerón se había desplomado de la cumbre de la gloria y del triunfo. "¡Ay!" escribió por entonces a un amigo suyo desde Macedonia: "Estoy harto de la vida, la desventura me ha destrozado". Mas al fin el péndulo desanduvo su carrera. Los amigos influyentes de Cicerón consiguieron que se le permitiera volver, y Roma le tributó una triunfal bienvenida. El Senado le restituyó sus bienes, y pudo reconstruir su casa.
Pero ya para entonces el país se hallaba al borde de la guerra civil. Dos de sus ciudadanos principales, hombres de colosal personalidad, respaldados ambos por poderosos ejércitos, se habían propuesto conquistar el poder absoluto. César y Pompeyo, aliados en un principio, riñeron al poco tiempo y se enfrentaron en feroces batallas, mientras las turbas enloquecidas se adueñaban de Roma. La ambición de César y de Pompeyo conturbaba profundamente el ánimo de Cicerón, pero éste optó por cerrar los ojos a la situación. Con frecuencia cada vez mayor se dirigía a alguna de sus residencias campestres, al sur de Roma, viajando en una litera encortinada. En tales ocasiones meditaba y escribía. Su producción literaria fue enorme. Escribía a menudo durante toda la noche a la luz de una lámpara de aceite. Dominaba por igual el griego y el latín, y se sirvió de su brillante prosa para poner la obra de los filósofos griegos al alcance de los lectores de habla latina, con lo cual fue el primero en trasmitir el pensamiento de la antigüedad a nuestra propia civilización. Algunas obras de Cicerón son otras tantas adaptaciones del griego; otras son espléndidas creaciones originales, y en todas ellas campea un profundo anhelo de perfección, amén de un sincero amor por sus semejantes.
Cicerón legó también al mundo más de 800 cartas, dirigidas a sus parientes y amigos, y a veces a personajes distinguidos de su época. La sinceridad y espontaneidad de tales cartas les da el carácter de conversaciones recogidas en cinta magnetofónica. La mitad de ellas están dirigidas a Pomponio Ático, leal amigo de Cicerón y consejero suyo en cuestiones políticas y económicas.
En esa correspondencia Cicerón se revela como un ser humano de gran corazón. Se muestra preocupado por el estado de salud de su querido secretario, Tiro, en otro tiempo su esclavo, a quien concedió la libertad. Y derrama lágrimas amargas a la muerte de otro esclavo que solía leerle en alta voz.
Para entonces Julio César ha destrozado a Pompeyo y sometido al Senado, y gobierna como cualquier déspota oriental. Cicerón relata a su amigo Pomponio la breve visita que le ha hecho el dictador: "¡Trajo consigo 2000 soldados, aunque no lo creas" le escribe. "Tuvimos que armar tiendas en los jardines y mandar vigilar la casa. Hacia las 2 de la tarde, César tomó un baño, pidió que le dieran su acostumbrado masaje y entró a comer. Vituallas excelentes, buen servicio. Conversación animada. A algunos de sus colaboradores más cercanos se les agasajó, y copiosamente, en tres habitaciones. No es huésped a quien uno quisiera decirle: ¡A tu regreso, pasa de nuevo por aquí! No; con una vez basta".
César, también hombre ilustrado y de gran curiosidad intelectual, siempre había mostrado afecto y respeto hacia Cicerón, a quien le había ofrecido cargos de importancia, además de prestarle dinero y de escribirle a menudo cuando andaba en campaña. El dictador coleccionaba las agudezas de Cicerón y le deleitaba oírle hablar.
Pero a pesar de que Cicerón pudo haberse convertido en brazo derecho de César, la antipatía que le inspiraban los dictadores era superior a toda consideración personal. Durante cerca de tres años se mantuvo alejado de la política y se consagró a escribir. Luego, en los idus de marzo del año 44 a. de J.C., un grupo de asesinos rodeó a César en el Senado y lo mató a puñaladas.
Es probable que Cicerón no participara en la criminal conspiración, pero el suceso le regocijó "La fama de nuestros libertadores será imperecedera", escribió entonces. "¡No podría alabarlos como merecen!"
Mas poco después agrega sombríamente: "El tirano ha muerto; pero la tiranía subsiste". Marco Antonio toma las riendas del poder y mantiene vivo el régimen autocrático de César, con el apoyo de la mayoría del ejército. En tal punto, con asombro de todos, Cicerón abandona su retiro para reaparecer en el Senado, cuya dirección asume. De pronto se convierte en el ídolo de Roma. Aclamado como paladín de la democracia, Cicerón goza nuevamente del estruendo de los vítores. Con temeraria valentía acomete contra Marco Antonio, sobre él hace llover los calificativos de desvergonzado, imbécil, malvado, borracho, necio y malhechor notorio. "En mi juventud defendí siempre a la República", recuerda solemnemente a los senadores, "y no voy a abandonarla en mi vejez. ¡Con gusto ofrendaría mi propio cadáver, si con mi muerte pudiera yo rescatar la libertad de nuestra nación!"
Cicerón ganó con ello el último de sus pleitos... y firmó su propia sentencia de muerte. Marco Antonio, que entonces se hallaba en el norte, hizo causa común con el joven Octavio, el hijo adoptivo de César que sería después el emperador Augusto. La causa de la libertad estaba perdida. Durante varios siglos gobernarían a Roma los déspotas.
El nombre de Cicerón figuraba en la lista de los enemigos públicos, y una pandilla armada se lanzó en su busca. El anciano de 63 años de edad salió de Roma, acompañado de algunos de sus fieles servidores, con la intención de tomar un barco que lo llevase a refugio seguro. Sus perseguidores lo coparon en un bosquecito de abetos, no lejos del mar. Cicerón, al ver a los soldados que corrían hacia su litera, ordenó a sus criados que la pusieran en el suelo. Con la mano izquierda se restregaba la barbilla, como solía hacerlo antes de dar principio a un discurso. Luego, en silencio, asomó la cabeza fuera de la litera, y un centurión lo degolló de un tajo. Así murió un ciudadano romano que en alguna ocasión había dicho fundadamente que, mientras él viviera, Roma no tendría un enemigo que no fuera también enemigo de Cicerón.-
-- Ernest HAUSER.
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