jueves, 24 de mayo de 2012

DE "NORMAS DE VIDA": ENTUSIASMO, Alberto CASAL CASTEL.

                                                      SI EL idealismo es la razón de vivir del joven, el entusiasmo es su gran fuerza. Nadie debe venir a apagarlo. El padre que, con un criterio cerrado, impida al hijo dirigirse con las velas desplegadas hacia la conquista del mundo que ha soñado encontrar por la ruta de su vocación, y el maestro que no alcance a comprenderla o que no la estimule después de haberla conocido, habrán dado muerte al espíritu que en toda vida es el verdadero fanal que la alumbra.
   De nada servirá una hermosa inteligencia, un bello carácter, el alma mejor dispuesta, si el entusiasmo no los anima. Cuando falta este divino fuego, el pensar se hace fría reflexión interesada, práctica y calculadora; la fuerza del ánimo quedará exclusivamente reservada para evitar aquellos males que comprometan a la persona, pero no irá en busca de las grandes empresas, y los sentimientos serán tímidos, compasivos y hasta comprensivos, pero nunca resueltos, generosos, amplios como para acercarse a la desgracia o al dolor, llevando la ayuda y el consuelo.
   ¡Qué hermoso espectáculo  el de un joven entusiasmado! Ese joven no se detendrá en lo pequeño, apenas si verá lo malo, nunca caerá abatido por las dificultades, tendrá su mirada llena de felicidad y su corazón repleto de alegría y, rodeado por esa multitud que choca, se distrae y codea en pobres distracciones momentáneas, dará, siempre, la impresión de que ha venido para algo y anda buscando algo.
   El entusiasmo es Fedípido, el ágil corredor que en dos días cubre los mil estadios que separan Atenas de Esparta, en busca de la respuesta lacedemoniana que interesa a su pueblo; es Miguel Ángel, satisfecho con un poco de pan y de vino, durmiendo vestido, trabajando desde la media noche para ganar tiempo y repitiéndose en la vejez el "¡Ancora imparo!" (todavía estudio) de una voluntad más recia que sus mármoles; es Ticiano, tocando y retocando su Última Cena durante siete años, a fin de que las figuras gocen de una perfección que él no ha conocido; es Benevenuto Cellini, el más prolijo y fino de los orífices -grabador, ingeniero, pintor, escultor, todo a un tiempo, como en esos milagros del Renacimiento -arrojando al horno su vajilla para salvar el Perseo; es Madame Curie, que al descubrir la radioactividad del torio -ya anunciada por Schmidth en los Wiedermann Analen- continúa su trabajo hasta dar con la radio; es Disraeli, fracasado como escritor, rechazado como político, incluso negado por su origen judío en el medio británico fuertemente aristocrático del siglo XIX, llegando a ser el más grande de los oradores de la Cámara, leader de un partido, y finalmente ministro; es Beethoven y Wager, Goethe y Byron; son todos aquellos que quisieron triunfar y triunfaron contra todos los obstáculos. El entusiasmo los sostuvo en los instantes tristes de la pobreza, de la incomprensión, de la injusticia, cuando era más fácil mendigar favores, incurrir en las tentaciones de la comodidad egoísta o entregarse al fariseísmo cobarde de los que no sueñan ni se afiebran por el bien y por la belleza.
   El entusiasmo no es la fe, pero a veces la suple; existe independientemente de la verdad y el resultado. La fe implica una seguridad que el entusiasmo no conoce, el entusiasmo es sólo una fuerza combativa y ciega, que no pregunta cuántas son las dificultades que hay que vencer ni dónde se oculta la victoria.
   Tal comparación no significa querer colocar por encima de la fe al entusiasmo -un creyente es siempre más grande que un entusiasta-; sólo aspira a mover la personalidad con un aliento nuevo allá donde la fe está ausente. Creemos en Dios, en la influencia de la verdad y en las ventajas del bien; pero dudamos de los hombres, de sus buenos propósitos y de su prudencia para aceptar lo mejor. Por no tener más que dudas, ¿podríamos cruzarnos de brazos? Muchas veces, como maestros y como escritores, hemos sido tentados por la desconfianza. ¿Para qué estudiar con cariño, si el alumno no tendrá interés alguno en comprendernos? ¿Para qué escribir, si el sordo rumor callejero no prestará oídos a nuestras palabras? En esos momentos en que la fe nos falta, el entusiasmo viene a decirnos que estudiemos, y escribe por nosotros.
   La juventud desaparece cuando el entusiasmo se enfría, cuando el secreto del oficio reemplaza a la vehemencia de la inspiración, cuando la técnica triunfa sobre la sinceridad y sobre el sentimiento. Visto desde allí, desde la madurez, el entusiasmo es sólo interés, pero un interés embellecido por el acento heroico de la vida. Por eso, una juventud apática, o desanimada, no es juventud.
   El gran secreto consiste en vivir el mayor tiempo posible, entusiasmados en algo. Si no lo conseguimos, el hastío se apoderará de nosotros restando fuerza a nuestras palabras, sentido a nuestros actos, belleza al mundo que nos rodea y alegría a la obra que hagamos.-
                                                            --Alberto CASAL CASTEL.

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