CUENTA Tolstoy que siendo oficial y viendo a uno de sus compañeros golpear a un hombre que salía de las filas, le dijo: "No te sientes avergonzado de tratar así a uno de tus semejantes? ¿Por consiguiente, no has leído los Evangelios?" A lo que el otro respondió: "¿No has leído, por consiguiente, los Reglamentos Militares?
Tolstoy significa allí la parte de bondad, de piedad, de perdón; el otro militar, la parte del deber, del orden y la disciplina. Parecerá chocante el ejemplo, crudo el castigo, abusivo el procedimiento, pero muchas veces, aunque los sentimientos celebren los evangelios, el carácter debe optar por los reglamentos; o, de otra manera, comprendemos a Tolstoy, pero nos vemos forzados a ser inexorables como su compañero (1).
Es lo que hace el padre con su hijo, el maestro con su alumno, el crítico, cuando persiguiendo las altas finalidades de su apostolado olvida la amistad que le indicaría un juicio parcial, y el juez que sólo escucha la voz de los códigos, aun en aquellos casos en que un interés humano fomenta su indulgencia.
No voy a defender aquí -¡entiéndase bien! - la disciplina del látigo, porque ella es brutal; peo tampoco voy a ensalzar la sensiblería corriente de un "laisser faire" en extremo tolerante: ambas son indignas del hombre. Pero desgraciadamente, por no incurrir en el sacrificio del deber se cae en el olvido del deber; escapamos al acatamiento pero rodamos, por el abandono, hacia la vergüenza.
De dos maneras se puede concebir la disciplina: como observancia de los ordenamientos que fijan la obligación social del individuo y como rigor de la conducta personal. La primera excede los límites de esta obrita; la segunda constituye su propia materia, ya que vamos en busca de una vida fuerte, aprovechada y dueña de sí misma.
Sería inútil vindicar la libertad para rechazar la disciplina o negarla en nombre de la insobornable individualidad, porque donde ella falta no hay respeto por nada ni por nadie, incluso por la propia persona víctima de sus caprichos, de la omnipotencia de sus instintos y del suplicio tantálico de lo pueril.
Así como el atleta prepara sus músculos para soportar los grandes esfuerzos, así hay que adiestrar la voluntad en un ejercicio severo, para que logre el lauro en las justas de la inteligencia.
Disciplina es entrenamiento. Una vida disciplinada es menos propensa a dejarse arrastrar por los vicios, el desaliento, los placeres, las influencias perniciosas, los mil embustes y celadas que le salen al paso para encanallarla o deprimirla, que aquella otra sumida en la blandura oriental del sensualismo y la comodidad.
No en balde disciplina en latín significó doctrina, enseñanza o ejemplo -Disciplinae aliis esse, dijo Plauto- y en castellano tuvo aceptación de latiguera, mancomunando así el chasquido del rigor a las salutíferas ventajas docentes que se trenzan en una misma palabra para las dos lenguas.
Hay que aspirar al gobierno de uno mismo y para eso tenemos que ser parcos de entrada; sobrios en la medida en que podamos prescindir de lo más elemental; duros sin disculpas; fuertes hasta el grado de soportar las mayores dificultades y privaciones; incansables para poder lograr el triunfo sobre el sueño, la fatiga y los fracasos; enérgicos, con esa energía reconcentrada que nos permita perderlo todo sin tener una sola palabra de ira y volver a comenzar sonrientes nuestro trabajo.
Por la disciplina se logran tales resultados. Ella prepara el pensamiento, cultiva el gusto, nos aleja de la redundancia y de la retórica, nos hace seguros, claros, precisos; es el buen sentido, como sistema de la vida, llevado a las zonas menos seguras de la ideación, y es esa fuerza que nos permite emplear en la lucha, con eficacia, todas las otras facultades humanas. En fin, una lógica de la energía.
El joven indisciplinado será como un barco sin gobernalle, errando a la deriva por un océano de dudas hasta el momento en que caiga en las restingas trágicas del envilecimiento.
(1) Los antiguos, según Homero, confiaron la educación de Aquiles al centauro Chiron, y Maquiavelo dice en El Príncipe. "Esta alegoría no significa otra cosa sino que tuvieron por preceptor a un maestro, que era mitad hombre y mitad bestia, o sea, que un príncipe necesita utilizar a la vez o intermitentemente de una naturaleza y de otra, y que la una no duraría si la otra no la acompañara". Napoleón, en sus comentarios a la obra, festeja la maquiavélica exégesis. Conformémonos, por nuestra parte, con que el legendario "magister" sea, mitad evangélico y mitad reglamentario para provecho de nuestra sociedad.
-- Alberto CASAL CASTEL...
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