jueves, 14 de junio de 2012

INIMITABLE CHARLES DICKENS. Por James NATHAN MILLER.

Dotado de una rara combinación
de genio y de energía, alcanzó 
uno de los mayores triunfos en 
la historia de la literatura.
                                                  EN OPINIÓN de gran número de críticos, las novelas de Dickens se hallan a la misma altura de las piezas teatrales de Shakespeare en la literatura inglesa. Muy probablemente, Dickens ha proporcionado mayor placer a mayor número de personas que cualquier otro escritor.

   La carrera del famoso novelista fue singular, y quizá no se ha visto nada igual ni antes ni después. Se la tiene por uno de los mayores triunfos registrados en los anales de la literatura, y dio comienzo, dignamente, con una pareja cómica que Dickens concibió en 1836.

   Sucedió que una empresa editora buscaba un escritor capaz de redactar un comentario divertido a propósito de unas estampas de temas de caza que proyectaba publicar para venderlas a chelín por estampa. Alguien recomendó los servicios de cierto periodista del Chronicle, de Londres: un tal Charles Dickens, alegre muchacho de 24 años de edad, dotado de fogoso talento humorístico. Dickens aceptó inmediatamente aquel encargo. Pero era hombre criado en la ciudad, en el seno de una familia pobre ( a los 12 años de edad desempeñaba un humilde oficio en una bodega de Londres, y su padre había cumplido condena en una cárcel reservada a los deudores), así que no sabía un ápice del arte de la caza. Por tanto, propuso cambiar el tema proyectado por el de las aventuras de un grupo de señores desmañados que recorren Inglaterra y se meten en un lío tras otro.

    Las tres primeras entregas de la serie, de la que era protagonista Samuel Picwick, negociante gordiflón ya jubilado, fueron un desalentador fracaso. en tal punto Dickens introdujo en la narración a un garboso muchacho de los barrios bajos londinenses, al que dio el nombre de Sam Weller. De ahí en adelante, la novelesca serie se convirtió en mina de oro puro y en el punto de partida de la carrera de Charles Dickens.

   Al crear a Pickwick y Weller, Dickens dio vida a la que es sin duda la pareja cómica más eminente de la literatura universal. Apenas ocupó el desenvuelto Sam el puesto de mozo y ángel guardián del inocente Samuel Pickwick, los críticos literarios dieron en ocuparse de amo y criado, y los lectores en buscar ávidamente las entregas de la obra.

   A los pocos meses cada entrega alcanzaba una venta de 40,000 ejemplares y la afición a Pickwick se extendía por toda Inglaterra, hasta alcanzar las proporciones de una verdadera locura. Con el nombre de Pickwick se fabricaban cigarros, sombreros y bastones; con el de Weller, pantalones, y muy pronto apareció una horda de imitadores de Pickwick. En los vecindarios pobres la gente reunía sus peniques en un fondo común para adquirir los ejemplares del folletín y pasarlos de mano en mano. "Es dudoso que otra obra de literatura, anterior o posterior a esta, haya despertado jamás tan enorme y general entusiasmo", escribe Edgar Johnson en su voluminosa y encantadora, a la vez que definitiva biografía del novelista: Charles Dickens: His Tragedy and Triumph ("Tragedia y triunfo de Charles Dickens"). En pocos meses aquel periodista casi desconocido llegó a ser el escritor que gozaba de mayor popularidad en toda Inglaterra.

   La razón de ello es muy sencilla: Dickens poseía una imaginación ilimitada. De su cabeza brotaban incesantes personajes y situaciones (él mismo comentaba que oía lo que decían sus personajes antes de que él lo escribiera). Si en las páginas de The Pickwick Papers era Sam Weller quien, con su ingeniosa conversación, arrancaba al lector las más ruidosas carcajadas ("Dile a tu señora madre, mi infantil fenomenor, que quiero parlar con ella") lo que dio a esta obra la inmortalidad de que goza, fue el conjunto de más de 300 fantásticos personajes secundarios surgidos de la desbocada fantasía del autor. Allí figuraban un sujeto conocido por Céfiro, que sabía hacer la imitación de una carreta llena de gatos; el Rollizo, un chico que padecía una hambre insaciable y se dormía siempre que iba a cumplir algún encargo; y el padre de Sam Weller, hombre de conversación disparatadamente fantasiosa, como podrá juzgarse por su admirativo comentario acerca de la forma en que Sam vaciaba un vaso de cerveza: ""Tienes una escelente capacidá de succión, Samuelillo. Habrías sido una ostra estraordinariamente capaz, si hubieras venido al mundo con esa calidá".

   Un sujeto original. ¿Qué clase de hombre era quien daba rienda suelta a esta chifladura singular, demasiado real para calificarla de fantasía, demasiado caprichosa para clasificarla como real? Charles Dickens era sin duda un sujeto original, un personaje escapado precisamente de alguna de sus propias novelas. (Por cierto que él mismo se introdujo en uno de sus libros, donde, invirtiendo las iniciales de su nombre, se dio el de David Copperfield.) Cierto amigo suyo contaba de la vez en que lo acompañaba en un paseo por los barrios bajos de Londres. Dickens marchaba detrás de un chiquitín a quien el padre llevaba recostado sobre el hombro, y el novelista iba metiendo cerezas en la boca abierta de la criatura, mientras el padre seguía andando, ajeno a lo que pasaba. Durante una comida, sentado al lado de la joven esposa de un prominente médico norteamericano, Dickens empezó a reír cuando la oyó dirigirse a su marido con un término afectuoso por entonces desconocido: tan gracioso le pareció, y Dickens rió tan violentamente, que se cayó del asiento y acabó en el suelo, donde ya sólo se le veían los pies, que agitaba frenéticamente en incontenible ataque de hilaridad.

   Mas aquella traviesa bufonería ocultaba un genio impulsado por la energía de una dinamo. Cuando pidieron, hace poco, a la directiva de intelectuales de la British Broadcasting Corporation (BBC) que dijera cuáles eran, en su opinión, las dos mejores novelas del mundo, la directiva, por unanimidad, eligió La guerra y la paz (de León Tolstoy)  y The Pickwick Papers. Sin embargo, al mismo tiempo que el joven Dickens componía esta obra monumental, dirigía la publicación de una nueva revista literaria, escribía el libreto para una opereta, y, a fin de satisfacer la repentina demanda de más obras de Dickens, acometía la tarea de redactar una segunda novela, que se titulará Oliver Twist.

   A partir de entonces, y durante el resto de su vida, el escritor siempre estuvo trabajando simultáneamente en dos o tres obras importantes. Aún no había terminado de escribir Oliver y ya comenzaba la composición de Nicholas Nickleby; y antes de que hubiera dado cima a Nicholas ya estaba preparando The Old Curiosity Shop. Durante todo este tiempo se ocupaba también en dirigir y escribir par la revista mencionada, en colaborar en la redacción de obras dramáticas, en sostener una copiosa correspondencia y en actuar en compañías teatrales de aficionados para dar rienda suelta a lo que en él era afición definida.

   Dickens ofrecía algunas lecturas públicas de sus obras, lo cual llegó a ser el espectáculo más popular de su tiempo. Era consumado actor y hacía de tales lecturas una representación tan vívida, que incluso se le criticó por su interpretación de una escena de la más famosa de esas lecturas: la del brutal asesinato de Nancy por Sikes en Oliver Twist, durante la cual Dickens, ya rugiendo, ya gritando, encarnaba a la vez al asesino y a su víctima. Se le criticó severamente porque en cada función se desmayaban muchas señoras.
  
   El lucero nacional.  Aunque parezca increíble, la carrera de Dickens no tuvo nunca un clímax, pues toda ella constituyó su apogeo. desde la aparición de Sam Weller en 1836 hasta el día en que Dickens murió, en 1870, mientras escribía The Mystery of Edwin Drood, su carrera fue como una haz de luces a cual más brillante. Apenas se terminó  de publicar Oliver Twist cuando ya se ofrecían en Londres, simultáneamente, no menos de tres versiones escénicas de la novela. De The Old Curiosity Shop se vendieron 100.000 ejemplares, número hasta entonces sin precedente, y cuando tocó puerto el barco en que llegaba a Nueva York una de las entregas culminantes, una muchedumbre recibió a la tripulación preguntándoles: "¿Ya murió Nell?" (refiriéndose a la heroína de aquella obra).

   En 34 años  Dickens escribió 15 volúmenes (además de centenares de artículos y cuentos), y cada uno fue fue un éxito de librería. Incluso cuando el autor pasaba de sus temas humorísticos y jubilosos a la colérica protesta social, como en sus sombrías novelas Bleak House y Our Mutual Friend, en que arremetía contra el mal y la codicia, el público devoraba sus libros.

   Por supuesto que algunos de los personajes de Dickens se convirtieron en tema general de conversación: Fagin, Uriah Heep, Micawber, Pecksniff, Scrooge, Tiny Tim, Litttle Nell. Pero como en el caso de The Picwick Papers, estos personajes principales constituían apenas lo más destacado del conjunto; eran sólo la parte visible del iceberg. Lo que daba a las obras de Dickens enorme hondura y gran vigor eran los millares de figuras secundarias que el escritor introducía constantemente en la narración para que se mezclaran con las principales. Lo cierto es que, en cuanto a abundancia y sutileza, una novela de Dickens equivale a una catedral gótica. Vista de lejos, su silueta nos parece muy sencilla; sólo cuando nos acercamos vemos que en realidad es una intrincada red de centenares de adornos, de gárgolas y figuras grotescas espléndidamente trabajadas. Y sólo entonces nos damos cuenta de que es obra de genio.

   Dickens no dudó nunca de su valía. A sí mismo se decía, entre veras y bromas, "El inimitable" o "El lucero nacional", y en sus tratos con los editores insistía siempre en que la parte del león de los ingresos obtenidos de sus novelas correspondiera al genio que las producía. con  ello Dickens hizo fortuna, y a su muerte dejó la suma de 93,000 libras esterlinas, o sea el equivalente actual de varios millones de dólares. La riqueza, sin embargo, no lo llevó nunca a exceder los límites de la confianza en sí mismo, ni a la egolatría.

   Ni cuando se convirtió en acaudalada celebridad internacional, en propietario de una finca campestre y señor de buen número de criados, olvidó los horrores de su miserable juventud ni dejó de combatir a la autoridad establecida (a la que llamaba la Oficina del Circunloquio). Hasta el fin siguió siendo luchador radical contra los abusos de que eran víctimas los menesterosos en los tribunales, en los barrios humildes, en las prisiones y fábricas de la reina Victoria.

   Dickens murió en 1870, a los 58 años de edad, y los comentaristas concuerdan en que fue su incesante trabajo lo que le llevó a la tumba. Ciertos observadores están convencidos de que Dickens buscó la muerte a sabiendas; de que su extinción fue un lento suicidio provocado por un matrimonio infeliz y por la creciente desesperación que Dickens sentía ante las injusticias de la sociedad. Cualquiera que fuera la causa, la muerte del escritor constituyó una pérdida abrumadora para el pueblo inglés. Aunque Dickens había manifestado el deseo de que lo sepultaran con sencillez, se le enterró con gran pompa en la Abadía de Westminster, y durante los tres días que el féretro permaneció expuesto en la fosa abierta, millares de personas desfilaron en silencio ante el cadáver. Todos sabían bien que jamás había existido un escritor como Dickens, y que jamás volvería a existir.-
                                                  -- James NATHAN MILLER.

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