En los primeros
tiempos, al altar se le llamó “Cristo”, exactamente igual que se llamaba
“Cristo” o “el cuerpo de Cristo” a muchas otras cosas : a la congregación, a la
casa en que se reunía y, muy generalmente, a la tierra. Y se entendía tan a la
letra, que se comparaban con el cuerpo de Cristo las distintas partes del
edificio. La nave con el tronco, el
transepto con los brazos en cruz y el coro con la cabeza. De esta forma,
Cristo estaba perpetuamente colgado en la cruz, y, como al morir inclinó la
cabeza, según dice el Evangelio, a veces se daba al coro, al construirlo, un
ángulo de inclinación con respecto a la nave. Y así, siguiendo esta imagen –que
era mucho más que una mera comparación- cuadraría perfectamente denominar el
altar cabeza o corazón del Señor. Tal fue seguramente lo que se pretendía.
Al hombre moderno
le resulta muy difícil tomarse en serio semejantes ideas. Suele objetar que se
basaban en falsas concepciones de la vida, que se confundían los niveles, que
no se distinguía bien entre realidad e imagen. Puede que haya en todo esto algo
de verdad. Pero, aun así, debe replicarse que el concepto medieval de la vida
no era un concepto ingenuo, y que en la afirmación de que esto o aquello “es”
el cuerpo, esta palabrita “es” queda completamente abierta y apta para
entenderse en los más diversos planos. La razón decisiva para las objeciones
modernas no pueden fundarse ahí. Lo cierto es que la Edad Media supo cómo
construir iglesias y que las suyas lo fueron de verdad.
En realidad, lo que
nos separa de aquellas antiguas doctrinas no es tanto su contenido como las
diferencias de lenguaje. Hoy día ya no asociamos las mismas imágenes a las
palabras y damos otras significaciones a viejos términos. Cuando en aquel entonces,
hablaban del “cuerpo”, o del “cuerpo de Cristo” es probable que quieran decir
algo muy diverso de lo que nosotros queremos
hoy dar a entender cuando hablamos de nuestro cuerpo. Por lo cual, y
para empezar, debemos esforzarnos en ver claramente lo que los medievales
entendían por “cuerpo”.
No es difícil
deducirlo al observar las primitivas pinturas que representaron el cuerpo en
estado de santidad. Los cuerpos aparecen como algo radiante, y para ello se
usan los colores vivos, colores todos inflamados, refulgentes. Y la cabeza
brilla envuelta en un “halo” como de rayos de sol.
Hay una jerarquía
en los colores de esas pinturas, una escala que culmina en el blanco más
brillante y en el oro con que se representa la eterna luz que rodea a los santos.
También se pinta en
ellas el cuerpo condenado y réprobo. Hay asimismo un orden en esos colores de
los condenados, orden cuyo escalón más bajo es el de la llama de un fuego
maligno, abrasador de entrañas. Y la abismal oscuridad en que todo eso está sumido
es la negrura de la condenación, muy
distinta a la negrura de la noche del Nacimiento, la cual rodea con otros
colores al luminoso Niño del pesebre.
En aquellas
pinturas se patentiza que el cuerpo santo es un ser luminoso, algo así como una
estrella, y evidentemente se adjudicaba a los colores una significación de
eternidad : en el color de la mandarla hallaba expresión la verdadera esencia.
Y las gentes creían que el luminoso poder del cuerpo podía corromperse y
tornarse en su maligno opuesto. Recordemos que la Escritura nos refiere
cosas parecidas a éstas. Por ejemplo, cuando dice que “resplandecía” el rostro
del Señor o el de san Esteban, y en el caso del último añade como explicación
que él estaba mirando a lo alto y veía “toda la anchura de los cielos abierta”.
En el tímpano de
Estrasburgo, donde está representada la muerte de la Virgen , una réplica de su
cuerpo agonizante escapa de él y el Señor la tiene ya en su mano.
Esto es lo que
perdura : el cuerpo del alma, o sea, el alma del cuerpo. Se la representa
exactamente igual que el cuerpo muerto, sólo que en un tamaño mucho menor. Pero
esto no significa que carezca de importancia, cual si fuera meramente un
despojo, sino que quiere decir que ella es la intrínseca realidad, la esencial
del cuerpo que, auque no esté limitada a ningún tamaño determinado, se halla de
hecho obligada por las leyes estructurales de la forma y del crecimiento
corpóreos.
En el magnífico
portal de Autún se representa el Juicio Final. El Señor, de elevada estatura,
aparece sentado entre el cielo y la tierra para separar la vida de la muerte.
María es también muy grande y los ángeles sólo un poco más pequeños. Estos
grandes ángeles están sacando a la gente de sus sepulcros y los hombres son tan
pequeños que cuesta creer que todo el conjunto de la escena sea únicamente para
ellos, para juzgarlos. Pero a las “almas”, a los “espíritus”, no se les
representa, porque hubiera sido contrario a la fe en la resurrección de la
carne. Son hombres verdaderos, de carne y hueso, los que están saliendo de sus
tumbas, y es el mismo Señor el que está allí, el Señor cuya encarnación, su
histórico hacerse carne, los cristianos siempre lo han entendido tan
impresionantemente a la letra. Y la tremenda majestad y el poder del Señor y su
Cuerpo glorioso, resaltando sobre los humanos, sólo podían evidenciarse con la
gran diferencia de tallas.
Los pintores veían
la historia desde el punto central de una perspectiva absoluta y dentro de esta
perspectiva esencialista, las diferencia de tamaños salta a la vista de por sí.
Cuando, al correr de los tiempos, vino la escuela de la pintura histórica, ya
se había perdido el primitivo arte de la perspectiva, pero esta nueva
perspectiva partía de un punto de mira completamente accidental, arbitrario, y
ponía todas las cosas en relación con él.
Si reunimos un gran
número de datos, tomándolos del arte, de la vida de los santos y también de las
doctrinas –por ejemplo, de la relativa al cuerpo transfigurado- iremos
adquiriendo alguna idea de lo que las gentes de aquel entonces asociaban en sus
vidas a la palabra “cuerpo”. Eran sobre todo dos cosas :
La primera y
principal, que el cuerpo era algo que había de tomarse muy en serio. Creían de
enorme importancia cada uno de sus detalles, entendiendo a la letra las
significaciones que se les atribuían. Lo aceptaban de un modo del que hoy no
somos ya capaces. Incluso la comparación del edificio de la iglesia con el
cuerpo del Señor hubiese sido inconcebible de no haberse dado aquella absoluta
seriedad en la manera de considerar la trama del cuerpo. La forma humana era a
sus ojos una representación de la forma absoluta. El cuerpo no se había ido
desarrollando como una serie continuada de accidentalidades, sino que el
Creador mismo lo había hecho así en conformidad con el plan sagrado. Para ellos,
este cuerpo tangible, de la realidad cotidiana y en su cotidiana estructura,
había sido creado “a imagen de Dios”. Dios había impartido en él su propia
forma, la primera vez el día sexto de la creación, según lo describía el
Génesis, y luego, una vez más, cuando el Verbo se hizo carne. En el Salvador,
en su sagrado cuerpo y en lo que él
visiblemente se hizo y llevó a cabo, se esclareció la primera
revelación, siendo superada y fundada de nuevo. Y de entonces acá todo verdadero
crecimiento y toda vida santa habían imitado esta revelación que había tomado
forma en la historia, ya que en el cuerpo del Señor lo eternal se había hecho
visible.
Más – y esta es la
segunda cosa -, el cuerpo que veían con tal realismo no estaba cortado según un
patrón rígido. La misma naturaleza de su
apariencia, que tan en serio se tomaban, era la clave de la riqueza de las
formas en una vida libre y radiante. El cuerpo era al mismo tiempo algo dado y
algo que siempre era hecho de nuevo. Podía convertirse en cualquier cosa. No
estaba limitado a un determinado tamaño ni a una forma definida, y sin embargo
poseía una estructura eterna: podía asumir primero una forma y después otra y
seguir siendo, no obstante, a través de esas transformaciones, siempre el
mismo. Era el cuerpo una obra que tenía que ser realizada continuamente por
Dios y por el alma, a medias, en interpretación siempre nueva dentro de una
vida de libertad. Hasta el hecho de que los santos fuesen muchas veces duros
con el cuerpo demuestra en el fondo no tanto una mortificación del mismo cuanto
una forma sagrada de interpretarlo. Si el cuerpo no les hubiese significado
nada no le habrían tratado como lo hicieron.
Estas son, pues,
aproximadamente, las premisas para afirmar que la congregación o el edificio
mismo de la iglesia son el gran cuerpo sacrosanto del Señor. Quien así lo ve, cree que el cuerpo del Señor es
tan rico como para poder asumir todas esas formas. Y cree al mismo tiempo que la
estructura corpórea es la forma de lo eterno, de suerte que allí donde la
eternidad se corporiza se hace visible esta articulación. Las grandes iglesias
y catedrales son para él todo un cosmos, una revelación de la arquitectura
eterna, forma objetiva prefijada por Dios.
Por mi parte creo
que la sagrada objetividad de estos viejos conceptos es verdadera y que
nosotros tendremos que convertirnos a ella.
*Tomado de The
Church Incarnate.
ANTOLOGÍA : Pensadores Católicos Contemporáneos.
Condensado por el editor.
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