Fenómeno tan extraño ha podido así tentar
hasta la reconocida ciencia de Jung (psicólogo doblado de esotérico poeta – en
esto exactamente como el mismo Kafka)
hasta el extremo de tomar el efecto por la causa y – visionario él mismo—ver un nuevo ser colectivo, especie
de cuerpo místico, paradójicamente laicizado, al que, para llamarlo de algún
propio modo, tiene que acudir a la patrística terminología oriental que bien
denominó pléroma al verdadero cuerpo
místico. Remoza Jung el término al secularizado, y crea así una
imposible especie de comunión de los santos sin santos. Y he dicho “efecto por
causa”, porque la causa psicológica de la obra poética no es ese inexistente
cuerpo sin cuerpo y sin cabeza (sin Cristo), sin libertad ni responsabilidad,
sino, precisamente, el existente mismo, el hombre en su más profunda intimidad
descubierta en el dolor como una gracia y que, sólo así madurado, es, entonces
sí, como la antena de ese pléroma. Y,
por eso, en toda gran obra artística, en
toda obra maestra, hay ese acento de eternidad.
Pero, en este psicólogo, que parece él
también ignorarse como poeta, hay bellísimas expresiones que como a ningún otro
escritor contemporáneo convienen a Kafka: “la visión representa una vivencia
más profunda y más fuerte que la pasión humana… símbolo real, a saber: la expresión de una entidad desconocida
[lo desconocido es el hombre hasta para el mero psicólogo]. La visión es una
vivencia real de un hecho real. La vivencia de una pasión humana se halla entre
los linderos de la conciencia, el objeto de la visión, en cambio, cae fuera de
ellos. El sentimiento nos hace vivir cosas conocidas; el Ahnung, el vislumbre, en cambio, nos revela cosas desconocidas y
ocultas… del reino de la noche”. Sí, pero en el artista todo eso nace de la
sensibilidad, mas de la sensibilidad en todos los planos: en el plano sensual
de la carne como en el del alma y el espíritu, como el de ese misterioso hueco
abierto que sólo la gracia puede llenarlo. “La vivencia primaria –agrega, en
movimiento poético ascendente—es algo que carece de palabra y de imagen, pues
es una visión en el “espejo oscuro”.
Así, en efecto aparece la visión kafkiana. “Lo único que puede expresarse es el
vislumbre. Es como el remolino de viento que se apodera de cuanto encuentra a
su paso, lo levanta y cobra así forma visible”. Así también aparece la creación
de Kafka. Y esto no es novela ni poesía.
No es el fantasma del alma colectiva el que
dicta el poema sino que, del poeta de carne y hueso, toda su alma única,
florecida en poesía, llega al alma d la humanidad. La poesía es de lo más hondo
de uno solo para lo más hondo de todo por eso mismo. Pero, el efecto en los
demás no es sino: efecto. Este es como una gracia otorgada por añadidura al
prístino don de la íntima poesía.
Más acertado, acaso por más poeta, anda
Henri Bonnet al hablar de Kafka en el apartado precisamente intitulado “Pasaje
de lo novelesco a lo poético”. Sabido es que para él, con muy buenas razones,
los géneros literarios fundamentales son Novela
y Poesía, título, por cierto, de su libro. Interesantísimo el desarrollo,
como así también la ejemplificación de esta distinción, mas fuera de lugar aquí
donde sólo impone lo referente a Kafka en sólido apoyo de nuestra tesis:
“advertiremos que a medida que el elemento simbólico se vuelva de más
importante, a medida que la obra de arte por este medio, más cosas diga, en
resumen: a medida que el símbolo, la sugestión indirecta, predominen sobre el
relato, sobre la objetivación, crecerá y se impondrá el interés poético.
Veremos así, poco a poco, condensarse el símbolo mismo en imágenes y en
metáforas y dar lugar al estilo y al placer poético puro. Encontraremos aquí la
prueba de que los medios de expresión puramente novelescos pueden ser
utilizados de tal modo que queden transformados en medios de expresión
puramente poéticos”.
Las obras de Kafka son, precisamente, “obras
cuyo interés novelesco sigue siendo importante, mas donde el interés poético
adquiere, sin embargo, una forma más notable, más personal…”.
Conclusión: la novela es la imaginativa
individualización de lo universal. La poesía, la visionaria universalización de
lo individual.
No deja de ser curiosa que la siguiente
observación de Santayana con respecto a Dante pueda ser exactamente aplicada a
Kafka: “Sólo un poeta inspirado podría ser un tan penetrante moralista. Sólo un
profundo moralista podría ser un tan trágico poeta”. Pero Kafka en esto también
lo mismo que Dante va mucho más allá de lo simplemente moral.
También para él, el castigo mismo no es algo
añadido al pecado sino la persistencia de la culpa misma horrorizando al alma
que la deseó y la cometió. Y entregarse a un amor humano que no sea más que eso
es ya para él ese anticipo del infierno. No quiere amar sino con amor de eternidad,
unido por lo tanto al amor de la divinidad.
“El amor carnal eclipsa entonces al amor
celeste; no lo podría por sí mismo, pero por llevar consigo el amor celeste
inconscientemente, lo consigue”. (269)
KAFKA Y EL
TIEMPO
La ordinaria concepción del tiempo físico
del reloj, había en realidad, reducido el tiempo al espacio. Así, la angustia
del tiempo trocóse en angustia del espacio. Este espacio del mundo de hoy es el
espacio de las barreras, los muros y las fronteras. Y más allá de cada muro, un
idioma distinto: la total incomprensión, la discusión sin sentido… la guerra de
exterminio. Pero, el hombree vuela ya
sobre barreras, muros y fronteras: la velocidad ha achicado a la tierra:
el tiempo se ha tomado su desquite del espacio. Mas, este tiempo tampoco es la
vida porque la vida de este tiempo es una gran prisa de acabar. El hombre de
este tiempo, por verse sólo como tiempo, pierde el tiempo, y, con su tiempo, se
pierde a sí mismo, porque el hombre es tiempo, pero para la eternidad: tiempo
hacia la eternidad. Mientras siga siendo sólo tiempo, por más que vuele muy por
encima de los más altos muros, seguirá su avión encontrando barreras siquiera
sea en los aviones contrarios de su cielo, seguirá sin entenderse, continuará
agonizando, proseguirá muriendo prematuramente: malográndose.
Todo esto en lo más sutil de nuestra
sensibilidad hondamente lo sentimos ante las letras kafkianas. Gran artista,
Kafka, impresionante solitario, encontró un único y altísimo esperanto: la
poesía. Vio, acaso como ninguno, que también los poetas, y en grado máximo, por
su misma sensibilidad, han sido víctimas de una nefasta concepción del tiempo y
del espacio; en realidad, funesta concepción del hombre. Añoró, como pocos, una
época --¡qué lejana!—en que el reloj no era un reloj de artesanía, matemático
marcador de restas o sustracciones de los minutos de la vida, tic-tac de
agonía, sino un reloj de artífice, no de disminución, sino señalador del
acrecentamiento de la vida misma, en cada instante, en el incesante crescendo del amor eternal divinizante:
era el reloj de la variedad sin variación: el reloj de la Eternidad, el reloj
de la divina poesía, el reloj de Dante, el de San Juan de la Cruz y de
Calderón: el de
l’amor che
move il sol e l’altre stelle;
el reloj de
Dios.
Ahora bien: pensad la tragedia de un hombre
que siente muy, muy hondo que no puede vivir sino de acuerdo con este único
reloj y que, sin embargo, tiene que vivir en un medio y en una familia para
quienes los minutos no son sino plata y que, para colmo, tiene como oficio el
de calcular los minutos de la vida humana en vista a una ganancia de dinero a
costa de la muerte del prójimo: sabido es que era agente de una compañía de
seguros este poeta de la eternidad.
Imaginemos su sensibilidad: él, como buen
solitario era buen silencioso y, a pesar de ello, y precisamente cuando quedaba
mudo ante el dolor ajeno en la vecindad de la muerte, tenía que ser elocuente
para colocar una póliza convertible en metal.
Todo esto era un taladro con el cual iba
ahondando en sí mismo. De tales hontanares había de comenzar a brotar una
poesía de la eternidad.
Tiempo y eternidad siempre anduvieron mucho
entre filósofos y poetas, como no podía menos de ser, pero, ¡qué
angustiosamente en los últimos tiempos y particularmente en la sensibilidad de
los verdaderos poetas! Kafka tenía esa sensibilidad hipertrofiada del
romanticismo victorhuguesco, pero a la vez –hombre complejísimo con un candor de
niño—tenía una vigorosa y muy viril concepción romántica –nada romanticona—del
mundo y de la vida (Novalis, Cazote, Nodier, Nerval), a la manera nórdica, como
de varón que desprecia las deleznables realidades terrestres por las verdaderas
realidades celestes. Está tan lejos de ser un mero exaltador del yo cuanto de
ser un adorador del momento presente. Sabe, como pocos, que el hombre solo es
un pésimo edificador del hombre. Se aproxima a la concepción de Jouffroy, para
quien “La verdadera poesía sólo expresa una cosa: los tormentos del alma humana
ante la cuestión de su destino”. La concepción poética de Kafka coincide, en lo
esencial, con la de los grandes genios modernos. Bien le viene a él también la
concepción dostoiewskiana: “La poesía es Dios en los sueños de los hombres”.
Sólo que él le ve más la cara de la justicia que la cara de la misericordia y
por eso se le convierte en pesadilla. Como en Kierkegaard, en quien se abisma,
así como en la lectura de la Biblia, de Pascal y de Dostoiewski. Así se explica
que el problema de Cristo lo haya atormentado. No parece una simple casualidad que sus dos mayores amores hayan sido dos
mujeres cristianas, católicas. Así comenzó sus Meditaciones sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza y la
verdadera vía, punto de partida de su intento de salvación terminado
aparentemente en el fracaso de la negación, pero que, a la postre, se convierte
en la negación del fracaso. Exclama: “Tómame, tómame forjador de dolores y de
locura…Ten piedad de mí: soy pecador hasta en los más pequeños pliegues de mi
ser; no me arrojes entre los condenados”.
Luego, si es “literatura negra” no por eso
deja de ser, al fin, literatura esperanzada. “nadie como Kafka, escribe
Emmanuel Mounier, nos deja suspendidos en la miseria y el abandono. Nadie, sin
embargo, como él nos da el sentimiento más agudo de una trascendencia y de una
esperanza posibles. Solamente posibles”.
Se tortura porque cree condenada la
esperanza y, cuando se propone demostrarlo, se sigue torturando porque siente
muy dentro de sí mismo que, por más que haga, no está del todo condenada.
Luego, al fracasar su esperanza de poner fin
a la esperanza, nace en él la verdadera esperanza.
En esto no hay hesitación alguna en este
varón de las perplejidades: entre el tiempo y la eternidad, opta decididamente
por ésta con todos los sacrificios y tortura que ello implica para él:
Tiempo: el mundo del hombre: la culpa.
Eternidad: la santidad de Dios.
Él siente que el tiempo se le está acabando
al hombre. Y la eternidad se le está viniendo encima. Y para afrontarla, en
medio de un mundo seco y yerto, el hombre siente una escondida pero enorme sed
de santidad. Tan grande y tan intensa que la autoridad de Pierre Blanchard
afirma en Sainteté d’aujourd’hui:
“Curiosos de todas las cuestiones, se estime hoy a justo título, que la
santidad es el más apasionante de todos los problemas… San Juan de la Cruz y
Santa Teresa de Jesús son hoy los autores favoritos”…
Pero, he aquí que estos dos favoritos de la
actualidad –prueba: los numerosos libros que sobre ellos se escriben – son,
precisamente, dos máximas luminarias en el cielo de la poesía a la vez que dos
portentos de la santidad.
Y este es el verdadero drama de Kafka: una
enorme vocación de santidad por anhelo de eternidad y una pavorosa parálisis de
la voluntad ante el agobio de un espacio asfixiante y de un tiempo vacío: he
ahí su tuberculosis de alma y cuerpo. Pero él, artista, con las escasas fuerzas
que le quedan, en un esfuerzo heroico, deja una grandiosa concepción poética de
este drama humano, tanto más desgarrador éste y tanto más poética aquella
cuanto que al final quiso destruir su propia obra.
Por eso: por este dolor contagioso se cierra
el espíritu ante esta concepción poética de la obra kafkiana, y así no se la
capta y sólo se ve al novelista visionario o al pensador que nos descubre a lo
vivo las llagas de nuestro tiempo: el atormentador engranaje de la burocracia,
la ciega incomprensión, la reducción del hombre a ficha, la implacable
persecución, el ser humano acosado. En esto, sí lo siguen todos, porque ello a
todos interesa, porque del
reconocimiento del mal puede venir el alivio y hasta la comodidad y el placer que por sobre todas las cosas se
busca hoy. Pero, en cambio no se abren los ojos del alma ante esta poesía del
mayor dolor que es la del hombre sin Dios y que no puede vivir sin Él. Ver esto
es menos cómodo; tiene consecuencia que nada tienen que ver directamente con el
inmediato alivio o con el placer sino que, muy al contrario, son, ante todo,
renuncia, sacrificio, acaso martirio. Es que en Kafka, como en todo verdadero
poeta, la poesía es una disposición
natural para lo religioso, y toda la literatura, como para Mallarmé, no es
más ese poquito de negro sobre blanco que encierra un infinito. Sólo que en
Kafka lo negro no es solamente la tinta sino la negrura del infierno en la
tierra, y, por contraste, la mayor nitidez del Infinito, del Absoluto, de la
Eternidad.
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