lunes, 1 de diciembre de 2014

KAFKA ANTE LA PSICOLOGÍA Y LA PSICOLOGÍA ANTE KAFKA / Juan Carlos GARCÍA SANTILLÁN

   Fenómeno tan extraño ha podido así tentar hasta la reconocida  ciencia de Jung  (psicólogo doblado de esotérico poeta – en esto exactamente   como el mismo Kafka) hasta el extremo de tomar el efecto por la causa y – visionario  él mismo—ver un nuevo ser colectivo, especie de cuerpo místico, paradójicamente laicizado, al que, para llamarlo de algún propio modo, tiene que acudir a la patrística terminología oriental que bien denominó pléroma al verdadero cuerpo místico. Remoza Jung   el término al secularizado, y crea así una imposible especie de comunión de los santos sin santos. Y he dicho “efecto por causa”, porque la causa psicológica de la obra poética no es ese inexistente cuerpo sin cuerpo y sin cabeza (sin Cristo), sin libertad ni responsabilidad, sino, precisamente, el existente mismo, el hombre en su más profunda intimidad descubierta en el dolor como una gracia y que, sólo así madurado, es, entonces sí, como la antena de ese pléroma. Y, por eso,  en toda gran obra artística, en toda obra maestra, hay ese acento de eternidad.
   Pero, en este psicólogo, que parece él también ignorarse como poeta, hay bellísimas expresiones que como a ningún otro escritor contemporáneo convienen a Kafka: “la visión representa una vivencia más profunda y más fuerte que la pasión humana… símbolo real, a saber: la expresión de una entidad desconocida [lo desconocido es el hombre hasta para el mero psicólogo]. La visión es una vivencia real de un hecho real. La vivencia de una pasión humana se halla entre los linderos de la conciencia, el objeto de la visión, en cambio, cae fuera de ellos. El sentimiento nos hace vivir cosas conocidas; el Ahnung, el vislumbre, en cambio, nos revela cosas desconocidas y ocultas… del reino de la noche”. Sí, pero en el artista todo eso nace de la sensibilidad, mas de la sensibilidad en todos los planos: en el plano sensual de la carne como en el del alma y el espíritu, como el de ese misterioso hueco abierto que sólo la gracia puede llenarlo. “La vivencia primaria –agrega, en movimiento poético ascendente—es algo que carece de palabra y de imagen, pues es una visión  en el “espejo oscuro”. Así, en efecto aparece la visión kafkiana. “Lo único que puede expresarse es el vislumbre. Es como el remolino de viento que se apodera de cuanto encuentra a su paso, lo levanta y cobra así forma visible”. Así también aparece la creación de Kafka. Y esto no es novela ni poesía.
   No es el fantasma del alma colectiva el que dicta el poema sino que, del poeta de carne y hueso, toda su alma única, florecida en poesía, llega al alma d la humanidad. La poesía es de lo más hondo de uno solo para lo más hondo de todo por eso mismo. Pero, el efecto en los demás no es sino: efecto. Este es como una gracia otorgada por añadidura al prístino don de la íntima poesía.
   Más acertado, acaso por más poeta, anda Henri Bonnet al hablar de Kafka en el apartado precisamente intitulado “Pasaje de lo novelesco a lo poético”. Sabido es que para él, con muy buenas razones, los géneros literarios fundamentales son Novela y Poesía, título, por cierto, de su libro. Interesantísimo el desarrollo, como así también la ejemplificación de esta distinción, mas fuera de lugar aquí donde sólo impone lo referente a Kafka en sólido apoyo de nuestra tesis: “advertiremos que a medida que el elemento simbólico se vuelva de más importante, a medida que la obra de arte por este medio, más cosas diga, en resumen: a medida que el símbolo, la sugestión indirecta, predominen sobre el relato, sobre la objetivación, crecerá y se impondrá el interés poético. Veremos así, poco a poco, condensarse el símbolo mismo en imágenes y en metáforas y dar lugar al estilo y al placer poético puro. Encontraremos aquí la prueba de que los medios de expresión puramente novelescos pueden ser utilizados de tal modo que queden transformados en medios de expresión puramente poéticos”.
   Las obras de Kafka son, precisamente, “obras cuyo interés novelesco sigue siendo importante, mas donde el interés poético adquiere, sin embargo, una forma más notable, más personal…”.
   Conclusión: la novela es la imaginativa individualización de lo universal. La poesía, la visionaria universalización de lo individual.
   No deja de ser curiosa que la siguiente observación de Santayana con respecto a Dante pueda ser exactamente aplicada a Kafka: “Sólo un poeta inspirado podría ser un tan penetrante moralista. Sólo un profundo moralista podría ser un tan trágico poeta”. Pero Kafka en esto también lo mismo que Dante va mucho más allá de lo simplemente moral.
   También para él, el castigo mismo no es algo añadido al pecado sino la persistencia de la culpa misma horrorizando al alma que la deseó y la cometió. Y entregarse a un amor humano que no sea más que eso es ya para él ese anticipo del infierno. No quiere amar sino con amor de eternidad, unido por lo tanto al amor de la divinidad.
   “El amor carnal eclipsa entonces al amor celeste; no lo podría por sí mismo, pero por llevar consigo el amor celeste inconscientemente, lo consigue”. (269)

KAFKA Y EL TIEMPO
   La ordinaria concepción del tiempo físico del reloj, había en realidad, reducido el tiempo al espacio. Así, la angustia del tiempo trocóse en angustia del espacio. Este espacio del mundo de hoy es el espacio de las barreras, los muros y las fronteras. Y más allá de cada muro, un idioma distinto: la total incomprensión, la discusión sin sentido… la guerra de exterminio. Pero, el hombree vuela ya  sobre barreras, muros y fronteras: la velocidad ha achicado a la tierra: el tiempo se ha tomado su desquite del espacio. Mas, este tiempo tampoco es la vida porque la vida de este tiempo es una gran prisa de acabar. El hombre de este tiempo, por verse sólo como tiempo, pierde el tiempo, y, con su tiempo, se pierde a sí mismo, porque el hombre es tiempo, pero para la eternidad: tiempo hacia la eternidad. Mientras siga siendo sólo tiempo, por más que vuele muy por encima de los más altos muros, seguirá su avión encontrando barreras siquiera sea en los aviones contrarios de su cielo, seguirá sin entenderse, continuará agonizando, proseguirá muriendo prematuramente: malográndose.
   Todo esto en lo más sutil de nuestra sensibilidad hondamente lo sentimos ante las letras kafkianas. Gran artista, Kafka, impresionante solitario, encontró un único y altísimo esperanto: la poesía. Vio, acaso como ninguno, que también los poetas, y en grado máximo, por su misma sensibilidad, han sido víctimas de una nefasta concepción del tiempo y del espacio; en realidad, funesta concepción del hombre. Añoró, como pocos, una época --¡qué lejana!—en que el reloj no era un reloj de artesanía, matemático marcador de restas o sustracciones de los minutos de la vida, tic-tac de agonía, sino un reloj de artífice, no de disminución, sino señalador del acrecentamiento de la vida misma, en cada instante, en el incesante crescendo del amor eternal divinizante: era el reloj de la variedad sin variación: el reloj de la Eternidad, el reloj de la divina poesía, el reloj de Dante, el de San Juan de la Cruz y de Calderón: el de
                                                                                      l’amor che move il sol e l’altre stelle;
el reloj de Dios.
   Ahora bien: pensad la tragedia de un hombre que siente muy, muy hondo que no puede vivir sino de acuerdo con este único reloj y que, sin embargo, tiene que vivir en un medio y en una familia para quienes los minutos no son sino plata y que, para colmo, tiene como oficio el de calcular los minutos de la vida humana en vista a una ganancia de dinero a costa de la muerte del prójimo: sabido es que era agente de una compañía de seguros este poeta de la eternidad.
   Imaginemos su sensibilidad: él, como buen solitario era buen silencioso y, a pesar de ello, y precisamente cuando quedaba mudo ante el dolor ajeno en la vecindad de la muerte, tenía que ser elocuente para colocar una póliza convertible en metal.
   Todo esto era un taladro con el cual iba ahondando en sí mismo. De tales hontanares había de comenzar a brotar una poesía de la eternidad.
   Tiempo y eternidad siempre anduvieron mucho entre filósofos y poetas, como no podía menos de ser, pero, ¡qué angustiosamente en los últimos tiempos y particularmente en la sensibilidad de los verdaderos poetas! Kafka tenía esa sensibilidad hipertrofiada del romanticismo victorhuguesco, pero a la vez –hombre complejísimo con un candor de niño—tenía una vigorosa y muy viril concepción romántica –nada romanticona—del mundo y de la vida (Novalis, Cazote, Nodier, Nerval), a la manera nórdica, como de varón que desprecia las deleznables realidades terrestres por las verdaderas realidades celestes. Está tan lejos de ser un mero exaltador del yo cuanto de ser un adorador del momento presente. Sabe, como pocos, que el hombre solo es un pésimo edificador del hombre. Se aproxima a la concepción de Jouffroy, para quien “La verdadera poesía sólo expresa una cosa: los tormentos del alma humana ante la cuestión de su destino”. La concepción poética de Kafka coincide, en lo esencial, con la de los grandes genios modernos. Bien le viene a él también la concepción dostoiewskiana: “La poesía es Dios en los sueños de los hombres”. Sólo que él le ve más la cara de la justicia que la cara de la misericordia y por eso se le convierte en pesadilla. Como en Kierkegaard, en quien se abisma, así como en la lectura de la Biblia, de Pascal y de Dostoiewski. Así se explica que el problema de Cristo lo haya atormentado. No parece una simple casualidad  que sus dos mayores amores hayan sido dos mujeres cristianas, católicas. Así comenzó sus Meditaciones sobre el pecado, el sufrimiento, la esperanza y la verdadera vía, punto de partida de su intento de salvación terminado aparentemente en el fracaso de la negación, pero que, a la postre, se convierte en la negación del fracaso. Exclama: “Tómame, tómame forjador de dolores y de locura…Ten piedad de mí: soy pecador hasta en los más pequeños pliegues de mi ser; no me arrojes entre los condenados”.
   Luego, si es “literatura negra” no por eso deja de ser, al fin, literatura esperanzada. “nadie como Kafka, escribe Emmanuel Mounier, nos deja suspendidos en la miseria y el abandono. Nadie, sin embargo, como él nos da el sentimiento más agudo de una trascendencia y de una esperanza posibles. Solamente posibles”.
   Se tortura porque cree condenada la esperanza y, cuando se propone demostrarlo, se sigue torturando porque siente muy dentro de sí mismo que, por más que haga, no está del todo condenada.
   Luego, al fracasar su esperanza de poner fin a la esperanza, nace en él la verdadera esperanza.
   En esto no hay hesitación alguna en este varón de las perplejidades: entre el tiempo y la eternidad, opta decididamente por ésta con todos los sacrificios y tortura que ello implica para él:
   Tiempo: el mundo del hombre: la culpa.
   Eternidad: la santidad de Dios.
   Él siente que el tiempo se le está acabando al hombre. Y la eternidad se le está viniendo encima. Y para afrontarla, en medio de un mundo seco y yerto, el hombre siente una escondida pero enorme sed de santidad. Tan grande y tan intensa que la autoridad de Pierre Blanchard afirma en Sainteté d’aujourd’hui: “Curiosos de todas las cuestiones, se estime hoy a justo título, que la santidad es el más apasionante de todos los problemas… San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús son hoy los autores favoritos”…
   Pero, he aquí que estos dos favoritos de la actualidad –prueba: los numerosos libros que sobre ellos se escriben – son, precisamente, dos máximas luminarias en el cielo de la poesía a la vez que dos portentos de la santidad.
   Y este es el verdadero drama de Kafka: una enorme vocación de santidad por anhelo de eternidad y una pavorosa parálisis de la voluntad ante el agobio de un espacio asfixiante y de un tiempo vacío: he ahí su tuberculosis de alma y cuerpo. Pero él, artista, con las escasas fuerzas que le quedan, en un esfuerzo heroico, deja una grandiosa concepción poética de este drama humano, tanto más desgarrador éste y tanto más poética aquella cuanto que al final quiso destruir su propia obra.

   Por eso: por este dolor contagioso se cierra el espíritu ante esta concepción poética de la obra kafkiana, y así no se la capta y sólo se ve al novelista visionario o al pensador que nos descubre a lo vivo las llagas de nuestro tiempo: el atormentador engranaje de la burocracia, la ciega incomprensión, la reducción del hombre a ficha, la implacable persecución, el ser humano acosado. En esto, sí lo siguen todos, porque ello a todos  interesa, porque del reconocimiento del mal puede venir el alivio y hasta la comodidad  y el placer que por sobre todas las cosas se busca hoy. Pero, en cambio no se abren los ojos del alma ante esta poesía del mayor dolor que es la del hombre sin Dios y que no puede vivir sin Él. Ver esto es menos cómodo; tiene consecuencia que nada tienen que ver directamente con el inmediato alivio o con el placer sino que, muy al contrario, son, ante todo, renuncia, sacrificio, acaso martirio. Es que en Kafka, como en todo verdadero poeta, la poesía es una disposición natural para lo religioso, y toda la literatura, como para Mallarmé, no es más ese poquito de negro sobre blanco que encierra un infinito. Sólo que en Kafka lo negro no es solamente la tinta sino la negrura del infierno en la tierra, y, por contraste, la mayor nitidez del Infinito, del Absoluto, de la Eternidad.

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