Los cristianos están en el mundo. Por lo tanto, están absolutamente
presentes en la violencia del mundo. A menos que concibiéramos el
cristianismo como un poner entre paréntesis, falsamente irónico, las
condiciones objetivas de la desgracia y de la felicidad del hombre,
los cristianos no pueden estar exentos de aliarse, de espíritu, de
corazón y de cuerpo, al servicio de la liberación de los aplastados.
Esta alianza, perfectamente conforme al movimiento de la fe que
descubre en Jesús al Liberador de los pobres, tiende inmediatamente
a leer los signos de los tiempos como signos de Dios, y las acciones
emprendidas por Dios en favor de su pueblo como modelos que hemos
de imitar lo menos mal que podamos, y que hemos de hacer repercutir
como sea en el nivel de las situaciones históricas.
Pensar en otra cosa sería encasillar la Historia sagrada en un libro muerto,
y hacer de Yahvé un personaje mítico que lucha contra un Faraón
pero que se despreocupa de la posteridad de tiranía de los Faraones
de nuestro tiempo.
Se propone, pues, leer la acción de Dios que libera a su pueblo en el hoy
de la opresión sistemática de los pobres.
Les pedimos que se den cuenta de que son libres, plenamente libres
gracias a su cristianismo, para trabajar en las tareas liberadoras.
No se queden satisfechos con las soluciones paternalistas ante el
problema de la lucha de clases.
LOS POBRES por fin han tomado conciencia de su existencia y de su fuerza. Y al mismo tiempo, de su dignidad. Le han tomado la medida a su potencia -- y ahí es donde, si no tienen mucho cuidado--, pueden convertirse también en opresores a su vez. Con la confianza que les inspira esta unidad de la que finalmente se han dado cuenta, se levantan. Y viene la lucha, la guerra. Una lucha y una guerra que Dios no quiere, puesto que lo que Él desea es la unidad de los hombres en la comunión fraterna. Por lo tanto, se plantea entonces una cuestión: ¿Opondremos otra violencia a la violencia de los poderosos? ¿Es esto lo que hizo el Señor, que no se resistió a los violentos? Y una segunda cuestión: ¿Mi solidaridad con los pobres llegará hasta esta violencia? No podemos eludir estos interrogantes. Debemos enfrentarnos con ellos lealmente, bajo la mirada del Señor, y bajo la mirada de los pobres cuya pasión Él asumió.
HEMOS OBSERVADO que Jesucristo nos dejó el mandamiento de amar a los otros como él mismo lo hizo. Y él murió a causa de este amor más que por la maldad de los hombres. "No me quitan la vida, la doy". Y para que este amor fuese más claro, lo más claro posible, se entregó a los malvados sin defensa. "Era necesario para que su gloria se manifestara". Descendió a los infiernos, donde están los "condenados de la tierra", para solidarizarse con su suerte. Lo que importa es hacer como el Señor, unirse a esa humanidad despreciada por los poderosos y permanecerle fiel hasta el fin. Porque es con esta solidaridad como se manifiesta la gloria del Señor. En una situación en la que se da el abandono, la no aceptación y la negación del hombre pobre por el mundo del pecado. Jesucristo vivió esta solidaridad hasta en la situación del pobre que no tiene razón, a quien se le reprocha suspicazmente la pobreza en la que se le ha encerrado; y sólo a partir de esta solidaridad pueden tener lugar la resurrección y la ascensión del hombre. El pobre no está ya abandonado, no es rechazado, no es objeto de burla. Es amado, y amado por el propio Dios.
EL MUNDO remonta la pendiente de la decadencia que se le quería imponer, porque tiene por compañero a Jesucristo y a aquellos que han comprendido su enseñanza. No está ya solo. Está con un Pueblo que con él va a trabajar en la liberación del hombre, para que se refleje en la vida concreta esa dignidad querida por Dios para todo hombre. El pobre ha encontrado la connivencia de un Pueblo que le ama, no de palabra, sino lo bastante como para vivir con él la aventura de su liberación.
ESTE AMOR es el motor de todo lo demás. Es el punto de partida para todo lo demás, para disipar las sombras en las que se refugian los pretextos de la "buena conciencia", para obligar a distinguir las causas de la desgracia humana, para marcar el ritmo del combate por la justicia y para dar justicia a ese combate. Habrá que apresar y reducir al mal, descubierto y en su raíz: la idolatría individual y colectiva. O por lo menos reducir y eliminar sus causas colectivas en la medida de lo posible, a fin de que el hombre pueda más fácilmente situarse en verdad respecto a su hermano.
DECIMOS QUE ESTA LUCHA por la liberación del hombre es santa, puesto que está en el designio de Dios. Constantemente nos habla la Biblia de la indignación de Dios ante la injusticia. Y esta indignación de Dios halla su expresión humana en el corazón de hombres capaces de indignarse; no todos son capaces de ello: y es más fácil llorar, quejarse, "rezar". Es esta indignación la que anima al mundo de los pobres, aun cuando no sepa que es la indignación misma de Dios. Compete a quienes se han hecho un alma de pobre revelarles esta dimensión de su combate. Y tienen la obligación de hacerlo, para que este combate de Dios no termine simplemente en un combate de hombres perdidos. Este combate es justo si está presidido por el amor, si es solidario, y si constantemente sigue siéndolo. Aquellos que por gracia saben que Dios está ahí, mezclado con la muchedumbre, en medio de los pobres y confundidos con ellos, allí donde la presencia de Dios es palpable. "Le hemos visto, palpado, y hemos oído su voz..."
HASTA AQUÍ en general están todos de acuerdo, cuando quieren ser fieles a la Palabra de Dios. Pero en las situaciones concretas de nuestro mundo actual se despliega entonces la violencia, con sus terribles exigencias de combate, con las heridas y las muertes humanas. Y el "no matarás" también está en la Biblia; así como: "el que coja la espada, a espada morirá".
(El próximo viernes: ¿Violencia o no-violencia?) del mismo escritor.
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