domingo, 26 de julio de 2015

DOS MEDITACIONES PARA FIESTAS PATRIAS / Juan ZEGARRA RUSSO




Zegarra Russo, formó parte de un brillante grupo de periodistas: Enrique Chirinos Soto, Arturo Salazar Larraín, Patricio Ricketts y otros. El 10 de junio de este año, 2015, ha fallecido en Lima. Estas meditaciones aparecen en La Prensa por el año 1967, a los 146 años de vida republicana, que muy bien podemos  cambiar y sostener, por 194 años, ya que en materia de libertad poco se hace para situar su existencia y recorrido  y el objetivo es trabajar y promover los valores y la identidad. Porque la libertad es resultado de la identidad del hombre como criatura, de su dignidad personal. Los derechos no son de la verdad sino de la persona. Queda mucho por hacer y lo real es que muchas virtudes  no las hemos “ni practicado siempre ni cumplido del todo”, en palabras finales del autor.

I.             Hace 146 (194) años el 28 de julio de 1821 en la Plaza Mayor de Lima, se fundó la República. La Patria misma, que no requiere ser fundada ni precisa de partida de bautismo, era mucho más antigua. Estaba latente en la  primera comunidad de hijos de esta tierra  que sintió la recíproca e indisoluble  solidaridad de la sangre, la historia y el paisaje. Nació, quizá, en la aurora de las civilizaciones primigenias, echó a andar  y hablar en las grandes culturas preincaicas, tomó conciencia de sí misma en la formidable empresa del Incario, aprendió el catecismo y las primeras letras con la colonización hispánica, experimentó en el mestizaje la profunda conmoción biológica de la adolescencia, y alcanzó la mayoría de edad, la ciudadanía plena, la capacidad jurídica de autodeterminación, ese 28 de julio de 1821.

   En la cronología de las naciones, 194 años transcurren velozmente, y el Perú es todavía un pueblo juvenil. Aun se le enfrenta, como un reto, una perspectiva vital que es virtualmente inmensa. Tendrá, una y otra vez, que adoptar decisiones esforzadas; tendrá que laborar sin tregua, para ensanchar su economía, su cultura, su fe, su paz consigo mismo; tendrá que administrar sabiamente la riqueza que así adquiera y, al mismo tiempo, administrarla generosamente para sus hijos. Si la vida, como quiere el filósofo, es un perpetuo elegir entre lo que queda aún por elegir, que cada vez es menos, el Perú –país en plena mocedad – tiene, en suma, muchas elecciones por delante.

   Pero hay una elección que ya no cabe, sin traición al menos, porque el 28 de julio de 1821 el Perú se desposó con la República. Fue esa una elección sacramental, irrevocable. Desde aquel momento  --en las palabras del prócer San Martín, sacerdote de esa alianza – el Perú era, e iba a ser, desde aquel momento y para siempre, “libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa, que Dios defiende”. Como en el matrimonio cristiano, Dios mismo fue invocado en prenda de esa unión indisoluble.

   En la República desposó el Perú a la fe en Dios, y en un orden trascendente; la creencia en la libertad y dignidad de la persona humana; la conciencia de los deberes de solidaridad y de justicia con el prójimo; la facultad de darse instituciones libres y la obligación de vivir conforme a ellas; la legitimidad de la administración y la administración del legítimo derecho; la soberanía interior del pueblo y la soberanía exterior de la nación; la libertad dentro de la ley; la fraternidad dentro de la caridad; la igualdad dentro del mérito.

   Y en el Perú desposó la República a un territorio adusto pero espléndido; un paisaje multiforme y sólo idéntico a sí mismo  --páramo de aguas, mar de arenas, bosque de rocas, cordillera de árboles – el pasado con su misterio y con su gloria; el presente con su problema y su quehacer; el futuro con su promesa y con su urgencia. Y desposó, sobre todo, la República a un pueblo esparcido a lo ancho de un millón y cuarto de kilómetros cuadrados y crecido a lo alto de más de cien generaciones; el tejedor de Paracas y el ceramista del Chimú; el escultor de Chavín y el amauta del Cusco; el artesano de Huamanga y el arriero de Arequipa; el marinero del Callao y el balsero de Puno; el obrero de Chimbote y el profesor de Lima; el pastor de Cajamarca y el comerciante de Huancayo; el minero de Pasco y el soldado de Iquitos. Y al hombre de mañana; el campesino dueño de la tierra, el trabajador dueño de un hogar, el industrial y el técnico y el escritor y el estadista dueños de una respuesta feliz para el Perú.  A un pueblo, en suma, espléndido y adusto como su territorio, multiforme y sólo idéntico a sí mismo como su paisaje; glorioso y enigmático como su pasado, perplejo y laborioso como su presente, urgente y promisorio como su porvenir.

    Que este aniversario sirva para afianzar el vínculo y para renovar el juramento consagrado ante Dios el 28 de julio de 1821.

II.            LAS SIETE VIRTUDES CAPITALES DEL PERÚ

   Tal como la propia vida humana, la historia no es sino una sucesión de opciones, hasta el momento en que nada queda ya por elegir. En ese instante, la vida humana deja de ser vida; en cualquier caso, deja definitivamente de ser humana. La historia pierde, en parecida coyuntura, “hasta el nombre de acción”, no como creía Hamlet, por un exceso de conciencia, sino por esa mutilación de la conciencia a que equivale, para todos los efectos prácticos, la privación de libertad.

   Se hallan nuestros pueblos en la inminencia de una opción que puede ser la última. Si el comunismo gana la batalla de América Latina y pone cerco final al Occidente, habrá cesado para siempre la ocasión de elegir. Habrá cesado nuestra vida histórica. Habremos de reemplazar a nuestros héroes y próceres por unos quislings, kadares o castros cualesquiera.

   El 28 de julio de 1821, en una oración quizás improvisada como el proscenio de la Plaza en que la pronunció, José de San Martín dejó expresados, mejor que en ningún otro documento, los propósitos para cumplir los cuales volvió a ser fundada esta nación: “El Perú es, desde este momento  --dijo--, libre e independiente, por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende”.

   Ante las amenazas de hoy, importa –según el ejercicio recomendado por Basadre  -- repasar esas nociones.  En ella el Perú fue definido como inventario y también como tarea; como programa al mismo tiempo como heredad.

   “El Perú es”, en primer término. El Perú, tierra amada por sí misma y por lo que el hombre edificó sobre ella; el Perú, desierto, cordillera y selva, y el Perú industria, mina y plantación, y el Perú, canal, hidroeléctrica y camino, y el Perú, ciudad, aldea, campamento. El Perú, historia amada por sus júbilos y sus dolores propios; el Perú incaico, con su señorío, su austeridad y su justicia; el Perú colonial, con su aventura, su contraste y su piedad católica; el Perú republicano, con su largueza, su infortunio y su energía; y el Perú de mañana, en que soñamos. Pero el Perú, país, y no “oblast” o comarca de un imperio; el Perú, nación, y no satrapía ni satélite.

   “Desde este momento”, en el segundo orden. Desde ese momento, y para siempre. Para permanecer  --a partir de entonces, a través de los cambios, las reformas y el progreso – como esencialmente idéntico a sí mismo y como protagonista de la historia en primera persona y nombre propio. No para desaparecer del mapa, como una república del Báltico. No para ser carne de tanque, como Hungría.

   “Libre”, en tercer lugar. Libre nación de ciudadanos libres, con libertad para expresar su fe y sus opiniones, para escoger a los depositarios del mandato, para optar entre programas y partidos, para elegir el oficio y el trabajo, para hablar gracias al propio esfuerzo un porvenir mejor para sí y para los suyos, para oír y decir, para creer y crear. No para ser víctimas de la usurpación y el despotismo, del partido único y el campo de labor forzada, de la humillación y la mordaza.

   “Independiente”, en cuarto lugar.  Para gobernarse soberanamente según su Constitución inalienable conforme al modo de vida que la tradición le traza y que la vocación del futuro le enseña a corregir. Para señorear su territorio, administrar su riqueza, su trabajo, erigir sus instituciones y dictar sus leyes. No para aceptar un dogma exótico, ni para ser la presa de un imperio lejano, bárbaro y rampante.

   “Por la voluntad general de los pueblos” en quinto lugar. Por el recurso a libres y limpias elecciones, y no por el olvido y la falsificación de esa consulta. Por el mandato de las mayorías, y no por el querer particular de un clan de conjurados o de una oligarquía de burócratas. Por el Parlamento y el sufragio, y no por Estado-policía o el cóctel Molotov.

   “Y por la justicia de su causa” en sexto orden. Justicia y no remedo de justicia; leyes y no arbitrariedad; jueces y no verdugos ni sirvientes; códigos civilizados y no lavado cerebral ni paredón. Y justicia de la causa nacional, para buscar satisfacción a los anhelos legítimos del pueblo, y no a la sed de poder del comisario ni a los caprichos del fanático del clan.

   “Que Dios defiende”, por último y en definitiva. El Perú confió a Dios la justicia de su causa y elevó al Eterno su voto más solemne, voto de fe y de amor y de esperanza. El juramento debe ser  cumplido. La confianza en Dios no puede ser alegremente traspasada a un materialismo sin alma y sin moral.

   En la concisa declaración de San Martín se proclamaron las siete virtudes capitales del Perú, los siete propósitos para cumplir y por los cuales se fundó esta Patria. En 194 años no los hemos ni practicado siempre ni cumplido del todo. Pero el Perú a cuya idea somos fieles es siempre el Perú genuino y eterno, democrático y soberano, popular, justo y católico. 

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