lunes, 4 de julio de 2016

EL DÍA FESTIVO POR EXCELENCIA


DE: “LAS MÁS BELLAS ORACIONES DEL MUNDO”

Dios de misericordia,
Dios de gracia,
complácete en bendecir esta morada.

Que la paz y las buenas acciones
habiten en ella;
que abunden la gratitud y el amor.

                      Norma Woodbridge


DOM. XV DEL TIEMPO ORDINARIO

“Se levantó un maestro de la Ley, y para ponerlo en apuros le dijo: ‘Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna? Jesús le dijo: ¿qué dice la Biblia, qué lees en ella? Contestó: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y a tu prójimo como a ti mismo”. Lucas, 10, 25-37



Creo que fue Francoise Sagan la que en un accidente estuvo a punto de morir por falta de auxilio. El caso, no raro, llamó la atención en aquella oportunidad. Un grupo de periodistas organizó un accidente ficticio y se escondió a observar la reacción del público. Unos cuatrocientos coches pasaron de largo. Por fin se detuvo un auto de modelo jubilado y bajó solícito un anciano.

La primera tentación, al encontrarse un accidente, es seguir de largo. Aparte del horror natural, que sólo un médico puede tener superado, está el problema de mancharse de sangre uno mismo y el coche, tener que desviarse a la asistencia pública más próxima, y el juez y la policía. Los latinos llamaban “sanguis” solamente a la sangre en las venas; para el espanto  de la sangre derramada crearon una palabra especial: “cruor”.

Cristo, en la parábola del Buen Samaritano, que presenta la liturgia de hoy, escoge una de esas situaciones extremas: un hombre herido por ladrones, desangrándose en la carretera. Y extrema la situación dándole nacionalidad judía al herido y samaritana al viajero que para su cabalgadura y lo socorre del mejor modo que puede con tiempo, dinero, preocupación y, según la terapéutica de la época –aconsejada por el mismo Hipócrates—con “vino para sanar la herida” y aceite” para aislarla del aire y del polvo”.

Un doctor de la Ley le preguntó: “¿Qué haré para alcanzar la vida eterna?”. Cristo hace que él mismo dé la respuesta: “Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo”. El maestro de la Ley, queriendo justificarse y mostrar que no había hecho una pregunta inútil, plantea a Cristo el problema que agitaba a las escuelas religiosas de Israel: ¿Y quién es mi prójimo?”.

Cristo le da a entender con la parábola: Prójimo, próximo, es no sólo el pariente y el amigo (escuela de Shamai) ni sólo el judío o el “gohim” pagano próximo a convertirse al judaísmo (escuela de Hillel). Prójimo es también  el desconocido; aunque sea un enemigo; aunque esté en una situación tal que necesite no sólo una sonrisa, saludo y buenas palabras sino tiempo, plata, riesgos y molestias.

Amar al prójimo puede incluir, por supuesto, castigarlo y presionarlo cuando así lo exija la justicia y el bien moral del enemigo, que se endurecería en el mal si no se le castigase.

El amor al enemigo lo formula Cristo no como un consejo de lujo espiritual, sino como condición para salvarse. O sea que lo contrario no es falta de perfección sino falta grave. Si uno tiene responsabilidad –padre, cónyuge, médico—de alguien puesto en grave necesidad, hay grave obligación de justicia por ayudarlo. Si no hay obligación de justicia, hay grave obligación de caridad de ayudar al prójimo puesto en necesidad grave, si uno es quien puede aliviar o solucionar esa necesidad y es posible hacerlo sin grave daño propio.

Justicia es dar a cada uno lo suyo, lo que se le debe por responsabilidad o por contrato. Caridad es hacer eso mismo y más, por amor y con amor racional, claro está. La justicia separa. La caridad unifica.

Todo esto se dice muy rápido. Hacerlo es una montaña, sobre todo si hay que dar tiempo y dinero y si la ayuda hay que darla, como el samaritano, en el desierto, sin fotógrafos ni placas conmemorativas.


José M. de Romaña.

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