DE: “LAS MÁS BELLAS
ORACIONES DEL MUNDO”
Dios de misericordia,
Dios de gracia,
complácete en bendecir esta
morada.
Que la paz y las buenas
acciones
habiten en ella;
que abunden la gratitud y el
amor.
Norma Woodbridge
DOM. XV DEL TIEMPO ORDINARIO
“Se levantó un maestro de la
Ley, y para ponerlo en apuros le dijo: ‘Maestro, ¿qué debo hacer para conseguir
la vida eterna? Jesús le dijo: ¿qué dice la Biblia, qué lees en ella? Contestó:
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, y a tu
prójimo como a ti mismo”. Lucas, 10,
25-37
Creo que fue Francoise Sagan la que en un accidente estuvo a punto de morir por falta de auxilio. El caso, no raro, llamó la atención en aquella oportunidad. Un grupo de periodistas organizó un accidente ficticio y se escondió a observar la reacción del público. Unos cuatrocientos coches pasaron de largo. Por fin se detuvo un auto de modelo jubilado y bajó solícito un anciano.
La
primera tentación, al encontrarse un accidente, es seguir de largo. Aparte del
horror natural, que sólo un médico puede tener superado, está el problema de
mancharse de sangre uno mismo y el coche, tener que desviarse a la asistencia
pública más próxima, y el juez y la policía. Los latinos llamaban “sanguis” solamente
a la sangre en las venas; para el espanto
de la sangre derramada crearon una palabra especial: “cruor”.
Cristo,
en la parábola del Buen Samaritano, que presenta la liturgia de hoy, escoge una
de esas situaciones extremas: un hombre herido por ladrones, desangrándose en
la carretera. Y extrema la situación dándole nacionalidad judía al herido y
samaritana al viajero que para su cabalgadura y lo socorre del mejor modo que
puede con tiempo, dinero, preocupación y, según la terapéutica de la época
–aconsejada por el mismo Hipócrates—con “vino para sanar la herida” y aceite”
para aislarla del aire y del polvo”.
Un
doctor de la Ley le preguntó: “¿Qué haré para alcanzar la vida eterna?”. Cristo
hace que él mismo dé la respuesta: “Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda
tu alma, con todas tus fuerzas y al prójimo como a ti mismo”. El maestro de la
Ley, queriendo justificarse y mostrar que no había hecho una pregunta inútil,
plantea a Cristo el problema que agitaba a las escuelas religiosas de Israel:
¿Y quién es mi prójimo?”.
Cristo
le da a entender con la parábola: Prójimo, próximo, es no sólo el pariente y el
amigo (escuela de Shamai) ni sólo el judío o el “gohim” pagano próximo a
convertirse al judaísmo (escuela de Hillel). Prójimo es también el desconocido; aunque sea un enemigo; aunque
esté en una situación tal que necesite no sólo una sonrisa, saludo y buenas
palabras sino tiempo, plata, riesgos y molestias.
Amar
al prójimo puede incluir, por supuesto, castigarlo y presionarlo cuando así lo
exija la justicia y el bien moral del enemigo, que se endurecería en el mal si
no se le castigase.
El
amor al enemigo lo formula Cristo no como un consejo de lujo espiritual, sino
como condición para salvarse. O sea que lo contrario no es falta de perfección
sino falta grave. Si uno tiene responsabilidad –padre, cónyuge, médico—de
alguien puesto en grave necesidad, hay grave obligación de justicia por
ayudarlo. Si no hay obligación de justicia, hay grave obligación de caridad de
ayudar al prójimo puesto en necesidad grave, si uno es quien puede aliviar o
solucionar esa necesidad y es posible hacerlo sin grave daño propio.
Justicia
es dar a cada uno lo suyo, lo que se le debe por responsabilidad o por
contrato. Caridad es hacer eso mismo y más, por amor y con amor racional, claro
está. La justicia separa. La caridad unifica.
Todo
esto se dice muy rápido. Hacerlo es una montaña, sobre todo si hay que dar
tiempo y dinero y si la ayuda hay que darla, como el samaritano, en el
desierto, sin fotógrafos ni placas conmemorativas.
José
M. de Romaña.
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