viernes, 1 de julio de 2016

LA SINRAZÓN / Juan PAREDES CARBONELL


Cada época tiene sus predilecciones. En la antigüedad las tuvo Grecia por las Olimpiadas que cantó el poeta Píndaro; las tuvo Roma por los sacrificios de los cristianos en los Coliseos.
            En el Medioevo hubo cierta predilección por la Caballería aunque no haya sido tanto el amor por los ideales de los caballeros. En la Edad Moderna el gusto despertó por la Razón y el escepticismo se hizo más patente: el hombre comenzó a desconfiar por su existencia. En lo que va de esta era, las aficiones parecen no haberse definido aún. Con esto de los átomos y su maravilloso mecanismo, parece que se hubieran dividido a su mínima expresión. Son demasiado ya las preferencias que entusiasman a la gente.
            Ahora las personas podrían bien clasificarse por sus predilecciones que por sus temperamentos. A la clasificación de Hipócrates, a la de Jung o de Spranger, podría agregarse la que realizó el resabido humorista inglés Thackeray en su estudio de los esnobistas. Porque en el paraíso de las predilecciones el esnobismo es gato que tiene tres orejas y el snob un pericote sin afición al queso.
Se tiene afición por las mujeres lindas sin importar que de sentimientos sean las más churrigerescas, esto es, las más retorcidas desde su nacimiento. Se tiene afición por los “best seller”, por las novedades literarias de vitrina, sin advertir que en el fondo el contenido de éstas dé lugar a somnolencias de infeliz aburrimiento. Se tiene inclinación por la melena de los Beatles o por los bigotes rectilíneos del novelista Vargas Llosa. Por la cosa más inoperante la gente tiene una predilección, un fetiche al cual rendirle devoción, una compensación psíquica a debilidades también psíquicas.
La gente no se contenta nunca ser lo que es. Le busca siempre un dedo más al pie con tal de aparecer extravagante, sin tomar en cuenta que la extravagancia, como ya lo señalara Chesterton, es un signo claro de locura. Pero de una locura simple que linda solamente con la ecuanimidad. Por toda suerte al que le tome el gusto más de uno, se dice: ¡Es una locura! Es una locura bailar el pompo a media luz. Es una locura citar a Kant y no entenderlo. Es una locura apegarse a la locura de otro sin ser loco. En total: el mundo no es –no lo ha sido jamás—una ciudad del Sol como lo sonaba Campanella, una ciudad de Dios como lo quería San Agustín, ni siquiera un débil vestigio del “Paraíso Perdido” del asorochado Milton. El mundo es hoy una LOCURA, una locura torpe y sin ingenio.


 Los únicos que no han sido absorbidos por las locuras de este mundo son los niños. Sólo ellos ven en las extravagancias de los hombres un motivo serio de locura trastrocado de los hombres.  En las manos de un niño el arma más feroz es el juguete más inofensivo. Sólo que los niños no pueden fingir tener bigotes porque se sentirían mortificados al tomar la sopa.
            Si nuestros gobernantes fuesen más inteligentes, en vez de enviar soldados armados hasta el ridículo, enviasen niños al frente de batalla, el problema de Vietnam ya hubiera sido resuelto en un solo accionar de “bandidos buenos” y “bandidos malos”. Y los hombres hubiéramos vencido la pesadilla de la Guerra.
Los niños juegan a su antojo con las locuras de los hombres. De esto se dieron perfectamente cuenta los niños grandes que pensaron muy profundo; Rousseau fue el segundo en la Historia que reclamó poner  más atención en el cuidado de los niños. Tagore encontró en ellos el camino intransferible para acercarse a Dios.


Como un acto reversible el juego de los niños viene a ser una locura en manos de los hombres. La psicología clínica se equivoca cuando crea la nominación “niño perverso” para adjudicárselo a los niños que no dudan en descargar tranquilamente sus instintos. Si juzgara con un poco de mayor razón, tal frase se los endilgaría sin reservas a los hombres que son quienes viven siempre entre fusiles hostilizando a los vecinos. Incuestionablemente, es al hombre a quien mejor corresponde el calificativo que a los niños que juegan por las calles con las locuras de los hombres.
Entre la adultez y la niñez se extiende una línea semejante a la que corre entre la lucidez y la locura. Un niño es lúcido en todos los actos de su vida porque no ha conocido la razón. Un hombre es loco en casi todos sus propósitos porque habiendo conocido la razón la ha perdido al intentar quebrar las leyes de la normalidad con una sinrazón. Es la sinrazón del antropoide elevado a quintaesencia humana y que se propone conquistar el mundo. Es la sinrazón de Nietzsche, el simbolista, incitando al mundo a sublevarse, a erguirse sobre el pedestal de la locura.
La sinrazón del hombre se queda en lo que fue: en la peor locura.
La no razón del niño se queda en lo que es: en la mejor cordura.

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