Es muy
posible que el destino de nuestra especie dependa de que aprendamos a
reconciliar dos impulsos contradictorios : la tendencia biológica al orden y la
propensión humana –que aumenta a medida que crece el número de personas- a la
violencia.
EN 1958, el
Instituto de Salud Mental de Washington, el sicólogo John Calhoun decidió
estudiar los resultados de la sobrepoblaciٕón en un grupo de ratas, para lo
cual hizo un experimento con cuatro jaulas intercomunicadas. Las dos jaulas de
los extremos no tenían más que una entrada que podía custodiar una robusta rata
macho, y dentro de cada una había sendos harenes de hembras, que construyeron
sus nidos con gran tranquilidad. Por otro lado, las dos jaulas centrales, con
dos accesos cada una, no se podían custodiar tan bien y se convirtieron en el
centro de una actividad social sin barreras. A medida que la población fue
aumentando, la interrelación de los individuos de las jaulas centrales se
convirtió en una pesadilla animal. Apareció en ellas la estructura de clases
que era de esperar en condiciones de sobrepoblación: los machos dominantes, una
clase media no beligerante y el grupo de los totalmente subordinados. Pero
cuando la sobrepoblación llegó a cierto punto crítico, surgió otra clase cuya
existencia nadie hubiera sido capaz de predecir : un grupo subordinado muy
activo y esencialmente criminal, que a veces actuaba en pandillas. Lo más
sorprendente era su tendencia a un tipo de conducta que sólo puede calificarse
de violación. La rata macho normal sigue un complejo ritual intuitivo cuando
corteja a la hembra, pero las ratas criminales prescindieron en absoluto de
toda ceremonia, persiguiendo a las hembras hasta sus madrigueras y llegando a
veces a pisotear y a matar fríamente a las crías, a las cuales se comían una
vez satisfecho su impulso sexual.
Los experimentos de Calhoun fueron muy
comentados, incluso en sus horripilantes consecuencias humanas, pero apenas se
ha mencionado una de sus observaciones más importantes : a las ratas les
encantaban las jaulas centrales. Las hembras, en especial, parecían incapaces
de resistir la excitación de la estrecha relación social. Casi todas las
protegidas hembras de los harenes iban a las jaulas centrales en busca de
alimento y de actividad sexual, y allí su conducta no era diferente del
proceder de las otras ratas.
Imposible alcanzar la cumbre.
Nadie niega que la sobrepoblación ejerce también sobre la conducta humana
profundos efectos, que se han puesto especialmente de relieve desde hace medio
siglo. Hasta que se produjo el desaforado crecimiento de las ciudades,
disponíamos de espacio suficiente. Desde luego competíamos (como siempre
competirán los hombres) por los bienes tradicionales : territorio, riqueza y
posición social, pero, mientras tuviéramos espacio abundante, todos podíamos
aspirar a disfrutar de un trozo de terreno protegido por una valla.
Sin embargo, en la actualidad vemos cómo las
satisfacciones se nos escapan a medida que aumenta la concentración humana y,
en vez de pretender dominar un trozo de espacio, queremos avasallar a nuestros
semejantes. Al tener que competir, como es inevitable, por un número cada vez
menor de posiciones de dominio, las personas dominantes encuentran que su
agresividad es cada vez más incontenible. Igualmente grave es el problema de
las clases inferiores. Cuando los seres humanos trabajaban la tierra con un
azadón y movían el carbón con pala, cortaban el heno con guadaña y acarreaban
haces de leña a la espalda, las personas conservaban su dignidad, aunque su
cerebro no fuese muy brillante. Pero en nuestra sociedad actual, tan organizada
y provista de complejos medios tecnológicos, esos tipos de trabajo elemental
han desaparecido.
Ahora la dificultades y angustias de la vida
urbana obligan a todo ciudadano a tomar conciencia de su propia naturaleza :
esto es, de que nunca hemos sido ni seremos iguales, de que nos soportamos por
obligación más que por devoción y de que somos seres agresivos que nos
entregamos fácilmente a la violencia. Y todas estas verdades nos resultan
demasiado desagradables.
Pero nuestras ciudades no son campos de
concentración. De igual modo que las ratas de Calhoum decidían libremente tomar
su comida en las congestionadas jaulas centrales, nosotros habitamos en las
ciudades por nuestra libre voluntad; al hacerlo, las sobrepoblamos hasta un
extremo que puede llegar a destruir la misma estructura social y a producir por
último la desintegración de las urbes. Ningún ejemplo es más evidente que el de
la violencia y el terror que han invadido las ciudades norteamericanas.
Un
mundo canceroso. ¿Por qué buscamos las “jaulas centrales”? Esta paradoja se
explica mediante las tres poderosas necesidades innatas que mueven tanto a los
seres humanos como a los demás animales superiores. La primera y la más fuerte
es la busca de la propia identidad, esto es, de lo opuesto al anonimato. La
segunda consiste en la estimulación, que se opone al aburrimiento. Y la tercera
es la seguridad, a la que se opone la angustia. El logro de la seguridad
económica, con la resultante desaparición de la angustia, están creando, en
grado creciente, la sociedad de los aburridos. Pero esta sociedad del tedio no
sería una realidad total si no nos hallásemos también en una anónima sociedad
que en gran parte nos priva de toda ocasión de lograr una identidad verdadera.
De este modo, la imposibilidad de conseguir
nuestra identidad, en un plano superior, y el logro de la seguridad, en el
plano inferior, nos sitúan, a nuestro pesar, en la esfera del aburrimiento
insoportable, del que sólo podemos escapar por medio de la estimulación. La
violencia, como la pornografía y otras experiencias sensoriales, constituye un
medio de estimulación que excita tanto al violador como al violado, ya sea
mediante furia gozosa del uno o por la
temerosa rabia del otro. Una sangrienta revuelta urbana vale más que todos los
circos que ofrecían a sus pueblos los emperadores romanos. Y como toda otra
forma de choque sensual, la violencia, para conservar su valor de estímulo,
debe alcanzar niveles de expresión cada vez más intensos o de mayor novedad. El
ser humano es un animal tan adaptable que se habitúa con demasiada facilidad a
cualquier situación. Pero así
como toda experiencia
sensorial nueva satisface únicamente nuestra necesidad de
estimulación, las experiencias violentas tienden también a satisfacer el deseo
de identidad. Los violentos se ganan el aplauso de las muchedumbres, y ya sea
este aplauso el elogio de los colaboradores o la condena de los antagonistas,
el mundillo de la violencia alcanza su reconocimiento. Dentro de su mundo
canceroso, florece una nueva camaradería y un nuevo tipo de comunicación, desaparece
el anonimato y de nuevo resulta posible lograr una identidad.
El
contrato social. Sin embargo, al
buscar la identidad mediante la violencia, estamos sembrando la semilla de
nuestra propia destrucción. Por definición, la agresividad es la prosecución
decidida del propio interés. La violencia, en cambio, es el intento de
satisfacer el interés propio mediante la fuerza o la amenaza de la fuerza.
Ambas cosas no son iguales. Sin las tendencias agresivas, que son fuerzas
innatas, sería imposible la supervivencia en el mundo natural, pero la
supervivencia impone de igual modo límites a la agresión. Por ello las diversas
especies animales han llegado a establecer distintos códigos de normas que
favorecen al agresivo, pero van en contra del violento, normas que yo llamo el
contrato social. El problema actual del hombre no consiste en ser agresivo,
sino en que está rompiendo sus propias normas : al ejercer la violencia estamos
pasando por alto el contrato social.
La violencia humana se expresa en dos formas
muy distintas: las luchas dentro de los grupos sociales y las luchas entre
sociedades organizadas. Esta segunda es la guerra, que en la actualidad no
admite vencedores o termina en tablas. Como ninguno de estos resultados es satisfactorio, la
violencia humana, que hasta hace poco se expresaba en el campo de batalla, está
invadiendo ahora las calles de las ciudades.
Para comprender este sustitutivo civil de la
guerra –la revuelta, el sabotaje y el asesinato- debemos analizar primero
cuidadosamente el concepto de forastero. El rechazo social del forastero es una
característica tan extendida como la que más entre las especies de tipo social.
Los miembros de un reducido grupo de conocidos saben qué esperar de cada uno, y
en su seno es fácil establecer el orden necesario, pero el forastero plantea un
problema y, si su intromisión persiste, lo expulsan del espacio social del
grupo y lo atacan físicamente. Ante un intruso, el mono aullador grita, el mono
araña emite un ladrido especial y el león ataca sin más aviso. Parece como si
en todo el mundo animal se extendieran cortinas invisibles entre lo familiar y
lo extraño.
La
ciudad de las diversiones. Como hemos visto, poseemos en nuestra dotación
genética la tendencia a rechazar al forastero de igual modo que propendemos
también a la violencia. La guerra puede estar quizá próxima a abolirse, pero
estas tendencias no se abolirán. Al plantearnos el problema de arreglárnoslas
sin guerras, dirigimos inconscientemente hacia adentro la energía que solíamos
descargar hacia afuera, transformándola en lo que se conoce como violencia
social, que presenta por otra parte el problema de tener que inventarse
“extraños”.
La primera forma de extranjería que
inventamos es la incomunicación entre los que hablan el mismo idioma y
comparten el mismo suelo. En la sociedad actual los blancos y los negros, los
padres y los hijos, los estudiantes y los profesores han demostrado hasta dónde
puede llegar la falta de comunicación, la invención de extraños y la
transformación de una agresividad aceptable en una inaceptable violencia civil.
Los estudiantes y los profesores, por ejemplo, nunca habrían podido llegar en
las luchas universitarias a tal violencia y destrucción si no hubiesen estado
tan cegados por la mutua incomprensión.
Es inevitable que los miembros de un subgrupo
violento alcance cierto estado paranoico cuando tienen que medir sus fuerzas
contra la supremacía de la mayoría. Cualquier sentimiento de injusticia, por
muy real que sea, debe agrandarse hasta el punto donde valga la pena correr el
riesgo de rebelarse. Y sin embargo el hecho es que nos gusta la violencia lo
mismo que a las ratas de Calhoum les gustaba las jaulas centrales. Los
muchachos se divierten peleando con adoquines, y en general todos corremos
hacia el lugar donde ha ocurrido un accidente sin la intención de ayudar en
nada, lo mismo que nos gusta presenciar un incendio o una pelea callejera por
el placer de ver la acción y la destrucción. Los observadores que no reconozcan
este hecho son unos hipócritas y nadie debería permitirse el lujo de serlo. El
que considere el gusto por la violencia como una perversión humana, no ayudará
probablemente en nada a reprimir
nuestras muchas formas de violencia.
Camino
del desastre. Cuando se piensa en la conducta violenta que observamos por
todas partes, no puede uno por menos de llegar a la conclusión lógica de que estamos ante el abismo. Si no somos capaces de vivir
unos con otros, ni tampoco aislados, la aniquilación parece el único camino. Y
sin embargo tal conclusión es superficial, pues el contrato social es un
arreglo que tiene validez biológica y, como el impulso sexual y la diversidad
racial, actúa para preservar las especies con un poder situado más allá de las
preferencias humanas. Lo que está en juego en nuestra época no es la
supervivencia de la humanidad, sino la cuestión de llegar a establecer un orden
social con actos voluntarios.
Las posibilidades parecen buenas, pues en
toda la Naturaleza se advierte una inclinación en favor de dicho orden. Entre
los animales, los tratados se cumplen. Los mandriles, por ejemplo, no se matan
unos a otros en guerras suicidas, y los leones y los elefantes limitan sus
crías a fin de no agotar el medio en que habitan. Esta conducta animal es un
claro ejemplo de la preferencia por el orden logrado por vías naturales.
Hay que reconocer que la existencia de
subgrupos violentos amenaza nuestra moderna sociedad, pero al mismo tiempo la
complejidad de nuestra interdependencia social amenaza a su vez la
supervivencia de esos grupos. El animal social no puede soportar vivir aislado
y mucho menos puede sufrirlo el hombre moderno.
Antes de que sobrevenga un desorden social
completo, la previsión humana combinada con nuestra necesidad biológica de
orden, debería imponerse. La incógnita es cuándo. ¿Seremos capaces de evitar a
tiempo el camino que nos lleva al desastre?
Para que esto sea así, a costa de cualquier
sacrificio tendremos que aceptar ciertos reajustes cediendo algunos de los
derechos que creemos sagrados. Deberemos dar importancia a quienes ahora se la
negamos; encauzar nuestra actividad violenta mediante actos en los que
tradicionalmente se tolera cierta agresión, como las negociaciones; procurar
corregir las injusticias auténticas que laten en el fondo de esos arreglos
violentos que parecen tan respetables, y condenar el aplauso social a los
agresores.
¿Y si no lo hiciéramos, por faltarnos
voluntad o perspicacia para ver a tiempo lo que nos espera?
Hace pocos años el eminente periodista e
historiador norteamericano Theodore White escribió un sencillo comentario,
digno de ser estampado en las monedas de todas las democracias: “Si los hombres
no pueden ponerse de acuerdo para gobernarse a sí mismos, alguien tendrá que
dirigirlos”.
Si no tenemos ni la previsión ni la voluntad
necesarias, el día menos pensado descubriremos quién espera en la sombra para
gobernarnos.
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