A MÁS DE 120 AÑOS DESPUÉS DE SU MUERTE, LA ARDOROSA E INTENSA VISIÓN DEL PINTOR PARECE TOCARNOS EN LO MÁS PROFUNDO.
LA PRIMAVERA
del año pasado, una colección de 114 pinturas y dibujos de Vincente van Gogh,
que se exhibió durante ocho semanas en el Museo de Broklyn, atrajo la nunca
vista cifra de un cuarto de millón de visitantes. Alguien tuvo la idea de
preguntar a Thomas Buechner, entonces director del museo, cuál podía ser la
razón de que tantos adultos y jóvenes hubieran formado pacientemente en largas
filas como para presenciar un campeonato deportivo. Su reflexiva contestación
fue: “Porque este artista se ha convertido en una leyenda, y porque su obra
está a la altura de esa leyenda”.
Y explicaba Buechner: “Meditemos en el drama de van Gogh: Ardiente
predicador que se convierte en pintor poco diestro; pinta paisajes
serpenteantes que nadie compra; por último se suicida.
“Meditemos en su impacto histórico: El medio
artístico de su tiempo no lo supo reconocer, pero desde entonces casi todo lo
que hizo ha sido reconocido, y sus obras se han reproducido probablemente más
que las de cualquier otro artista. En suma, ahora comprendemos que sus cuadros
son tan emocionantes como su vida, y pintaba tan espontáneamente que nos hace
sentir de inmediato su personalidad”.
Docenas de otros pintores eran mejores
dibujantes y coloristas, escogían temas más atractivos (van Gogh pintó varias
veces sus zapatos viejos y produjo no menos de 40 autorretratos porque no podía
pagar una modelo) y concebían mejores composiciones. Pero todos advertimos que
van Gogh, que era todo lo contrario de un académico, volcó su torturado corazón
y su alma sobre la tela. Esa entrega es lo que hoy habla directamente al mundo.
Aunque van Gogh sólo vendió uno entre más de
1600 cuadros y dibujos que produjo –y eso fue en el último año de su vida, a un
colega pintor, por el equivalente de 80 dólares- , su Ciprés y árbol florido cambió de dueño en una subasta pública
celebrada en febrero de 1970 por 1.300.000 dólares. En este año, cuando el
Gobierno de Holanda termine de construir en Amsterdam el Museo Vincente van
Gogh, de cuatro pisos, el pintor se sumará a los contados artistas que tienen
museos dedicados en exclusiva a su obra.
Durante su período creador, que sólo duró
diez años, Van Gogh envió la mayor parte de su obra a la única persona que
creía en él, Theo, su hermano menor, que lo comprendía y protegía. Esas
pinturas fueron entregadas recientemente al Gobierno holandés por la Fundación
Vincent van Gogh y por el hijo de Theo, actualmente ingeniero jubilado que fue
llamado Vincent en honor de su tío, entonces virtualmente desconocido.
A pesar de que el tocayo de Vincent era un
niño muy pequeño, y de las pocas veces que vio al pintor (tenía cerca de un año
cuando su propio padre murió), el espíritu de Vincent van Gogh ha saturado su
vida, primero a través de lo que le contaba su madre, y luego a través de los
cuadros mismos. Uno de sus recuerdos más lejanos es una de las primeras obras
maestras de su tío: el sombrío grupo de campesinos sentados a la mesa, titulado
Los comedores de papas, que durante
años estuvo colgado en el comedor de los van Gogh. El ingeniero escribe de su
tío: “Los retratos de Vincent deben su viveza al hecho de que él se consideraba
un trabajador, como la gente que pintaba. Ponía cuanto estaba de su parte para
descubrir lo que había de noble y digno en su modelo, y expresarlo. El clima
que irradia de su obra está hecho de amor a la humanidad, a la vida familiar y
a la intimidad con otros.
“Pintar debe haber sido para él una defensa
contra su agitación interna. Era como si quisiera decir a todos : ¡Mirad cuán
bello es mi mundo! ¡A mí sólo me preocupa el lado bueno de la humanidad!
Dominar su ansiedad le costaba gran esfuerzo de voluntad y una lucha
inacabable. Toda su tenacidad le brotaba de lo más profundo, porque el mundo
exterior le brindaba muy escaso apoyo. La conmoción que semejante esfuerzo
humano produce no conoce límites de tiempo ni de país”.
El arte y la religión fueron las dos
obsesiones generales de van Gogh. Nacido en 1853, primogénito de un pastor
protestante holandés, escribía años más tarde: “Hay algo de Rembrandt en el
Evangelio, y algo del Evangelio en Rembrandt”. A los 16 años empezó a trabajar
para una casa de tratantes de arte, de espíritu conservador, primero en La
Haya, y después en Londres y París. Desencantado a los 25 años, en calidad de
predicador laico, se dedicó a recorrer una desolada región minera en el sur de
Bélgica. La pobreza del lugar lo conmovió de tal forma que empezó a regalar sin
más sus alimentos y su ropa. Sus superiores, alarmados, lo despidieron por
“exceso de celo”.
Sólo entonces, a la edad de 27 años, empezó
van Gogh a dedicarse a la pintura, que estudió en Bélgica y Holanda. Vivió una
temporada con Theo en París, donde compartió ideas y riñas con los principales
impresionistas y pos-impresionistas; después se trasladó a Arles, en el sur de
Francia, donde produjo algunos de sus mejores cuadros.
Por desgracia, al cabo de este estallido de
energía creadora, van Gogh sufrió también su primer quebranto nervioso,
atribuible en parte a su pobreza y agotamiento por exceso de trabajo, y en
parte a una disputa con su colega Paul Gauguin, que estaba visitándolo. (Antes
de ser hospitalizado, van Gogh se cortó parte de la oreja derecha y la mandó a
una prostituta, que se desmayó al abrir el ensangrentado paquetito). Todavía
mal de salud, visitó a Theo en la primavera de 1890 y luego se instaló en
Auvers-sur-Oise, fuera de París. Ahí en el mes de julio, a los 37 años de edad,
se pegó un tiro en el pecho y murió dos días más tarde. Seis meses después
también Theo murió y los hermanos yacen hoy uno al lado del otro en lo alto de
una colina en Auvers.
Es posible que ningún otro artista haya
expresado con tanta vida las ideas puestas en su obra como van Gogh lo hizo en
sus innumerables cartas a Theo y a otras personas. En cierta ocasión escribió:
“He andado por esta tierra durante 30 años y quisiera dejar algún recuerdo, por
pura gratitud”.
Hoy el mundo reconoce con gratitud que
efectivamente lo dejó.
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