Es cierto que el mundo ha dejado la guerra total como sombra amenazante inmediata, mientras ha encontrado en la violencia civil una nueva guerra interna, de consecuencias insospechadas. Pero ni una ni otra realidad elimina del mapa la guerra local convencional, en las zonas subdesarrolladas del globo.
“Hay situaciones en las que nada, a excepción
de la guerra, puede defender la dignidad humana”. Esta sentencia del teólogo
Paul Tillich advierte la diferencia entre las guerras actuales y las guerras
por intereses de siglos pasados.
Si las guerras antiguas eran conflictos entre
ricos a los que arrastraba a los pobres, ahora son conflictos entre países
pobres en los que se arrastra a los ricos.
Vemos guerras locales de proyección
internacional. Quizá la guerra civil española fuera un adelanto de esa
mentalidad.
En algunas guerras, como en el sudeste asiático, la proyección
internacional se concreta; en otras como la de Biafra no. Por esa intervención
interesada de algunos casos y la no intervención en otros, las potencias
nucleares serán duramente juzgadas en el futuro, cuando las causas reales de
cada intervención o no intervención se juzguen sin apasionamiento y al margen
de las aparentes razones que hoy aducen.
El nacionalismo juega un papel vital y controvertido
en este mundo de apasionamiento patriótico, ideológico e integracionista a la
vez. Fuerzas de vocación universal como el cristianismo y el socialismo se
superponen al sentimiento nacionalista.
El Che Guevara era un médico argentino que fue
Ministro en Cuba y murió en Bolivia. Su foto se encuentra en cualquier
universidad norteamericana o rusa. El ejemplo podía multiplicarse. Dubcek es un
personaje que se ha ganado un lugar en la vida política de cualquier parte del
mundo y a todos interesa el “proceso” de Checoslavaquia.
Esa guerra convencional, de planteamiento
local pero proyección universal, es una guerra de dignidad. Es un problema de
país pobre. El rico acude por interés, en forma de “ayuda” para lograr un daño
del gran adversario nuclear. El pobre pone la tierra, la vida y el sufrimiento.
Da la impresión de que más que la vocación
integracionista del siglo XX lo que une a los pueblos es el dolor de la guerra
universal. Es lo que llama la atención a los estatistas sobre la interrelación
de los pueblos. Es terrible el poder de las ideologías cuando la intransigencia
supera al diálogo. Es doloroso ver repetirse, de generación a generación, el
mismo enfrentamiento bélico, como si fuera la fuerza bruta o la inteligencia al
servicio de la guerra, pudiera más que la convivencia pacífica.
El equilibrio actual de las naciones ha
llevado consigo el actual estado de cosas, que conduce a la provocación de
guerras locales en territorios conflictivos, lejos de las naciones
industrializadas. Estas pagan su cuota de sacrificio de dos formas: con la
existencia de “guerras internas” con descontento de las famosas minorías –ya
sean raciales, generacionales o ideológicas--, y con el aporte de “ayuda” –a
veces de vidas humanas –a los territorios en guerra.
Y mientras, sin descuidar los progresos de las
armas nucleares, hay interminables coloquios sobre la paz en el mundo… ¿Qué
razones habrá, con el actual poder humano, para que no se logre la paz en el
mundo?
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