I
¡Pobres
religiosas,
las
del conventito
de
los muros altos
del
rosal sin pinchos!
Las que duermen en lechos de
tablas,
las que llevan agudos
silicios,
las que comen y visten muy
pobres,
las que van con los pies sin
abrigo.
¿Caerán
en las manos
de
los forajidos…?
¡Cómo piden socorro los
bronces,
cómo rezan las monjas a
Cristo,
cómo ondulan pañuelos al
aire,
cómo miran al pueblo vecino!
Pero
en vano todo:
que
los enemigos
avanzan
veloces,
sedientos
de vicios.
Ya se ve densa nube de
polvo,
ya se escucha feroz griterío
de
claros clarines,
sutiles
relinchos
canciones
de guerra,
vibrantes
silbidos.
Y
¿quiénes son esos
hombres
tan temidos?
Los que asolan los pueblos
de Italia,
los que incendian sus campos
de trigos,
los que violan a vírgenes
puras,
los que matan a viejos y
niños,
profanan
a muertos,
roban
a los ricos,
destruyen
iglesias,
degüellan
a obispos.
¿Llegarán
a los muros sagrados,
sin
venir el Señor en su auxilio,
sin
tener compasión ni respeto
por
las monjas del casto recinto?
II
Las monjitas lloran,
sobre el voladizo,
porque ya los moros,
se acercan al filo,
con
los ojos brillantes de ira,
con
las bocas haciendo mil ruidos,
con
las caras retando a impurezas,
con
alfanjes desnudos al cinto.
¿Caerán en sus manos
las siervas de Cristo?
¡No!
Porque Sor Clara
se
ha llenado de ardores divinos:
siente
el don del milagro en el pecho,
llama
fuerte a Jesús en su auxilio,
marcha
rápida al templo devoto,
trae
a Dios en sus manos de lirio.
¡Miradla, no es ella!
Que es ángel bendito,
con las armas mismas del
paraíso:
con las cándidas tocas
monjiles,
con
el rostro de hiel, pero digno,
con
la blanca custodia en los brazos
que
despide relámpagos ígneos,
terrores
y muertes sobre los malditos.
III
Se fueron los moros;
quedaron vencidos.
Para
siempre se vio Italia libre,
para
siempre se vio Asís sin sitios,
por
la fe poderosa de Clara,
por
su amor hacia el DIOS ESCONDIDO.
¡Y las monjas siguieron
alegres
en el conventito
de los altos muros,
del rosal sin pinchos!
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