CLÍO
Un pórtico se abre en el cielo: es la Hermosa Clío, musa de la epopeya, portadora de la gloria, la que corona su frente de laurel, hoja siempre verde como vive permanentemente el recuerdo, la que inspira la alabanza y la celebración de la historia portando en su mano un grueso libro: resucita el tiempo pasado y canta ahora las hazañas de los varones ilustres que dieron imperecedera fama a nuestra orquesta.
Un pórtico se abre en el cielo: es la Hermosa Clío, musa de la epopeya, portadora de la gloria, la que corona su frente de laurel, hoja siempre verde como vive permanentemente el recuerdo, la que inspira la alabanza y la celebración de la historia portando en su mano un grueso libro: resucita el tiempo pasado y canta ahora las hazañas de los varones ilustres que dieron imperecedera fama a nuestra orquesta.
Huapango
No hay pieza más ligada a la
Sinfónica Nacional que ésta. Primero, porque Moncayo fue percusionista y
director de nuestra orquesta. Segundo, porque fue la Sinfónica la encargada de
estrenarlo, el 15 de agosto de 1941, cuando todavía se llamaba Orquesta
Sinfónica de México y la dirigía Carlos Chávez. Y tercero, porque el maestro de
mi maestro fue el flautista del estreno. Ahora me toca a mí tocarlo: soy parte
de una larga tradición de flautistas huapangueros. Un eslabón más.
Por si esto fuera poco, mi
maestro fue en su juventud muy amigo del compositor y solía acompañarlo en sus
paseos por el campo. Esto me lo contó su hijo.
El Huapango plasma el ideal
estético del nacionalismo mejor que ninguna otra obra. Es a la vez clásico y
popular. Cualquier mexicano lo conoce, aunque no acostumbre ir a conciertos. Lo
forman tres sones veracruzanos que enlazan sus armonías como las sílabas de la
palabra México. Es una celebración del color de la cultura mexicana. El
Huapango se ha vuelto con el tiempo el segundo himno nacional. La marcha de
Nunó es el himno oficial, el símbolo oficial de la escuela primaria y las
ceremonias republicanas, pero el Huapango es algo más grande y entrañable: la
voz de la patria, un canto colectivo de grandes dimensiones como los murales de
Rivera.
Creo que la pieza logra su
mejor efecto cuando se toca fuera del país. Entonces más que aplausos arranca
gritos. Bastan los primeros compases, el “Sol” inaugural del fagot y del
timbal, para que se humedezcan los ojos de nuestros paisanos y se les anude la
garganta. Son ocho minutos de embriagadora nostalgia.
Recuerdo en especial un concierto
en París, con un teatro repleto y un público entregado que parecía querer
aventarse de los palcos. Cualquier mexicano en el exterior sabe que el Huapango
es un espejo de su alma.
Distracciones
Los músicos somos
distraídos. En la agitación previa al concierto siempre hay alguien que olvidó
el moño de su frac o la partitura que llevó a estudiar a casa. En previsión de
esto, la bibliotecaria tiene en el teatro una copia de cada una de las partes
de la orquesta, la copia de seguridad del programa completo. Ya me ha pasado
tener que recurrir a ella. O tener que bajar al taller de las costureras para
pedir prestado un moño. Pero hay casos más extremos.
La principal de flautas
llegó un día sin instrumento. Al abrir su estuche en el escenario, justo
momentos antes de empezar, descubrió que estaba vacío. Sorpresa. La noté pálida
y le pregunté qué pasaba. La tercera flauta advirtió el problema y le prestó su
flauta, salvando a todos la función.
El maestro de mi maestro era
aún más distraído. Un día se encontraba solo en su casa, encendió la radio para
escuchar algo de música. Enseguida pudo reconocer la obra que estaban
difundiendo, pero notó que el flautista no entraba en sus solos. Primero le dio
risa, después se dio cuenta de que la transmisión era en vivo desde Bellas
Artes y que era él quien debía estar allí tocando.
Alcancé a conocer a este
viejo maestro. Cuando cumplió cien años de vida, el Instituto le rindió un
homenaje en la sala principal del Palacio. Sus hijos lo acompañaron y fue una
ceremonia muy emotiva. Él recibió con gratitud el reconocimiento, pero ya no
recordaba haber tocado alguna vez en ese lugar.
La sombra del cacique
Mientras estuvo al frente de
la Sinfónica Nacional, Carlos Chávez fue un activo promotor de la música
contemporánea, pero por encima de esto, fue un gran promotor de sus propias
obras. Sabía promoverse a sí mismo. Tan bien lo hizo que su música aun es programada
con frecuencia. Entre sus feas composiciones, la suite de “Caballos de vapor”
es la partitura que más odio. Su fealdad me irrita.
La obra nació como un ballet
y Diego Rivera diseñó la escenografía y los vestuarios. El argumento trata de
la creciente mecanización y su impacto en la sociedad moderna. Fue compuesto en
etapas, empezando por el final, hasta completar cuatro movimientos que el autor
denominó “sinfonía de baile”. Es una música árida, construida en patrones
graves y austeros como bloques de granito. Afortunadamente, el último
movimiento nunca se toca, de manera que la versión que ofrecemos es una especie
de sinfonía inconclusa.
En sus tiempos, Chávez
ejerció un férreo cacicazgo en el campo de la música. Conocí a algunos viejos
maestros que trabajaron con él. Era un director despótico que no toleraba
bromas durante los ensayos. Un chiste inoportuno podía costarle el puesto.
Solía acercarse a los atrilistas para averiguar qué cosas eran difíciles de
ejecutar en sus instrumentos y luego
incorporaba esas dificultades a sus composiciones. El resultado son pasajes
antinaturales donde los dedos parecen enredarse. Pero la leyenda negra del
fundador de nuestra orquesta contiene historias más siniestras. Como aquella
que cuenta que regalaba cajas enteras de vino
al alcohólico Revueltas, en un intento por neutralizar a su rival y
apurar su destrucción.
Chávez es el creador del
lenguaje musical del partido único. La estética del indigenismo imaginario y el
nacionalismo triunfante le dio voz al ogro filantrópico. De su nacionalismo se
ha dicho que es como un licor adulterado, una especie de cuba con metanol,
donde las melodías tradicionales son diluidas en armonía moderna, acaso para
darles carta de naturalización en el repertorio sinfónico. “Caballos de vapor”
nació en los años en que el nuevo
régimen buscaba legitimarse. El Estado promovía la creación de símbolos de
identidad donde él mismo fuera visto como la encarnación de lo mexicano.
Toda la partitura muestra la
ineptitud melódica de Chávez. En el primer movimiento, la “Danza del hombre”,
las dispares líneas semejan el andar de una cabra por el monte. Abundan los
saltos interválicos sin rumbo discernible. No hay solos. El movimiento es un
largo tutti de patrones repetidos con cierta forma de sonata. El segundo,
llamado “Danza ágil”, incluye un tango insoportable. La melodía vulgar que toca
el saxofón acaba por disolverse en un contrapunto inconexo y delirante. El
último movimiento, el “Trópico”, es un rígido huapango de secuencias
obstinadas, inexpresivas, muy lejos de la viveza de Moncayo. Una transición
conduce al tema final: la Sandunga. Pero la encantadora melodía es orquestada
de manera excesiva, empleando toda la masa orquestal, y acompañada por un contrapunto académico y pedante que
destruye toda su frescura. Y de ahí no pasa. La Sandunga es repetida hasta la
náusea.
Ensayando este bodrio el
tiempo pasa a cuentagotas como el agua en una clepsidra. Caen los minutos como
la infusión intravenosa de un suero fisiológico. La orquesta entera yace como un
paciente anestesiado en un quirófano, mientras el director reparte indicaciones
que no parecen encontrar eco entre los músicos. Sus palabras se van volviendo
erráticas conforme pasan los atriles:
provocan reacciones entre los más cercanos, pero pronto se diluyen y en las
percusiones se pierden en la nada. Sentado entre las maderas, yo estoy a medio
camino: me debato entre el absurdo y el hastío.
Noche de grabaciones
Mucho tiempo trabajó
Revueltas dirigiendo orquestas teatrales, acompañando la proyección de
películas silentes. De esta experiencia se nutre su música de cine. Revueltas
fue un precursor de la música cinematográfica al nivel de Honegger y Prokofiev.
Su influencia es notoria en muchas producciones hollywoodenses de los años
cuarenta.
La “Noche de los mayas” es
la más famosa de las partituras fílmicas. Ha sido descrita como un monumento
megalítico de proporciones prehispánicas. Tal vez ahora esa música suene algo
turística, acostumbrados como estamos al brutalismo, pero en su momento debió
causar profundo impacto.
Revueltas había compuesto
música para la película homónima de 1939, que narra una historia de resistencia indígena frente a la
conquista. Su escaso valor fílmico la relegó al olvido. Pero veinte años
después, el director José Yves Limantour rescató aquella música, dándole una
forma semejante a la de una sinfonía. La suite se ha convertido en parte
medular de nuestro repertorio. Infaltable en las giras. Merecedora de varias
grabaciones.
La primera grabación que
hice con la orquesta fue precisamente “La noche de los mayas”. Estábamos en la
Sala Nezahualcóyotl, respaldados por el impresionante equipo de Sony music,
para producir tres discos de música mexicana.
Siempre hay una emoción
especial en una grabación. Los segundos de silencio previos a cada toma y los
segundos posteriores están cargados de energía. No puede haber ruidos
parásitos: los celulares están en “modo avión”, ningún estuche permanece en la
sala y hay que evitar cualquier chasquido al cambiar las hojas de la partitura.
Generalmente se usan zapatos de suela suave y se deben evitar movimientos
bruscos. El mínimo arrastre de una silla arruina una toma. Es intensa la
concentración que así se logra.
Con el propósito de
incrementar el brillo orquestal, el director nos pidió que duplicáramos las
partes de pícolo del segundo movimiento, “Noche de jaranas”, y del final,
“Noche de encantamiento”. Cuatro pícolos sonando juntos en lo más agudo del
espectro crea un sonido chispeante y agresivo, semejante a la estridencia de
una banda pueblerina. Revueltas hubiera aprobado esa aspereza. Cuentan que
pedía a la orquesta no tocar demasiado afinada su música. Quería un sonido
rasposo. Se hicieron varias tomas de nuestros pasajes y de otros donde intervenían
también los cuatro pícolos. Ese día los
flautistas soplamos hasta marearnos.
El último movimiento es una
serie de variaciones basadas en patrones
rítmicos repetidos. Es una cadena de conjuros mágicos de intensidad
creciente. Requiere músicos extras reforzando la masa orquestal. Al inicio, la
sección de metales deja de lado sus sofisticados instrumentos, y suenan unas
grandes conchas marinas (lobatus gigas) que parecen convocar a un ritual
sangriento. La sección de percusiones demanda diez hipnotizados
ejecutantes que no paran de tocar. La
coda es una explosión salvaje sobre el tema del primer movimiento.
Me agrada pensar que la
música surge del silencio y a él regresa.
El aire se agita con la acción de nuestros instrumentos y después vuelve
a la calma. La música grabada es en realidad una mentira, porque recoge los
momentos más logrados de una ejecución. Una grabación es una constelación de
momentos estelares. No así un concierto, donde hay fallas, ruidos y
distracciones, pero también instantes de emoción irrepetibles. Por eso un gran
director como Celibidache se negaba a hacer discos.
Por último grabamos el primer movimiento, “La
noche de los mayas”, que da título a la obra. Éste inicia con un atronador
tutti orquestal y el estallido feroz y repetido del tam tam como rugidos. El
gong sinfónico es un instrumento espectacular: un enorme y pesado plato de
bronce de un metro de diámetro suspendido en un marco de metal. Puede producir
desde un sonido grave y lúgubre hasta una explosión aterradora. Después de
varias pruebas, el director no estaba satisfecho con la sonoridad lograda por
el tam tam. Se ensayaron diferentes ubicaciones en la sala y el empleo de un
mazo más grande, y ni aún así estaba satisfecho. De manera que en la siguiente
toma el percusionista, poseído quizá por el espíritu prehispánico de la obra,
asestó al gong un golpe tan tremendo que lo rompió. El instrumento se rajó por
la mitad y quedó inservible. Hubo que conseguir otro para terminar la
grabación. Pero al menos aquel formidable mazazo quedó registrado para la
posteridad en nuestro primer CD.
Los adioses
El director anunció que esa
semana dos miembros se despedían de la orquesta. El último concierto de un
músico es una ocasión tiste y alegre, comentó, y reconoció su apasionada entrega,
su continuo entusiasmo y el valor de su experiencia. Invitó a los dos a
mantenerse en contacto con la orquesta “que es su casa”, dijo. Uno de ellos, el
más viejo, con ojos húmedos de despedida, pidió disculpas a la orquesta por si
en algo nos había ofendido.
Al término del concierto del
domingo, ambos maestros, uno con 30 años de trayectoria y el con 42, pasaron al
frente a recibir el aplauso del público y los compañeros. Sus familias subieron
al escenario a acompañarlos (y casi a sostenerlos) y dos edecanes les
entregaron sendos ramos de flores. Entonces la orquesta entera entonó “Las
Golondrinas”, una canción mexicana de despedida, que abrió la puerta a un mar
de emociones. Las lágrimas recordaban la frágil condición humana, la evidencia
de un ciclo que se cierra inexorable y tantos irrecuperables años compartidos.
La reunión familiar con flores y golondrinas en escena es una alegría fúnebre,
un presagio funesto silenciado por el clamor de los aplausos.
Nuestro concertino también
se jubiló esta temporada. Pero se negó a vivir este velorio anticipado en la
sala de conciertos. Tramitó su retiro durante las vacaciones de verano y nos
enteramos de su jubilación por un aviso administrativo. Nunca fue muy
comunicativo, pero era la memoria viva de la orquesta, la fuente no escrita de
su historia. Siempre lo recordaré una noche en París, haciéndome reír con sus
anécdotas picantes de pasadas giras. Conversábamos en los camerinos mientras
aguardábamos subir al escenario de Le
Chatelet, el histórico teatro donde Stravinsky estrenara Petrushka. Ya no compartiremos el mismo
escenario y sólo nos unirá el recuerdo.
Esa semana se despedían dos
compañeros que sin duda extrañaré. Brindaron así su último concierto. Pero
“último” es una palabra con sabor a pérdida irrecuperable, a agonía, a
catástrofe inminente. En realidad nunca sabemos cuándo es nuestro último
concierto. La consciencia vaga por el tiempo ignorando su destino. Por eso en
cada actuación intentamos lo imposible: dejar una huella imborrable en la audiencia.
Tal es la ética del músico en su inútil combate contra el olvido.
Su último saludo
Un cantante de edad avanzada
anunció su retiro de los escenarios. El teatro organizó un concierto de
despedida para homenajearlo. Temiendo que su última actuación fuera deslucida,
reunió además una “claque”: un grupo de paleros que animara al público a
aplaudir.
La velada fue agradable y al
final, tal como estaba planeado, la ovación se prolongó. Tanto, que el cantante
tuvo que salir a agradecer en varias ocasiones, ofreciendo emocionado dos o
tres encores.
Una vez tras bambalinas, el
director le preguntó al viejo cantante:
- ¿Y qué piensa
hacer ahora en su retiro, maestro?
- ¿Qué? ¿Retirarme?
¿Después de este triunfo?
-
Regina, centro histórico
Nuestro foro de ensayos, el
Teatro Regina, durante la época virreinal era el palenque de los gallos. Un
espectáculo salvaje venido de Oriente, que alentaba la ambición y los gritos de
una multitud enardecida por el pulque y las apuestas. Pienso que algo de eso
debió haber quedado impregnado en el aire. Sólo así me explico el ambiente
festivo y caótico de ciertos ensayos en Regina, alimentado por las continuas
bromas del director y de sus replicantes.
Acaso para equilibrar la
influencia negativa del palenque, cerca del teatro está la casa de san Felipe
de Jesús, el primer santo americano, que murió martirizado en Nagasaki por los
sumaráis junto con otros doce
misioneros. (Cuenta la leyenda que a la hora de su muerte, en el patio de su
casa reverdeció la higuera). Sor Juana también acude a nuestro auxilio. A una
cuadra del teatro, su convento convertido en universidad, difunde por el barrio
su estudioso bullicio. Y frente al
claustro, la magnífica casa del historiador Cosío Villegas, convertida ahora en
librería, nos regala un paraíso de papel en anaqueles empolvados. Alguna vez
toqué allí en la presentación de un libro.
Así es como la ciudad actual
y la virreinal dialogan en secreto. La ciudad ruidosa de la calle peatonal, del
café el Emir y los baños, convive con la ciudad del mártir, la monja erudita y
los gallos. El centro nos envuelve con su magia y nos inspira. Este es nuestro
entorno cotidiano. Las cosa que a diario encuentro en mi camino entre el Metro
y el Teatro. Un trayecto de tres cuadras que lleva cinco minutos y una vida recorrer.
La Sinfónica y el cine
Las temporadas más exitosas
de la Sinfónica fueron aquellas
acompañadas por imágenes. Para conmemorar el centenario del cine,
dedicamos tres temporadas a la música
cinematográfica y tuvimos el teatro siempre lleno. Sumamos así el público
cinéfilo a nuestro habitual público de concierto, que es especializado y
modesto. “La sinfónica va al cine” se llamó a aquel ciclo de conciertos. Fue un
año entero en que se agotaban las localidades. Se demostró una vez más que el
cine es una industria poderosa, verdadero espectáculo de masas.
No era música especialmente
compuesta para cine lo que presentábamos, sino música preexistente, música de
concierto que había sido usada por diversos directores. Mientras la orquesta
tocaba, secuencias de película correspondiente eran proyectadas en una pantalla
colgada encima del escenario. Imágenes de “Un americano en París”, “Amor sin
barreras”, “Fantasía”, “2001 odisea del espacio”, “Barry Lyndon”, “Amadeus” y
muchas otras, desfilaron acompañadas por la ejecución de sus respectivas
partituras. Esto agregaba una dimensión extra al concierto, creando un
espectáculo diverso y muy atractivo.
Es tan estrecha la relación
entre la música y el cine: los sonidos aportan emoción a unas imágenes que, sin
ellos, serían frías y distantes como un
documento, algo así como ver la cámara de seguridad de un edificio. Desde el
principio se sintió la necesidad de que la música acompañara las imágenes. La
gran orquesta aportó a un arte silente la riqueza emocional de su sonido.
Aunque a veces recurriera a un piano solitario, o a un grupo reducido, la
música sinfónica es la más cinematográfica de todas. De manera que parecía algo
natural este encuentro entre la Sinfónica y el cine para celebrar su
centenario.
Mientras la orquesta toca
siguiendo una película, estamos enteramente subordinados a la imagen. Es un
trabajo delicado sincronizar ambas cosas. Cada fragmento debe medirse con
precisión para ajustarlo a la secuencia que acompaña. Para lograrlo, el
director consulta su metrónomo antes de dirigir cada pieza. También dispone de
un monitor con cronómetro junto a su atril. Es un trabajo fascinante.
Claro que sentado bajo la
pantalla, yo nunca veo la proyección. Durante los ensayos sólo alcanzo a ver
tomas aisladas en los momentos en que no toco. Pero una mirada furtiva es
suficiente para evocar en mi mente la película completa. Tan grande es el poder
de la imagen.
La música de películas
requiere ser directa y sin la complejidad de la música de concierto, pues de
otra manera distrae de la acción y se convierte en protagonista. Conviene a
veces que así sea, pero por lo general la música cinematográfica cumple mejor
su función cuando pasa desapercibida y se escucha de manera sublimal. Suelen
ser piezas breves, de uno o dos minutos de duración, pero de gran intensidad
emotiva. El lenguaje de Wagner y el de Stravinsky han sido los más imitados y
reproducidos por el cine. Quizá son los que mejor se ajustan a las necesidades
de la acción. En cierta forma, el drama musical wagneriano es un antecesor del
séptimo arte: él aportó la oscuridad de la sala, el foso que hace invisibles a
los músicos, el leitmotiv que identifica a los personajes, y esta idea de
combinar todas las artes en un solo y gran espectáculo. Pienso que de haber
vivido en esta época, Wagner habría sido un cineasta genial, creador de
originales y fantásticas visiones.
Bien, después de las
exitosas temporadas del centenario, nuestro siguiente paso fue lanzarnos a
acompañar la proyección de películas enteras. La película se proyectaba con sus
diálogos y nosotros hacíamos la banda sonora en vivo. Esto lo hicimos en un
espacio más grande, el Auditorio Nacional, que tiene capacidad para 10 mil
espectadores. Tocar allí es como tocar en un estadio: el sonido requiere
amplificación. Comenzamos con “Redes”, un film de la época dorada del cine
mexicano, con una gran partitura de Revueltas; seguimos con “Alexander Nevsky”,
acompañado de la poderosa música de Prokofiev (de ella recuerdo especialmente
la batalla sobre el hielo, que es una de las mejores secuencias de la historia
del cine); después hicimos el “Fausto” de Murnau…y de ahí ya no paramos. Hemos
seguido visitando el cine esporádicamente y ahora hacemos cosas como la suite
de “Star Wars”, “Volver al futuro” y hasta música de video-juegos.
La amistad entre la
sinfónica y el cine ha sido recíproca: la Sinfónica ha ido al cine, pero
también el cine ha venido a la Sinfónica. Carlos Reygadas filmó recientemente
una película donde nuestro concierto es uno de los momentos culminantes.
Durante los ensayos nunca nos incomodó su presencia. Su cámara flotaba
alrededor de la orquesta escribiendo
frases de tiempo y de luz.
Pero ya mucho antes el cine
había visitado a la Sinfónica. Fue en 1952, cuando Cantinflas rodó en Bellas
Artes una secuencia de la película “Si yo fuera diputado” en la que dirige a la
Sinfónica Nacional. Una rara nostalgia me produce esa película: nostalgia de un
país y de una orquesta que no conocí, una orquesta que es otra y es la misma en
la que toco. Pero hay algo más: Cantinflas fue mi primer héroe cinematográfico.
Yo tenía cuatro años cuando descubrí a este personaje entrañable y desordenado,
maestro absoluto de la divagación, junto a otros genios de la pantalla como
Chaplin y los Hermanos Marx. Mi padre me llevaba a un cine que pasaba nuevas y
viejas películas en funciones continuas que se repetían a lo largo del día: en
la oscuridad de la sala yo me sumergía de lleno en aquel mundo de luz y sonido,
de música y comedia, y deseaba volver a ver completa la función una y otra vez
y me enfurecía cuando mi padre ya aburrido me decía que debíamos irnos y
entonces yo salía corriendo y llorando entre la gente dando empujones y
lanzando patadas. Y claro que mi padre se molestaba con mis berrinches, pero
también hacía arreglos para que alguien me llevara al cine al día siguiente.
Creo que los cuatro años es la mejor edad para el arte porque uno se entrega
por completo a la experiencia. Y creo también que “infancia es destino”, como dicen
los psicoanalistas, y que algo que ciertamente NO se llama azar fue lo que me
condujo a tocar en la misma orquesta que un día dirigió Cantinflas.
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