martes, 23 de agosto de 2016

DESDE EL ATRIL: CLÍO / Horacio PUCHET




CLÍO

Un pórtico se abre en el cielo: es la Hermosa Clío, musa de la epopeya, portadora de la gloria, la que corona su frente de laurel, hoja siempre verde como vive permanentemente el recuerdo, la que inspira la alabanza y la celebración de la historia portando en su mano un grueso libro: resucita el tiempo pasado y canta ahora las hazañas de los varones ilustres que dieron imperecedera fama a nuestra orquesta.

Huapango

No hay pieza más ligada a la Sinfónica Nacional que ésta. Primero, porque Moncayo fue percusionista y director de nuestra orquesta. Segundo, porque fue la Sinfónica la encargada de estrenarlo, el 15 de agosto de 1941, cuando todavía se llamaba Orquesta Sinfónica de México y la dirigía Carlos Chávez. Y tercero, porque el maestro de mi maestro fue el flautista del estreno. Ahora me toca a mí tocarlo: soy parte de una larga tradición de flautistas huapangueros. Un eslabón más.

Por si esto fuera poco, mi maestro fue en su juventud muy amigo del compositor y solía acompañarlo en sus paseos por el campo. Esto me lo contó su hijo.

El Huapango plasma el ideal estético del nacionalismo mejor que ninguna otra obra. Es a la vez clásico y popular. Cualquier mexicano lo conoce, aunque no acostumbre ir a conciertos. Lo forman tres sones veracruzanos que enlazan sus armonías como las sílabas de la palabra México. Es una celebración del color de la cultura mexicana. El Huapango se ha vuelto con el tiempo el segundo himno nacional. La marcha de Nunó es el himno oficial, el símbolo oficial de la escuela primaria y las ceremonias republicanas, pero el Huapango es algo más grande y entrañable: la voz de la patria, un canto colectivo de grandes dimensiones como los murales de Rivera.

Creo que la pieza logra su mejor efecto cuando se toca fuera del país. Entonces más que aplausos arranca gritos. Bastan los primeros compases, el “Sol” inaugural del fagot y del timbal, para que se humedezcan los ojos de nuestros paisanos y se les anude la garganta. Son ocho minutos de embriagadora nostalgia.

Recuerdo en especial un concierto en París, con un teatro repleto y un público entregado que parecía querer aventarse de los palcos. Cualquier mexicano en el exterior sabe que el Huapango es un espejo de su alma.

Distracciones

Los músicos somos distraídos. En la agitación previa al concierto siempre hay alguien que olvidó el moño de su frac o la partitura que llevó a estudiar a casa. En previsión de esto, la bibliotecaria tiene en el teatro una copia de cada una de las partes de la orquesta, la copia de seguridad del programa completo. Ya me ha pasado tener que recurrir a ella. O tener que bajar al taller de las costureras para pedir prestado un moño. Pero hay casos más extremos.

La principal de flautas llegó un día sin instrumento. Al abrir su estuche en el escenario, justo momentos antes de empezar, descubrió que estaba vacío. Sorpresa. La noté pálida y le pregunté qué pasaba. La tercera flauta advirtió el problema y le prestó su flauta, salvando a todos la función.

El maestro de mi maestro era aún más distraído. Un día se encontraba solo en su casa, encendió la radio para escuchar algo de música. Enseguida pudo reconocer la obra que estaban difundiendo, pero notó que el flautista no entraba en sus solos. Primero le dio risa, después se dio cuenta de que la transmisión era en vivo desde Bellas Artes y que era él quien debía estar allí tocando.

Alcancé a conocer a este viejo maestro. Cuando cumplió cien años de vida, el Instituto le rindió un homenaje en la sala principal del Palacio. Sus hijos lo acompañaron y fue una ceremonia muy emotiva. Él recibió con gratitud el reconocimiento, pero ya no recordaba haber tocado alguna vez en ese lugar.

La sombra del cacique


Mientras estuvo al frente de la Sinfónica Nacional, Carlos Chávez fue un activo promotor de la música contemporánea, pero por encima de esto, fue un gran promotor de sus propias obras. Sabía promoverse a sí mismo. Tan bien lo hizo que su música aun es programada con frecuencia. Entre sus feas composiciones, la suite de “Caballos de vapor” es la partitura que más odio. Su fealdad me irrita.

La obra nació como un ballet y Diego Rivera diseñó la escenografía y los vestuarios. El argumento trata de la creciente mecanización y su impacto en la sociedad moderna. Fue compuesto en etapas, empezando por el final, hasta completar cuatro movimientos que el autor denominó “sinfonía de baile”. Es una música árida, construida en patrones graves y austeros como bloques de granito. Afortunadamente, el último movimiento nunca se toca, de manera que la versión que ofrecemos es una especie de sinfonía inconclusa.

En sus tiempos, Chávez ejerció un férreo cacicazgo en el campo de la música. Conocí a algunos viejos maestros que trabajaron con él. Era un director despótico que no toleraba bromas durante los ensayos. Un chiste inoportuno podía costarle el puesto. Solía acercarse a los atrilistas para averiguar qué cosas eran difíciles de ejecutar en sus instrumentos  y luego incorporaba esas dificultades a sus composiciones. El resultado son pasajes antinaturales donde los dedos parecen enredarse. Pero la leyenda negra del fundador de nuestra orquesta contiene historias más siniestras. Como aquella que cuenta que regalaba cajas enteras de vino  al alcohólico Revueltas, en un intento por neutralizar a su rival y apurar su destrucción.

Chávez es el creador del lenguaje musical del partido único. La estética del indigenismo imaginario y el nacionalismo triunfante le dio voz al ogro filantrópico. De su nacionalismo se ha dicho que es como un licor adulterado, una especie de cuba con metanol, donde las melodías tradicionales son diluidas en armonía moderna, acaso para darles carta de naturalización en el repertorio sinfónico. “Caballos de vapor” nació en los años  en que el nuevo régimen buscaba legitimarse. El Estado promovía la creación de símbolos de identidad donde él mismo fuera visto como la encarnación de lo mexicano.

Toda la partitura muestra la ineptitud melódica de Chávez. En el primer movimiento, la “Danza del hombre”, las dispares líneas semejan el andar de una cabra por el monte. Abundan los saltos interválicos sin rumbo discernible. No hay solos. El movimiento es un largo tutti de patrones repetidos con cierta forma de sonata. El segundo, llamado “Danza ágil”, incluye un tango insoportable. La melodía vulgar que toca el saxofón acaba por disolverse en un contrapunto inconexo y delirante. El último movimiento, el “Trópico”, es un rígido huapango de secuencias obstinadas, inexpresivas, muy lejos de la viveza de Moncayo. Una transición conduce al tema final: la Sandunga. Pero la encantadora melodía es orquestada de manera excesiva, empleando toda la masa orquestal, y acompañada  por un contrapunto académico y pedante que destruye toda su frescura. Y de ahí no pasa. La Sandunga es repetida hasta la náusea.

Ensayando este bodrio el tiempo pasa a cuentagotas como el agua en una clepsidra. Caen los minutos como la infusión intravenosa de un suero fisiológico. La orquesta entera yace como un paciente anestesiado en un quirófano, mientras el director reparte indicaciones que no parecen encontrar eco entre los músicos. Sus palabras se van volviendo erráticas conforme pasan  los atriles: provocan reacciones entre los más cercanos, pero pronto se diluyen y en las percusiones se pierden en la nada. Sentado entre las maderas, yo estoy a medio camino: me debato entre el absurdo y el hastío.

Noche de grabaciones

Mucho tiempo trabajó Revueltas dirigiendo orquestas teatrales, acompañando la proyección de películas silentes. De esta experiencia se nutre su música de cine. Revueltas fue un precursor de la música cinematográfica al nivel de Honegger y Prokofiev. Su influencia es notoria en muchas producciones hollywoodenses de los años cuarenta.

La “Noche de los mayas” es la más famosa de las partituras fílmicas. Ha sido descrita como un monumento megalítico de proporciones prehispánicas. Tal vez ahora esa música suene algo turística, acostumbrados como estamos al brutalismo, pero en su momento debió causar profundo impacto.

Revueltas había compuesto música para la película homónima de 1939, que narra una historia  de resistencia indígena frente a la conquista. Su escaso valor fílmico la relegó al olvido. Pero veinte años después, el director José Yves Limantour rescató aquella música, dándole una forma semejante a la de una sinfonía. La suite se ha convertido en parte medular de nuestro repertorio. Infaltable en las giras. Merecedora de varias grabaciones.
La primera grabación que hice con la orquesta fue precisamente “La noche de los mayas”. Estábamos en la Sala Nezahualcóyotl, respaldados por el impresionante equipo de Sony music, para producir tres discos de música mexicana.

Siempre hay una emoción especial en una grabación. Los segundos de silencio previos a cada toma y los segundos posteriores están cargados de energía. No puede haber ruidos parásitos: los celulares están en “modo avión”, ningún estuche permanece en la sala y hay que evitar cualquier chasquido al cambiar las hojas de la partitura. Generalmente se usan zapatos de suela suave y se deben evitar movimientos bruscos. El mínimo arrastre de una silla arruina una toma. Es intensa la concentración que así se logra.

Con el propósito de incrementar el brillo orquestal, el director nos pidió que duplicáramos las partes de pícolo del segundo movimiento, “Noche de jaranas”, y del final, “Noche de encantamiento”. Cuatro pícolos sonando juntos en lo más agudo del espectro crea un sonido chispeante y agresivo, semejante a la estridencia de una banda pueblerina. Revueltas hubiera aprobado esa aspereza. Cuentan que pedía a la orquesta no tocar demasiado afinada su música. Quería un sonido rasposo. Se hicieron varias tomas de nuestros pasajes y de otros donde intervenían también los cuatro pícolos. Ese día los  flautistas soplamos hasta marearnos.

El último movimiento es una serie de variaciones basadas en patrones  rítmicos repetidos. Es una cadena de conjuros mágicos de intensidad creciente. Requiere músicos extras reforzando la masa orquestal. Al inicio, la sección de metales deja de lado sus sofisticados instrumentos, y suenan unas grandes conchas marinas (lobatus gigas) que parecen convocar a un ritual sangriento. La sección de percusiones demanda diez hipnotizados ejecutantes  que no paran de tocar. La coda es una explosión salvaje sobre el tema del primer movimiento.

Me agrada pensar que la música surge del silencio y a él regresa.  El aire se agita con la acción de nuestros instrumentos y después vuelve a la calma. La música grabada es en realidad una mentira, porque recoge los momentos más logrados de una ejecución. Una grabación es una constelación de momentos estelares. No así un concierto, donde hay fallas, ruidos y distracciones, pero también instantes de emoción irrepetibles. Por eso un gran director como Celibidache se negaba a hacer discos.

 Por último grabamos el primer movimiento, “La noche de los mayas”, que da título a la obra. Éste inicia con un atronador tutti orquestal y el estallido feroz y repetido del tam tam como rugidos. El gong sinfónico es un instrumento espectacular: un enorme y pesado plato de bronce de un metro de diámetro suspendido en un marco de metal. Puede producir desde un sonido grave y lúgubre hasta una explosión aterradora. Después de varias pruebas, el director no estaba satisfecho con la sonoridad lograda por el tam tam. Se ensayaron diferentes ubicaciones en la sala y el empleo de un mazo más grande, y ni aún así estaba satisfecho. De manera que en la siguiente toma el percusionista, poseído quizá por el espíritu prehispánico de la obra, asestó al gong un golpe tan tremendo que lo rompió. El instrumento se rajó por la mitad y quedó inservible. Hubo que conseguir otro para terminar la grabación. Pero al menos aquel formidable mazazo quedó registrado para la posteridad en nuestro primer CD.

Los adioses

El director anunció que esa semana dos miembros se despedían de la orquesta. El último concierto de un músico es una ocasión tiste y alegre, comentó, y reconoció su apasionada entrega, su continuo entusiasmo y el valor de su experiencia. Invitó a los dos a mantenerse en contacto con la orquesta “que es su casa”, dijo. Uno de ellos, el más viejo, con ojos húmedos de despedida, pidió disculpas a la orquesta por si en algo nos había ofendido.

Al término del concierto del domingo, ambos maestros, uno con 30 años de trayectoria y el con 42, pasaron al frente a recibir el aplauso del público y los compañeros. Sus familias subieron al escenario a acompañarlos (y casi a sostenerlos) y dos edecanes les entregaron sendos ramos de flores. Entonces la orquesta entera entonó “Las Golondrinas”, una canción mexicana de despedida, que abrió la puerta a un mar de emociones. Las lágrimas recordaban la frágil condición humana, la evidencia de un ciclo que se cierra inexorable y tantos irrecuperables años compartidos. La reunión familiar con flores y golondrinas en escena es una alegría fúnebre, un presagio funesto silenciado por el clamor de los aplausos.

Nuestro concertino también se jubiló esta temporada. Pero se negó a vivir este velorio anticipado en la sala de conciertos. Tramitó su retiro durante las vacaciones de verano y nos enteramos de su jubilación por un aviso administrativo. Nunca fue muy comunicativo, pero era la memoria viva de la orquesta, la fuente no escrita de su historia. Siempre lo recordaré una noche en París, haciéndome reír con sus anécdotas picantes de pasadas giras. Conversábamos en los camerinos mientras aguardábamos subir al escenario de Le Chatelet, el histórico teatro donde Stravinsky estrenara Petrushka. Ya no compartiremos el mismo escenario y sólo nos unirá el recuerdo.

Esa semana se despedían dos compañeros que sin duda extrañaré. Brindaron así su último concierto. Pero “último” es una palabra con sabor a pérdida irrecuperable, a agonía, a catástrofe inminente. En realidad nunca sabemos cuándo es nuestro último concierto. La consciencia vaga por el tiempo ignorando su destino. Por eso en cada actuación intentamos lo imposible: dejar una huella imborrable en la audiencia. Tal es la ética del músico en su inútil combate contra el olvido.

Su último saludo

Un cantante de edad avanzada anunció su retiro de los escenarios. El teatro organizó un concierto de despedida para homenajearlo. Temiendo que su última actuación fuera deslucida, reunió además una “claque”: un grupo de paleros que animara al público a aplaudir.

La velada fue agradable y al final, tal como estaba planeado, la ovación se prolongó. Tanto, que el cantante tuvo que salir a agradecer en varias ocasiones, ofreciendo emocionado dos o tres encores.

Una vez tras bambalinas, el director le preguntó al viejo cantante:
-        ¿Y qué piensa hacer ahora en su retiro, maestro?
-        ¿Qué? ¿Retirarme? ¿Después de este triunfo?
-        
Regina, centro histórico



Nuestro foro de ensayos, el Teatro Regina, durante la época virreinal era el palenque de los gallos. Un espectáculo salvaje venido de Oriente, que alentaba la ambición y los gritos de una multitud enardecida por el pulque y las apuestas. Pienso que algo de eso debió haber quedado impregnado en el aire. Sólo así me explico el ambiente festivo y caótico de ciertos ensayos en Regina, alimentado por las continuas bromas del director y de sus replicantes.

Acaso para equilibrar la influencia negativa del palenque, cerca del teatro está la casa de san Felipe de Jesús, el primer santo americano, que murió martirizado en Nagasaki por los sumaráis  junto con otros doce misioneros. (Cuenta la leyenda que a la hora de su muerte, en el patio de su casa reverdeció la higuera). Sor Juana también acude a nuestro auxilio. A una cuadra del teatro, su convento convertido en universidad, difunde por el barrio su estudioso bullicio. Y frente  al claustro, la magnífica casa del historiador Cosío Villegas, convertida ahora en librería, nos regala un paraíso de papel en anaqueles empolvados. Alguna vez toqué allí en la presentación de un libro.

Así es como la ciudad actual y la virreinal dialogan en secreto. La ciudad ruidosa de la calle peatonal, del café el Emir y los baños, convive con la ciudad del mártir, la monja erudita y los gallos. El centro nos envuelve con su magia y nos inspira. Este es nuestro entorno cotidiano. Las cosa que a diario encuentro en mi camino entre el Metro y el Teatro. Un trayecto de tres cuadras que lleva cinco minutos y una vida recorrer.

La Sinfónica y el cine





Las temporadas más exitosas de la Sinfónica fueron aquellas  acompañadas por imágenes. Para conmemorar el centenario del cine, dedicamos tres temporadas a  la música cinematográfica y tuvimos el teatro siempre lleno. Sumamos así el público cinéfilo a nuestro habitual público de concierto, que es especializado y modesto. “La sinfónica va al cine” se llamó a aquel ciclo de conciertos. Fue un año entero en que se agotaban las localidades. Se demostró una vez más que el cine es una industria poderosa, verdadero espectáculo de masas.

No era música especialmente compuesta para cine lo que presentábamos, sino música preexistente, música de concierto que había sido usada por diversos directores. Mientras la orquesta tocaba, secuencias de película correspondiente eran proyectadas en una pantalla colgada encima del escenario. Imágenes de “Un americano en París”, “Amor sin barreras”, “Fantasía”, “2001 odisea del espacio”, “Barry Lyndon”, “Amadeus” y muchas otras, desfilaron acompañadas por la ejecución de sus respectivas partituras. Esto agregaba una dimensión extra al concierto, creando un espectáculo diverso y muy atractivo.

Es tan estrecha la relación entre la música y el cine: los sonidos aportan emoción a unas imágenes que, sin ellos, serían frías y distantes  como un documento, algo así como ver la cámara de seguridad de un edificio. Desde el principio se sintió la necesidad de que la música acompañara las imágenes. La gran orquesta aportó a un arte silente la riqueza emocional de su sonido. Aunque a veces recurriera a un piano solitario, o a un grupo reducido, la música sinfónica es la más cinematográfica de todas. De manera que parecía algo natural este encuentro entre la Sinfónica y el cine para celebrar su centenario.
Mientras la orquesta toca siguiendo una película, estamos enteramente subordinados a la imagen. Es un trabajo delicado sincronizar ambas cosas. Cada fragmento debe medirse con precisión para ajustarlo a la secuencia que acompaña. Para lograrlo, el director consulta su metrónomo antes de dirigir cada pieza. También dispone de un monitor con cronómetro junto a su atril. Es un trabajo fascinante.

Claro que sentado bajo la pantalla, yo nunca veo la proyección. Durante los ensayos sólo alcanzo a ver tomas aisladas en los momentos en que no toco. Pero una mirada furtiva es suficiente para evocar en mi mente la película completa. Tan grande es el poder de la imagen.

La música de películas requiere ser directa y sin la complejidad de la música de concierto, pues de otra manera distrae de la acción y se convierte en protagonista. Conviene a veces que así sea, pero por lo general la música cinematográfica cumple mejor su función cuando pasa desapercibida y se escucha de manera sublimal. Suelen ser piezas breves, de uno o dos minutos de duración, pero de gran intensidad emotiva. El lenguaje de Wagner y el de Stravinsky han sido los más imitados y reproducidos por el cine. Quizá son los que mejor se ajustan a las necesidades de la acción. En cierta forma, el drama musical wagneriano es un antecesor del séptimo arte: él aportó la oscuridad de la sala, el foso que hace invisibles a los músicos, el leitmotiv que identifica a los personajes, y esta idea de combinar todas las artes en un solo y gran espectáculo. Pienso que de haber vivido en esta época, Wagner habría sido un cineasta genial, creador de originales y fantásticas visiones.

Bien, después de las exitosas temporadas del centenario, nuestro siguiente paso fue lanzarnos a acompañar la proyección de películas enteras. La película se proyectaba con sus diálogos y nosotros hacíamos la banda sonora en vivo. Esto lo hicimos en un espacio más grande, el Auditorio Nacional, que tiene capacidad para 10 mil espectadores. Tocar allí es como tocar en un estadio: el sonido requiere amplificación. Comenzamos con “Redes”, un film de la época dorada del cine mexicano, con una gran partitura de Revueltas; seguimos con “Alexander Nevsky”, acompañado de la poderosa música de Prokofiev (de ella recuerdo especialmente la batalla sobre el hielo, que es una de las mejores secuencias de la historia del cine); después hicimos el “Fausto” de Murnau…y de ahí ya no paramos. Hemos seguido visitando el cine esporádicamente y ahora hacemos cosas como la suite de “Star Wars”, “Volver al futuro” y hasta música de video-juegos.

La amistad entre la sinfónica y el cine ha sido recíproca: la Sinfónica ha ido al cine, pero también el cine ha venido a la Sinfónica. Carlos Reygadas filmó recientemente una película donde nuestro concierto es uno de los momentos culminantes. Durante los ensayos nunca nos incomodó su presencia. Su cámara flotaba alrededor de la orquesta  escribiendo frases de tiempo y de luz.

Pero ya mucho antes el cine había visitado a la Sinfónica. Fue en 1952, cuando Cantinflas rodó en Bellas Artes una secuencia de la película “Si yo fuera diputado” en la que dirige a la Sinfónica Nacional. Una rara nostalgia me produce esa película: nostalgia de un país y de una orquesta que no conocí, una orquesta que es otra y es la misma en la que toco. Pero hay algo más: Cantinflas fue mi primer héroe cinematográfico. Yo tenía cuatro años cuando descubrí a este personaje entrañable y desordenado, maestro absoluto de la divagación, junto a otros genios de la pantalla como Chaplin y los Hermanos Marx. Mi padre me llevaba a un cine que pasaba nuevas y viejas películas en funciones continuas que se repetían a lo largo del día: en la oscuridad de la sala yo me sumergía de lleno en aquel mundo de luz y sonido, de música y comedia, y deseaba volver a ver completa la función una y otra vez y me enfurecía cuando mi padre ya aburrido me decía que debíamos irnos y entonces yo salía corriendo y llorando entre la gente dando empujones y lanzando patadas. Y claro que mi padre se molestaba con mis berrinches, pero también hacía arreglos para que alguien me llevara al cine al día siguiente. Creo que los cuatro años es la mejor edad para el arte porque uno se entrega por completo a la experiencia. Y creo también que “infancia es destino”, como dicen los psicoanalistas, y que algo que ciertamente NO se llama azar fue lo que me condujo a tocar en la misma orquesta que un día dirigió Cantinflas. 

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