Muchos teóricos y no menos
compositores piensan que las claves tienen ciertas características en algunos casos místicas. Intentaremos determinar qué hay de real y qué de subjetivo en
las propiedades de las claves.
“Dice usted que da lo mismo que una canción esté en Fa menor, Mi menor o
Sol menor: creo que es una tontería tan grande como decir que dos y dos son
cinco”. La frase anterior es de Beethoven dirigiéndose a Schinler a propósito
de su ópera Fidelio. Y continúa: “Cuando hago que Pizarro cante en las
claves más ásperas -incluyendo Sol mayor sostenido- lo hago para comunicar el
carácter de este personaje”. Áspera o suave, clara u obscura, la personalidad
de cada clave ha obsesionado a compositores y teóricos hasta bien entrado en el
siglo XIX. Trazar una línea de unión desde el Mi menor de La Flauta Mágica de
Mozart, a través de la sinfonía Heroica de Beethoven y hasta el heroísmo
autobiográfico de Ein Heldenleben de Strauss podía parecer para los
comentaristas tan natural como localizar en Haydn -y ampliada en la Appassionata
de Beethoven- la fuente del Fa menor del
lastimero Cuarteto Op. 80 de Mendelssohn. Primero hay que encontrar la clave
correcta y lo demás irá colocándose en su sitio, según decía Beethoven. Pero ¿en
qué se basaban los teóricos para decir que el Re menor es “serio y piadoso”
(según Charpentier, 1620) o el La mayor “juguetón y bromista” (Johann
Mattheson, 1719?
Piedras que se funden y elefantes que bailan
Ya los antiguos griegos atribuían cualidades morales a sus “claves”, de
forma que Platón proscribió el modo mixolidio “por elegíaco” y el lidio por “nervioso”,
sosteniendo que son “inútiles hasta para las mujeres”. Ciertos ragas hindúes se
creía que afectaban al humor, y se les atribuían propiedades curativas y
poderes tales como impetrar la lluvia o fundir piedras, en tanto que los modos
eclesiásticos dieron a los teóricos medievales un amplísimo campo de especulación.
El modo lidio era descrito como “voluptuoso“, y el dorio -una especie de Re
menor- como noble, un buen precedente para que Charpentier lo calificara de “serio
y piadoso” cuando el sistema tonal estaba definitivamente establecido.
¿Cómo explicar tales especulaciones? ¿Partían de la subjetividad o se
basaban en algo más sólido?
Ni siquiera el tono era algo fijo en todas partes: la diferencia de entonación entre órganos
encontrados por Bach entre Hamburgo y Dresden ascendía a la enormidad de tres
semitonos; además iba en aumento, obligaron a Beethoven a defender su concepto de
las características de las claves afirmando que la percepción de cada clave había
aumentado.
La ciencia, a finales del XVIII y principios del XIX, empeñada a abordar
el campo de la neurología, y los científicos estaban fascinados por informes
que hablaban de un perro que había sufrido convulsiones hasta morir a causa de
una exposición prolongada a un Mi alto, o de elefantes que bailaban y balanceaban
la trompa ante una melodía en Re mayor, pero que parecían no reconocer esa
misma melodía en clave de Fa.
Si las teorías del tono andaban por terrenos movedizos, los patrones de
entonación de los teclados parecían más prometedores. El filósofo Rousseau se
preguntaba : “¿Por qué el Do menor es más conmovedor que el Re menor?”. Su
respuesta, dado el temperamento desigual de los tonos de la época, era que el
intervalo entre las dos primeras notas en Do menor era mucho mayor que en Re
menor. Magnificadas en cada escala, estas sutiles diferencias afectaba de forma
decisiva a la armonía y la melodía; algunos compositores se resistieron a la
aparición de un temperamento de tono igual hasta bien entrado el siglo XIX para
mantener colores distintivos en las claves.
Otras razones de índole práctica tuvieron su parte de culpa en el hecho
de atribuir cualidades humanas a las diferentes claves. La brillante clave en
Re mayor de trompetas y percusión del coro del Aleluya, por ejemplo, explota la
resonancia de las cuerdas de violín, que suena de forma más brillante que en
Do, la otra clave principal para trompetas y percusión. Por otra parte, la
clave de Do permite mayor solidez en las notas de fondo de violoncelos y bajos.
Una explicación sensata del Mi bemol mayor
Tal interacción de factores es demostrada por Castel Blaze, quien en
1821 intentó explicar por qué “el Mi bemol es superior a las demás claves por
el encanto y plenitud de su armonía”. Su teoría incide tanto en los aspectos épicos
(sonido y símbolos) implícitos en la Heroica, El Oro del Rin o Heldenleben como
en la expansividad (plenitud) asociada a la Sinfonía Renana de Schumann (o
su Quinteto para piano), la Cuarta Sinfonía de Bruckner o la Segunda de Elgar. “El
Mi bemol -insiste- situado en el centro del sistema de cornos es, por común
acuerdo, la clave más armoniosa y completa para este instrumento”, reforzándose
este efecto por “la belleza del clarinete en Si bemol, del contrabajo y del
oboe, la obertura de viola en Sol o de las primeras notas en Mi bemol de las
cuerdas en Re”.
Una compleja red de asociaciones, algunas basadas en hechos acústicos y
otras más subjetivas, alimentan la cuestión de los colores de las claves:
Messiaen veía las claves en términos de colores, y el intrépido Scriabin quería
ir más allá, metiéndose en aromas y sabores. Así que la próxima vez que oiga la
Sinfonía N. 40 de Mozart, tenga en cuenta que el Sol menor es “el lamento de
una noble matrona que ha perdido la belleza de la juventud y ya no inspira
simpatía. Color y aroma: púrpura y violetas”.
AUDIOCLÁSICA.
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