viernes, 7 de junio de 2013

EL EMBRUJO DE LA ALHAMBRA / Virginia KELLY

Alzándose con gloria inmemorial en los montes que dominan a Granada, este fabuloso castillo atrae más de un millón de turistas al año.
“!CUÁNTAS LEYENDAS y tradiciones… cuántos cantos y fábulas… están asociados a este romántico monumento!”
   Washington Irving escribió estas palabras hace cerca de 150 años, y pocos la tacharían hoy de erróneas. Construida por los moros en Granada, en España meridional, en alguna época entre los siglos XIII y XV, la Alhambra estaba casi olvidada a principios del siglo XIX, y sus habitantes eran en su mayoría murciélagos, pordioseros y gitanos. El joven Irving, agregado de la embajada de los Estados Unidos en Madrid, “llegó, vio… y quedó” instantáneamente vencido por su místico y opulento hechizo. Se instaló allí varios meses, y en 1829 escribió Leyendas de la Alhambra, que resultó no sólo un éxito internacional, sino un recordatorio al mundo de que uno de sus más encantadores tesoros estaba desmoronándose.
   Hoy, preservados y protegidos, los legendarios salones y patios de la Alhambra reciben a más de un millón de turistas al año.
   Extraordinaria obra de arte colocada en un marco sobrecogedor en lo alto del monte, la Alhambra parece tan frágil como una gasa sutilísima, pero ha resistido incontables guerras y terremotos. Allí le dicen a uno: “Alá todavía guarda ala Alhambra”.
   Los moros la llamaron Al Qal’ a al-Hamra, o “castillo rojo” por el barro de color de herrumbre con que hicieron el amurallado palacio. Estructuralmente, la Alhambra es una melodía de encaje de piedra tallada, graciosos arcos, columnas esbeltas, brillantes manchones de color y techos de madera artesonada. Todo esto acentuado por el chapoteo de los surtidores en estanques cristalinos como espejos, el fuerte aroma del arrayán y, en la primavera, los suaves pétalos rosados de la flor del almendro. Allí respiramos una paz  y un sentido de eternidad no superados en ninguna parte del mundo.
   El monte donde está la Alhambra asciende largo y empinado desde la vasta ciudad de Granada, iluminada por la luz neón. La calle de los Gomerez pasa por la Puerta de las Granadas y atraviesa un espeso bosque de álamos negros y de olmos. Por entre las hojas de los árboles se filtra ocasionalmente un rayo de sol. Corrientes de agua helada bajan ruidosamente a ambos lados de la carretera por canales empedrados.
   En la cima del monte está el gran arco de herradura e la Puerta de la Justicia. A través de una estrecha abertura, a pocos metros de distancia, una escalera de piedra baja al palacio moro. En lo alto, el cielo es de un intenso color azul violáceo; el sol quema; el aire es seco y fresco. En la lejanía, las níveas montañas de Sierra Nevada se elevan a gran altura sobre la llanura.
   Enfrente está una de las glorias de la Alhambra, el Patio de los Arrayanes, de 40 metros de largo, pavimentado con mármol blanco y refrescado en su centro por un estanque cristalino, largo y sutil, bordeado a ambos lados por espesos y bajos setos de arrayanes. En el extremo norte, siete arcos con delicados soportes conducen al majestuoso Salón de los Embajadores.
   Este cuadrado salón del trono fue el centro de la vida diplomática y política de la Alhambra. Su cúpula de 23 metros de altura, tiene un techo taraceado con círculos, coronas y estrellas que revelan los siete cielos del Islam. A primera vista, las paredes parecen tener colgadas láminas de filigrana, pero en realidad son tallas de estuco y piedra, asombrosamente minuciosas, delicadamente coloreadas, con versos de poesía árabe tejidos en su trama. En el muro está inscrito una u otra vez el devoto precepto del Corán: “Sólo Dios es el Conquistador”.
   A pocos pasos de allí, en el Patio de los Leones, hay un magnífico cubil. Una fuente de alabastro está rodeada de 12 leones de mármol gris claro, esculpidos al parecer por artesanos que habían oído hablar de leones, pero que nunca habían visto uno; más parecen solemnes perritos falderos que fieras de la selva. Quizá sea esta la razón de que la inscripción explique: “Ante el Sultán, reprimen su fiereza”.
   En el extremo sur del Patio de los Leones está la Sala  de los Abencerrajes, familia noble de la Granada musulmana. Según una leyenda, el Sultán sospechaba que su esposa tenía amores con uno de los Abencerrajes y, celoso, decapitó a todos los miembros de la familia, uno a uno, en esta exquisita sala. Otra tradición, probablemente más verídica, se refiere a Boabdil, el último rey moro de Granada. El padre de Boabdil hizo decapitar allí a todos los hijos que le había dado su primera esposa, asegurando así el trono para el hijo que tenía de la segunda. Todavía hay otra versión, según la cual Boabdil invitó a los jefes de los Abencerrajes a un banquete, y los asesinó. En cualquier caso, en esa sala se perpetró una serie de crímenes espectaculares, y las oscuras manchas del suelo de mármol son supuestamente trazas de la sangre derramada.
   La Alhambra es en realidad una serie de palacios añadidos unos a otros a través de los siglos de la dominación árabe. Cuando Fernando e Isabel tomaron posesión de la Alhambra en 1492 fueron razonablemente respetuosos con ella y retuvieron a sus artesanos moros. Pero su nieto, el emperador Carlos V del Sacro Imperio Romano (y rey Carlos I de España), construyó una galería que conduce a los nuevos aposentos para é y su esposa, la emperatriz Isabel, y decoró estas habitaciones con frescos del Renacimiento italiano que representaban sus proezas militares. Fue allí, en esos  aposentos “modernos”, donde Washington Irving vivió durante su estancia en la Alhambra. Cuando Carlos V decidió edificar un nuevo palacio, derribó parte de la galería sur de la Alhambra y empezó a construir un gran castillo propio, de hermoso estilo renacentista. Pero este no llegó nunca a terminarse, y su enorme patio circular todavía permanece sin techo, a cielo abierto.
   El momento de mayor peligro llegó con Napoleón. Durante las guerras peninsulares de 1812, los franceses intentaron volar la Alhambra. Cuando su comandante, el conde Sebastiani, se retiró, su última orden fue que la dinamitaran. Pero un humilde soldado raso español cortó la mecha y salvó a la Alhambra. Una pequeña lápida en el muro de la entrada de la ciudad conmemora su hazaña.
   Por entre las torres en ruinas de la Puerta de los Siete Pasos, Boabdil salió para siempre de la Alhambra y entregó su reino a los españoles. Según la leyenda, solicitó que nadie volviera a usar jamás la puerta por la que hizo su ignominiosa salida. En consecuencia, la puerta fue condenada.
   Desde la Alhambra todavía se ve el Suspiro del Moro, magnífico paso de Sierra Nevada. Allí Boabdil y su madre, al marchar de Granada,  se detuvieron para dirigir una última y afligida mirada a la Alhambra y a su reino perdido. Y la madre dijo desdeñosamente al Rey: “Llora, llora como mujer lo que no supiste defender como hombre”. Tras la dura recriminación, Boabdil se sumió en las tinieblas de la historia.
   Además de la gran Alhambra, Boabdil dejó tras de sí las glorias de los prodigiosos jardines del Generalife (Jennat al Arif en árabe, que significa “jardín del arquitecto”). Hay majestuosidad en las avenidas bordeadas de árboles, con dobles hileras de elevados cipreses, setos y arcos de madera de boj, y sábanas de agua cristalina que caen en cascada por una gran escalera de piedra. Y el aire se perfuma con el aroma de naranjas, rosas y jazmines.
   Manuel de Falla, el famoso compositor español, compuso Noches en los jardines de España en honor de la Alhambra. La música se repite ahora cada verano, un festival en los jardines del Generalife y en los patios del palacio de la Alhambra. Millares de visitantes llegan de América y de toda Europa para deleitarse bajo la luz de las estrellas con el arte del guitarrista Andrés Segovia, de la cantante de ópera Victoria de los Ángeles, del pianista Arturo Rubinstein y de otros artistas famosos del mundo.

   Hoy, sobre el antiguo baluarte árabe, unión de poderío y belleza, estelas de vapor de aviones de chorro rasgan el claro cielo azul. Y, no obstante, de algún modo, nada de esto importa cuando uno se encuentra en la Alhambra y recuerda las palabras del diplomático y poeta mexicano Francisco A. de Icaza: “De todas las miserias de la vida, la peor es ser ciego en Granada”.

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