Encantadora surge Euterpe, musa de la música, hermosa
jovencita coronada de flores diversas y fragantes, amena y deleitosa como el
gusto que procura la buena erudición, la que porta en sus manos instrumentos de
viento siente por la flauta especial
predilección, canta en palabras aladas los efectos placenteros que producen los
sonidos armoniosos.
Retrato
Nuestra foto oficial es
admirable. La obra de un artista de la imagen. Fue tomada en la sala principal
del Palacio desde el palco presidencial y teniendo como fondo el telón de
cristal y su paisaje de volcanes. El mosaico de cristal multicolor contrasta
con el mosaico en blanco y negro del centenar de músicos vestidos de gala en el
escenario.
Somos una familia numerosa
reunida en torno a un mismo afecto, la música. Una familia internacional
convocada desde todos los rincones del planeta. Retratados en la sala principal
de nuestra casa, lucimos relajados y sonrientes, muy lejos del nerviosismo
propio de un concierto.
Una orquesta no es una democracia.
Las órdenes no se discuten, sólo se acatan. La línea de mando corre
verticalmente desde el director hasta el último atril del tutti, pasando por el
concertino y los respectivos jefes de sección. Es una monarquía absoluta donde
los jefes de sección actúan como ministros del rey y cada funcionario acomete
con pasión la tarea encomendada. La burocracia perfecta.
Una orquesta es también una
máquina de hacer música. Enorme, precisa e implacable. Cada una de sus partes
colabora al funcionamiento del conjunto como un bien aceitado mecanismo de
relojería. Sólo que su tiempo no es abstracto y vacío como el que miden los
relojes, sino un tiempo humanizado, significante y emotivo. Cada miembro de
este mecanismo es una pieza obsesionada por la exactitud.
Una orquesta es finalmente
un ejército. Sus ordenadas líneas semejan falanges espartanas en formación de
combate. Es una milicia entrenada para decodificar mensajes cifrados en signos
musicales. Empuña con destreza delicadas armas que apuntan al corazón. Es un ejército
al servicio de un dominio invisible: el invisible reino de la música.
Haffner
La sinfonía 35 surgió de una
serenata que Mozart escribió para la ceremonia de promoción a la nobleza de un
tal Sigmund Haffner, amigo de infancia del compositor. De esta circunstancia
deriva el nombre de la obra y su carácter festivo y celebratorio. Los Haffner
eran una familia de banqueros y comerciantes de Salzburgo para quienes él había
compuesto anteriormente una serenata como regalo de boda.
Hay otra circunstancia que
explica la jovialidad de la pieza. El verano que la compuso, Mozart contrajo
matrimonio. Vivía entonces en Viena, era un artista independiente y estaba en
la plenitud de su genio. Fue enviando a su padre los movimientos a medida que
los iba terminando. Pero tenía mucho trabajo y es posible que no completara el
encargo, de manera que se utilizaron fragmentos de la serenata anterior para la
presentación de la obra.
Hay música que se toca mejor
con una sonrisa y este es el caso. La sinfonía Haffner es una sonrisa al mundo
y a la vida. Me recuerda a la bandera austriaca, que es una sonrisa de labios
pintados, y no hay nada más austriaco que es esta música. Cada mañana esta
partitura me espera en el atril como una novia. Cada ensayo me exige tocarla
con intensidad y delicadeza. Es una delicia cotidiana.
Fue al año siguiente, para
un importante concierto en Hoffburg con la presencia del emperador, que Mozart
reelaboró la serenata para convertirla en sinfonía. Eliminó una marcha y un minueto, y agregó, “para
fortalecer los tutti”, dos flautas y dos clarinetes a la orquestación.
Agradezco esta decisión suya que me permite participar del brillo de porcelana
de su armónico edificio. La fluida levedad de su gracia abre las puertas a un
aire puro donde florecen sin cesar las melodías.
Mozart indica en una carta
al padre que el primer movimiento “debe tocarse con fogosidad” y el último “tan
rápido como sea posible”. Como esquiadores por una pendiente, volamos sobre las
notas a gran velocidad, en pos del brillante final. Un ritmo de vértigo en los
violines agita los arcos frente a mí.
El primer movimiento está
basado en una escala descendente de Re mayor. A partir de la tónica, desciende
un grado por compás, por un instante se detiene en el cuarto grado, y continúa
su marcha hacia el primero. Es increíble todo lo que puede surgir de una simple
escala. Sólo esta mente prodigiosa logra hacer de una escala una sinfonía. Mozart es un milagro que vino al mundo para
mostrarnos lo maravillosa que es la creación. Para revelarnos la armonía
secreta del mundo. Su música es el mejor
comentario al versículo del Génesis: “y vio Dios todo cuanto hizo y vio
que era bueno”.
Familias
Mi familia orquestal, las
maderas, lo es en más de un sentido. Paso más tiempo con ella que con mi esposa
y mis hijos. Son tres horas y media en las mañanas, más los conciertos del
viernes por la noche y el domingo a mediodía. A eso se suman las esporádicas
giras.
Sus cuatro miembros, fagot,
clarinete, oboe y flauta, semejan el papá, la mamá, el hijo y la hija que
conviven bajo un mismo techo. Una familia donde la cabeza, el papá fagot, está
en el bajo, un mundo al revés. De acuerdo, la flauta no está hecha de madera,
pero ella no es una intrusa ni una huérfana adoptada, puesto que hasta el siglo
XIX era de origen vegetal.
En realidad, una flauta puede estar hecha de
cualquier cosa y las hay de cera, de cristal o de fibra de carbono. Las
actuales flautas orquestales son de plata o de oro, un verdadero lujo.
De manera que la flauta es
la metálica de las maderas. En toda familia hay alguien así, una oveja negra,
la rara, la loca de la familia. Incluso su hermano menor, el pícolo, podría ser
considerado concierta malicia como su hijo. Un desliz de la muchacha.
Y así como uno no elige a
sus parientes, tampoco escoge uno a los
miembros de su familia musical. Se trabaja con “lo que hay”. Acaso formamos una
familia disfuncional, pero en general, todos colaboramos al bien de la música
unificando nuestro ritmo y afinación. Y puesto que los acordes se construyen de
abajo hacia arriba, el fagot es el responsable de la buena afinación de la
sección. Si él se desafina, todo el edificio armónico se derrumba. De él
depende nuestra afinación, dicho esto con perdón del oboísta, que es el
encargado de afinar a la orquesta, pero que pasa la mitad de su tiempo
fabricando cañas y la otra mitad probando y desechando las inservibles. Infeliz
rehén de una artesanía imposible. El clarinete, en cambio, en medio del sándwich
armónico, lo mismo canta que acompaña. Es un instrumento de carácter sociable y
conciliador. Además de tener un timbre aterciopelado muy agradable.
El hecho de cada instrumento
esté duplicado podría significar la bipolaridad de sus miembros. Miembros que
alternan el sí y el no. O podría reflejar el diálogo constante entre amigos que
se ayudan. O el diálogo de la mente.
Habitan nuestro vecindario
otras familias con su personalidad propia. La cuerda es la prole más numerosa y
extendida. Son como los López y los Hernández del antiguo directorio
telefónico, una vasta familia donde hay miembros que se desconocen entre sí.
Rodean a las maderas como un bosque frondoso de arcos. Su follaje está hecho de
notas musicales. Ellos son los que tocan la mayor parte del tiempo. Si les pagaran
por el número de notas que ejecutan, serían los músicos mejor pagados.
Atrás de nosotros está el
coro de metales. La brillante potencia de la orquesta. El sonido y la furia.
Una estirpe de pesados bravucones que no deseas echarte de enemigos, especie de
familia siciliana cuyo Capo es el trombón bajo (Don trombone). Nunca pasan
desapercibidos al tocar y siempre hay que pedirles que tengan consideración con
los más débiles y que no los opaquen con su fuerza.
Por último, al fondo están
los recién llegados, los extraños inmigrantes de otras latitudes: la variopinta
percusión. La percusión es una familia de origen turbio y multicultural. El
triángulo y el platillo, por ejemplo, son de origen turco. La ascendencia de
estos miembros se remonta a la prehistoria. Son antiguos y modernos a la vez.
Es una exótica etnia de la orquesta que aporta colorido y variedad.
Ronquidos
El contrafagot es un
instrumento misterioso. Su sonido parece sentirse más al tacto que al oído.
Según sea la música, semeja
una lejana trompeta tibetana resonando en las montañas, el gruñido de un gran
oso pardo de los bosques siberianos, o el profundo ronquido de un hombre obseso
que yace dormido boca arriba tras una larga noche de juerga.
Una vez un director detuvo
el ensayo par verificar la afinación de las maderas. Le pidió al contrafagot
que tocara la primera nota del pasaje. El contrafagot emitió un gruñido salvaje
de altura indiscernible.
-A ver, le pidió el
director, toque su segunda nota.
El contrafagot emitió otro
grave ronquido. Todos nos quedamos en silencio imaginando qué nota podría haber
sido esa.
-A ver la tercera nota…
Y el contrafagot gruñó otro
ronquido indescifrable.
El director se le quedó
viendo un momento y al cabo dijo:
- ¡Bah! Toque lo que quiera,
y continuó el ensayo.
Músico
Vive a la escucha del mundo.
Mientras camina y respira, un mar de sonido lo envuelve. Su oído despierto
acecha la altura y duración de cada temblor del aire y su mente organiza el
rumor incesante que lo abraza. Es un afinador siempre encendido que se pregunta
qué nota produce la banda de un motor que arranca, en qué intervalo alerta un
claxon, o en qué tono rechina una puerta. Este obicuo solfeo del mundo
entretiene su oído. Vela insomne la
agitación permanente que niega el silencio. Escuchar es la esencia del músico.
Hay dos oídos: el externo y
el interno. El oído externo percibe los objetos sonoros del entorno; el interno
es la facultad de imaginarlos: oír con la mente. Como cuando observas una
partitura y ella “suena” en tu cabeza. La audición interna se forma con el
recuerdo y el análisis de lo escuchado exteriormente. Su objeto son imágenes
sonoras que uno puede crear y transformar a voluntad. Es una facultad que puede desarrollarse a una
edad cualquiera. No es como la habilidad motriz, que su educación se dificulta
con los años, sino una facultad plástica y maleable. Por otra parte, el oído
interno también puede perderse por la falta de uso.
¿Y la música? Nada tan
parecido a la conciencia.: inaprehensible y cambiante como un río. Espejo de un
cielo invisible, la música, hecha de tiempo y sonido, apenas dura un instante y
desaparece para siempre. Sólo permanece el recuerdo: sombra de un pasado
irrevocable. Pero hay músicas que quedan flotando en la memoria como un
perfume.
La música no viaja sola:
alguien debe darle cuerpo. El intérprete que
la materializa porta entre sus manos el tesoro de su belleza. Y una vez
entregado su mensaje, el mensajero se retira y sólo lo efímero perdura.
Idiosincrasia
Dicen que los músicos
americanos desean tocar como si vieran la música por primera vez. Así su
interpretación no perderá frescura y encontrarán en ella algo nuevo.
Por el contrario, los
músicos franceses desean tocar como si fuera su última actuación antes de
morir. Podrán así darle toda la emotividad a su interpretación.
Al parecer, a nosotros nos
conviene la presión. Los músicos mexicanos tocamos mejor al borde del desastre:
la amenaza del despido, la falta de ensayo, el caos inminente.
Tedio
Cuando el ensayo cae en un
bache debo hacer un esfuerzo por mantenerme despierto. El motivo del letargo
puede ser diverso: que las copias estén plagadas de errores, ocasionando su
corrección continuas interrupciones; que haya que repetir innumerables veces un
pasaje que no sale; que el director sea un inepto o la música sea francamente
mala.
En esos momentos mis
párpados multiplican su peso. Movida por el pensamiento, huye mi mente hacia
los lugares más amables. Un compañero sentado enfrente despliega en el suelo su
periódico y lee en secreto. El nivel de la plática es directamente proporcional
al hastío. Surgen risas. Otros se entretienen chateando y mandando mensajes de
un atril a otro.
El colmo del relajo era un
oboísta que usaba su instrumento como cerbatana para lanzar bolitas de papel.
Alguien dijo que una orquesta es como un grupo de adolescentes indisciplinados
en vías de convertirse en delincuentes. Creo que tenía razón.
Llegado a este punto, el
director puede optar diferentes estrategias, dependiendo de su personalidad:
adoptar el papel de tirano y vociferar como demente, tratar de contagiar su
entusiasmo como lo haría un buen entrenador de futbol, o simplemente rendirse
ante lo inevitable y reír.
Pero sin importar nuestra
opinión sobre la obra, o sobre el director, o los compañeros, la música tiene
que salir bien el viernes por la noche. Un sentido interno de responsabilidad
evita el naufragio del concierto. Nuestro público nos salva.
Pánico
Geometría emocional. El pánico
escénico se distribuye en partes iguales entre el número de músicos. A mayor
número, menor miedo. En una orquesta, donde somos setenta u ochenta músicos
compartiendo el escenario, el temor no es un obstáculo insalvable. El enemigo
interno está bajo control.
Pero no todo miedo es malo.
Un poco de ansiedad ayuda. Es la inyección de adrenalina que despierta la mente
y enciende sus luces. Un músico sin miedo es un músico sin pasión: un
burócrata.
Como en todo, también es
esto hay grados. El pánico actúa en función de la responsabilidad. En primer
lugar está el director, gesticulador solitario en quien recae el peso del
concierto y su resultado final; en segundo lugar está el concertino, mano
derecha del gesticulador y responsable de la disciplina de la orquesta y de su
afinación; siguen los principales, agentes que dirigen el funcionamiento de su
sección y que han de lucirse en los solos; por último el “tutti” orquestal,
semejante al coro trágico que comenta y subraya las acciones, falange de
hoplitas cubriéndose mutuamente con sus cuerpos e instrumentos, especie de
columnata circundante que sostiene el edificio al distribuir el peso de manera
equitativa.
El sudor también es un dato
significativo. Revela la jerarquía en una orquesta: a mayor responsabilidad,
mayores serán los milímetros transpirados. El principal está tenso y pálido,
sudando frío momentos antes del concierto: ensaya interminablemente sus
pasajes, sin importarle la presencia del público que va ocupando los asientos y
que debe soportar su ansiedad repetitiva. El director no puede hacer lo mismo:
sólo repasa mentalmente la partitura en su camerino. Cuando sale a escena es
para dirigir y dar la cara por todo lo que va a pasar tras levantar sus manos.
De manera que el pobre es el
que suda más. Abrazar un director
empapado al finalizar el concierto es un acto de amor incondicional. La prueba
de una amistad verdadera.
El frac
Es el uniforme que distingue
a todo músico. El toque final de su elegancia. Hay que vestirlo lentamente. Sin
prisa, para sí disfrutar mejor el arreglo de cada de sus piezas, el ajuste
minucioso de broches y botones, la caída sin arruga de su tela suave y densa.
Vestir la levita con solapas
de raso y cola larga es una ceremonia que me predispone al concierto. Es una
prenda que subraya la intención de cada gesto.
La franja lateral del pantalón alinea la postura erguida para el saludo
previo y el aplauso final. La camisa de cuello alto culmina en la graciosa
corbata de moño que ennoblece el cuello y la cabeza. El chaleco extiende la
impecable albura del pecho hasta el abdomen para sí ensanchar mejor el alma.
Los zapatos de charol ponen una nota de luz en el suelo, para que también
brillen nuestros pasos. Y es tan grato en los puños el destello intermitente de
unas doradas mancuernillas cuando sostengo mi flauta al tocar.
Es notable la diferente
calidad del sonido entre un ensayo y un concierto. ¿Cuál es la razón de esta
disparidad? El frac, suele decirse. Y es cierto.
Durante los ensayos, la
música ha sido diseccionada sin piedad, anestesiada, sometida a diversas
cirugías y vuelta a coser. En un ensayo la partitura es descifrada en
secciones, casi por compás. Y cuando el director baja las manos, la música
pierde sus alas y toda la magia que flotaba en el aire rueda por el piso. Hay que
repetir. Corregir errores. El director da indicaciones que los músicos anotamos
con lápiz en las partituras.
Pero a la hora del concierto
la música debe sonar fresca como recién nacida. Poderosa como un ángel
mensajero de belleza, deberá volar en dirección del público. La personalidad de
los sonidos se transforma entonces. Durante el ensayo las notas vagaban sin
rumbo discernible. Anónimas. Pero durante el concierto, viajan con la dirección
precisa de una flecha, adquieren una personalidad propia, como si hubiesen
recibido nombre y apellido, bautizadas por el lujo de la sala. Es el frac el
que obra este milagro. La vestimenta del orgullo del músico en escena.
Público
No estamos tocando todo el
tiempo en una obra. En esos intervalos de silencio, cuando tengo muchos
compases de espera, me gusta mirar al público. En filas, bajo la tenue luz, sus
caras asoman como pétalos entre las ramas. Desde el escenario las veo lejanas,
algo borrosas y desdibujadas entre las sombras.
Hay algo de infancia en esos
rostros que se ignoran. Absortos, ausentes de sí mismos, vulnerables. Cuando no
advierten que están siendo observadas, las caras se muestran como son. Revelan
su alma sin temor a ser juzgadas. Su mirada está vuelta al interior y los ojos
siguen el curso de sus reflexiones. Miran un cielo intangible donde late el
pensamiento. Personas y lugares acuden al recuerdo de otros tiempos invocados
por la música. Esa multitud que respira en la penumbra de la sala, no mira:
siente. Atiende en silencio la lógica de un bello discurso de voces
concertadas. Vaga ensimismada en un ensueño
por el mar de su deleite.
La música es un fuego que
acaricia, una hoguera familiar que congrega en torno suyo a sus devotos. La
palabra “concierto” viene de concertar, acordar un encuentro, una cita, un
combate. Un concierto es un combate amoroso. Un suave tumulto. Una hoguera de
emociones.
Nuestra cita nocturna
alimenta una empatía que fluye sin que medien las palabras. Es un diálogo
secreto. La sensibilidad flotante del público en la sala despierta mi propia
sensibilidad. Su embeleso inspira respeto y cariño, convocando lo mejor de mí.
Esos momentos de ensueño, me digo, le dan sentido a mi profesión y me
justifican. ¿Qué nos trajo hasta aquí sino esa embriaguez, ese olvido de sí en
lo evidente? ¿Y qué fue lo que me hizo
ser músico sino ESO que revelan las caras anónimas como pétalos en la penumbra
de la sala?
Ritmo
Cuando lees una partitura
por primera vez, lo más importante es su ritmo. Puedes no lograr tocar el cien
por ciento de las notas, puedes pasar por alto algún matiz, pero sin el ritmo
estás perdido, la música no sirve. Cada lunes un programa diferente me espera
en el atril. La biblioteca me envía las partes del programa en un correo. Pude
haber revisado en mi casa los pasajes más difíciles, pero aún me aguarda la
sorpresa del resultado del conjunto.
Sin ritmo no es posible
tocar junto con los demás músicos. Ver la batuta ayuda pero no es todo: hay que
sentir el pulso internamente. Hay un pulso común que es la suma del conjunto de
los músicos y hay que entrar en esa corriente general. Hasta la afinación
depende del ritmo. Es la base del edificio sonoro.
Ritmo es el movimiento
continuado y repetido. Como el giro de los astros, la sucesión de los días y
las noches, o las olas rompiendo una y otra vez en la arena. Es como la caída
del agua en la cascada: energía en movimiento. Contiene en sí la noción de
impulso y fluidez.
No hay música sin ritmo. La
música discurre por el aire y por el tiempo como un río. La sensación del
compás viene dada por la sucesión de los acentos: esos momentos en que estalla
la tensión acumulada. Hay momentos de caída y de reposo, y hay momentos de
esfuerzo en que la energía se acumula para propiciar nuevas caídas. Todo esto
es un andar continuo y sin espasmos, semejante a la respiración de un niño.
La barra de compás no es una
frontera entre las notas, un muro musical que fractura en partes el discurso,
sino una mera convención de la escritura, un signo que facilita entender la
simultaneidad entre las voces.
No escuchamos de manera
fragmentada. Cada motivo, cada frase, posee un sentido. Los sentidos se suman,
uno tras otro, a lo largo de la obra. Son tendencias que apuntan en una cierta
dirección. La obra es la suma de todos los sentidos que contiene.
Afinación
Es el cuento de nunca
acabar. Depende de factores como la temperatura, la humedad, la presión
atmosférica, la tonalidad en que estás tocando, la calidad del instrumento y,
por supuesto, la habilidad del ejecutante. Incluso el estado de ánimo influye:
si estás demasiado nervioso, puede ser que el ‘la’ esquive tus intentos de
encontrarlo. O si hay enemistad entre dos músicos, por ejemplo, si el flautista
y el clarinetista se llevan mal, el flautista terminará el solo del Bolero de
Ravel un poco bajo, para que la entrada del clarinete parezca estar desafinada.
En realidad hay una afinación para cada nota y siempre hay que estar
corrigiendo.
Berlioz en “Las tertulias de
la orquesta”, describe una función de ópera donde los músicos, sin preocuparse
de afinar, notan que la cuerda está un cuarto de tono por debajo de los
alientos. “Será más divertido así”, opinan con descaro. Me contaron que una vez
un público aplaudió al oboísta por haber dado exactamente el mismo ‘la’ para
las cuerdas que para los alientos. Creo que esto fue en Chicago. Me pregunto si
en verdad existe un público tan culto capaz de percibir una diferencia menor a
los diez cents. Un viejo solista que trabajó muchos años en Cleveland nos dijo
que Szelll, cuando notaba problemas de afinación en una sección, solía decir:
“eso lo arreglan ustedes en el camerino”. Nuestro director comentó esto riendo:
“aquí los músicos usan el camerino para otra cosa…” dando a entender que lo
usamos para reunirnos a beber.
En cierta ocasión, previo a
la sesión de grabación, nuestro oboe dio el ‘la y procedimos a afinar. Desde la
cabina interrumpió el productor diciendo:
-“Maestros, ustedes tocan el
‘la’ pero no se afinan”.
-“Es que no sabíamos que
teníamos que hacer eso”, contestó un chistoso.
La
Antes de empezar el ensayo,
el concertino se paró al frente, y pidió al primer oboe un La para afinar. El
oboe así lo hizo, y todos repetimos esa nota y algunos intervalos para
verificar.
Una vez afinados, el
concertino volvió a pedir un La al primer oboe. El oboe tocó nuevamente un
largo la y todos repetimos el procedimiento de afinación.
No satisfecho todavía, el
concertino volvió a pedir al oboe un La.
-¿Otro La? –preguntó el
oboe.
-No –dijo el concertino:
-que sea el MISMO, por favor.
Escalas
Para un músico las escalas
son su pan cotidiano, el jugo de naranja del desayuno. Todos empezamos por ahí.
Son las arduas escalinatas por donde se alcanzan las cimas. De su pureza
inocente están hechos los ladrillos que construyen la técnica. Uno espera
lograr en ellas la claridad y fluidez que tienen los arroyos.
Son arroyos de tiempo y
sonido atravesando la totalidad del instrumento. Viajeras errantes de mirada
absorta, peregrinas de todos los caminos, escaleras que conducen al punto de partida
como un dibujo de Escher. Se repiten variando su forma como legos de mil
piezas.
Las escalas siempre me
salvan. Para recuperar el control de la embocadura y la precisión muscular,
hago escalas cada mañana, antes y después del ensayo orquestal. Ellas son mi
último recurso y el primero. Fieles acompañantes que cada día me devuelven a la
música.
A veces, estudiar escalas me
sumerge en otra edad: en el tiempo
inocente e ilusionado de mis primeros años de estudio. Vuelvo a sentir la casa
de mis padres, la cercanía de mi madre en la cocina, la suave luz de la sala en
el ocaso. El tiempo se abre como fruto y muestra sus semillas: me devuelve al
origen. A la felicidad de un tiempo recobrado.
Las escalas, como el mar,
siempre recomenzando…
Sarcasmo
Había un violinista que
siempre llegaba temprano al ensayo y se ponía a tocar escalas, arpegios,
pasajes orquestales y piezas de su repertorio. Su compañero de atril era
diferente: en lugar del estuche abría el periódico y se ponía a leer.
Un día el estudioso preguntó
a su compañero si no le gustaba calentar antes del ensayo. El otro respondió
sin levantar siquiera la mirada del periódico.
-Prefiero que CREAN que toco
bien.
La jefa
Entramos juntos, el mismo
día, después de concursar con una treintena de flautistas. Ella ganó el
concurso y a mí me ofrecieron la segunda flauta. Acepté pensando que sería algo
temporal, un escalón más en mi carrera, pero ya estoy por cumplir veinticinco
años en la orquesta. Unas bodas de plata.
Siempre he admirado a mi
jefa. Extraordinaria flautista. Me deleita oír su inspirada interpretación y
acompañarla. Al amparo de su bello sonido, mi flauta suena mejor. Su exigencia
profesional hace de mí un mejor músico. Junto a ella debo cuidar cada detalle y
no distraerme ni un segundo.
Lo que desconcierta es su
personalidad. Siempre atenta a las murmuraciones y muy sensible del cuidado de
su imagen. Para ella las personas no son de igual dignidad. Concibe las
jerarquías de la orquesta como un sistema de castas, reminiscencia virreinal
donde ella la criolla y yo el indígena. Si te pasa por encima no te pedirá
perdón; en todo caso te reclamará haber estorbado su camino.
Desde la primera semana
marcó su territorio: “ni creas que van a decir qué bien toca la segunda
flauta”, y me pidió que tocara siempre una dinámica o dos menos que ella. Que
no me sentara en su misma línea, sino un poco más atrás. Que le ayudara a
contar los compases para asegurar sus entradas. Y sobre todo, que no me moviera
al tocar. Pero pedirle a un músico que no se mueva es matarle el nervio. Una
endodoncia musical, o peor, una ablación.
Ella y yo somos como un
viejo matrimonio que ha pasado por todos los grados del odio y el desprecio. Ya
nos hemos detestado bastante. El trato y los años han ido limando nuestras
asperezas. Ya tenemos edad para ser amigos.
Repetidor
Como segunda flauta mi
trabajo es ceñirme a la interpretación del principal. Igualar su afinación, su
articulación, su respiración. Ser como su sombra y seguirla dondequiera que
vaya en el aire de su vuelo. Añadir a su voz otra dimensión: una profundidad, un
fondo donde la otra sea el primer plano, donde yo sea el partener de la ‘prima
ballerina’. Entre ambos creamos un mega instrumento, una súper flauta
duplicada, amplificada, capaz de reflejarse y de cantar en armónicos intervalos
o en unísonos sonoros. Y nunca tocar más fuerte que el principal. Mi parte no
debe sobresalir, permaneciendo casi en el anonimato, como una voz secreta,
indiscernible de la principal. Si mi trabajo está bien hecho, nadie lo percibe;
si se nota, es porque ya me equivoqué.
Interrupciones
Antes de cada concierto en
Bellas Artes, una voz grabada invita al público asistente “a desactivar alarmas
de relojes, aparatos de comunicación y teléfonos celulares, a fin de evitar
interrupciones durante el concierto”. Pero no todos obedecen su llamado.
Los celulares son la plaga
de la música. Arruinan el momento más sublime con una urgencia ridícula y
persistente. Un público absorto es despertado de su ensueño por una melodía
banal y repetida. Ella se vuelve momentáneamente el centro de atención hasta
que por fin el destinatario se agita para desactivarla.
La peor interrupción que
conozco ocurrió durante un ensayo de la Segunda Sinfonía de Brahms. Una música
que no es de este mundo. Su serena belleza flotaba en el aire como la brisa de
la primavera. Al llegar al tercer movimiento, el que inicia con el solo de
oboe, la melodía de NOKIA chilló de pronto como venida de otro planeta.
Sin inmutarse, el primer
oboe interrumpió su solo, no para apagar su teléfono sino para contestar:
-“Ahorita no te puedo
hablar, guey, estoy en un ensayo”.
Todos nos quedamos
sorprendidos.
La música industrial
La división del trabajo
trajo la decadencia del compositor-intérprete. Antiguamente, el compositor
tocaba él mismo su propia música. Ahora, el compositor hace su trabajo
especializado y el intérprete se encarga de darle vida a su obra. Dentro de
esta especialización hay una división del trabajo interpretativo. Una orquesta
está formada por una línea de ensamblaje.
En cierta forma soy un
obrero. La partitura frente a mí contiene instrucciones precisas para armar la
pieza que contribuye al conjunto. El escenario es mi línea de ensamblaje y la
flauta mi herramienta. Una herramienta que es una joya de orfebrería, pero que
no pierde por eso su carácter instrumental. Se aprecia en la orquesta una clara
división del trabajo: desde su bien definido puesto, cada integrante aporta su
manufactura para la construcción de un bello edificio hecho de tiempo y sonido.
Una orquesta es una fábrica
musical. Una industria fabricante de sueños, disciplinada y eficiente, sin más
chimeneas que las de mi flauta. Produce bienes intangibles sin utilidad
práctica que ofrece a sus consumidores en vivo o por medio de grabaciones. Esta
analogía entre la orquesta y el taller tiene una base histórica. Los grandes
conjuntos sinfónicos nacen junto con la primera Revolución Industrial y
evoluciona a la par. Por ello el grueso de su repertorio está constituido por
música del siglo XIX y de la primera mitad del XX.
Llegada la era
postindustrial, una orquesta acaso ya no tenga sentido. La creatividad discurre
por otros caminos y emplea nuevas tecnologías y medios múltiples. Somos una
reliquia de otros tiempos. Me pregunto entonces si no seremos una especie amenazada
en un medio hostil, o incluso, en vista de los recortes presupuestales, una
especie en vías de extinción. Luego rectifico y digo que no: las orquestas son
necesarias, pues, son museos vivos que resguardan un patrimonio de la
humanidad.
Oído
Sentado en medio de la
orquesta la música te circunda: tienes a las cuerdas delante, a las maderas a
un lado y a los metales y percusiones atrás. En los “tutti” el estruendo llega
a ser doloroso.
A veces pienso que tantos
decibeles han mermado mi capacidad auditiva. Pero hace un par de años, durante
un examen médico general, me hicieron una prueba acústica. Desde el interior de
la cámara anecoica debía levantar un dedo cada vez que percibía un sonido.
Terminada la prueba, el técnico decidió repetirla, pensando que algo había
fallado. Sólo confirmó el resultado: mi audición era superior a la normal. No
sé si esto es bueno o malo. Hay cosas que preferiría no escuchar.
Concierto para orquesta
Entre la multitud de
partituras que tocamos, algunas son inolvidables. Ellas dan sentido a tantos
años de preparación. El Concierto de Bartok es para mí uno de esos momentos en
que mi oficio y su ideal se encuentran.
La fundación Koussevitzky le
había ofrecido al compositor mil dólares por una obra orquestal (1 dólar de
entonces equivale a 15 de ahora). Él estaba renuente al principio, pero
finalmente aceptó, motivado por escribir para una gran orquesta como la
Sinfónica de Boston. Pondrá fin de esta manera a la sequía creativa que lo
acompañaba desde su llegada a América, y escribirá el Concierto en poco menos
de dos meses.
“El título de esta obra se
explica por su tendencia a tratar los instrumentos orquestales de manera
concertante o solista”, escribió. Construido en forma de arco, ABCBA, el
Concierto crece a partir del movimiento central, la Elegía, la cual es
flanqueada por dos scherzos. Dos grandes movimientos en forma sonata dan
principio y fin a la obra. El estilo es austero y directo, conciso: la “manera
americana” del último Bartok. “El ambiente de la obra representa una transición
gradual, explica el autor, desde la severidad del primer movimiento y la
lúgubre canción fúnebre del tercero, a la afirmación vitalista del último”.
I.
INTRODUZIONE. El
severo motivo inicial de cuartas superpuestas crea
cierta
inestabilidad tonal. “El desarrollo del primer movimiento contiene secciones en
“fugato” a cargo de los metales: la exposición en el final es bastante extensa,
su desarrollo consiste en una fuga construida sobre el último tema de la
exposición.
Mi
impresión desde el atril: un paisaje nocturno, donde la inspiración parece
provenir de las estrellas. Una llamada y la música se pone en marcha como un
ferrocarril. Contrasta un tema vigoroso con otro lejano y dulce como un
recuerdo: voces húngaras trasplantadas a una tierra nueva. Fanfarrias de
metales forman grandes construcciones, imagen dela patria adoptiva. Soledad de
una ciudad extraña. Calles habitadas por multitudes que se ignoran. Ha quedado
atrás todo lo que hace vivir. Sólo quedan altos edificios ocultando el cielo y
largos vagabundeos perdidos en una lengua incomprensible.
II.
GIUOCO DELLE COPPIE.
Consiste en una cadena de secciones
Independientes
tocadas por instrumentos de aliento: fagotes, oboes, clarinetes, flautas y
trompetas con sordina. Cada pareja instrumental presenta un intervalo
característico: sextas en los fagotes, terceras en los oboes, quintas en las
flautas, segundas en las trompetas. Temáticamente, las cinco secciones no
tienen nada en común. Hay un coral en la parte central, una especie de trío,
después del cual las cinco secciones son recapituladas con una instrumentación
más elaborada.
Baile
de parejas en unión fuerte y perdurable. Parejas que danzan en círculos al
ritmo de un tambor. De dos en dos, como dijo T. S. Eliot, en conjunción necesaria,
tomados de la mano o de los brazos, como símbolo de concordia. Interrumpe el
baile un coral religioso cantado por los cornos.
III.
ELEGÍA. El núcleo de
la obra, la amarga semilla a partir del cual florece
el
Concierto. Tres temas aparecen de manera sucesiva formando una especie de
cadena. La textura es densa y los motivos rudimentarios. El ambiente es
lúgubre.
En
medio dela desolación de un mundo en llamas, en plena Segunda Guerra Mundial,
Bartok tiene sobrados motivos para componer un canto fúnebre. No es sólo que la
obra esté dedicada a la memoria de la difunta señora Koussevitzky, sino que
lejos de su tierra, enfermo de leucemia y con dificultades financieras, el
autor quiere nombrar todo cuánto ha muerto dentro de sí y a su alrededor. La
música roza por momentos con la desesperación. Es una herida sin consuelo, una
pregunta sin respuesta. Quedan las emociones congeladas al borde del camino y
las frases se deshacen y se extinguen apenas se intenta pronunciarlas. El solo
final del píccolo es una lágrima en silencio.
IV.
INTERMEZZO
INTERROTTO. “La forma del cuarto movimiento puede
esquematizarse
ABA-interrupción-BA”. El tema A, enunciado por el oboe, imita una melodía
folklórica, a la manera de una ronda infantil. El tema B que introducen las
violas inunda de nostalgia el ambiente. Es una vieja canción llamada
"Hungría graciosa y bella”. Su frescura irrumpe como la brisa en un campo
de flores. No el campo real, ahora hollado por ejércitos invasores, sino aquel
campo añorado y sonriente de la juventud, perdido e irrecuperable.
La
interrupción: la nostalgia es interrumpida por una canción vienesa, la misma
que aparece citada en la Sinfonía “Leningrado”. Bartok acaba de escuchar por
radio la transmisión de su estreno desde la ciudad sitiada por los nazis. Es un
guiño a Shostakovich. Un rasgo de humor en medio del desastre. El tema es
presentado por el clarinete a gran velocidad y sufre los comentarios ácidos de
trompetas y trombones. Trinos y glissandos estallan como sarcasmos. La música
semeja la banda sonora de una caricatura. El ritmo de fox-trot acentúa la
frivolidad.
Tras
la re exposición el intermezzo se extingue en un suspiro.
V.
FINALE. Impresionante
“perpetuum mobile” de cuerdas. Brillan desde el
comienzo
las fanfarrias de metales características de la música estadounidense. Se ha
dicho que son la representación musical de la democracia americana. El deseo de
una integración cultural que traerá la paz. El movimiento está basado en una
serie de danzas folklóricas que culminan en una doble fuga. Es la primavera
tras un largo invierno. Imagen de una humanidad reconciliada consigo misma.
Al
igual que otras obras maestras, el Concierto ha nacido en condiciones
miserables. Dicen que Bartok pesaba 40 kilos en los días en que lo compuso.
Estaba tan débil que cayó desmayado mientras dictaba una conferencia en Harvard.
Me admira que un hombre tan debilitado haya podido producir este monumento.
Antes de partir, Bartok nos regala esta luz de esperanza. La explosiva afirmación
vital del Finale es un movimiento que no cesa de crecer, expresión de un abrazo
que quisiera abarcar a la humanidad entera.
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