Para este notable hombre de ciencia,
el drama de la evolución no destruye sino confirma las ideas religiosas
fundamentales.
DESDE QUE
Darwin expuso su teoría de la evolución, se ha ido extendiendo la
incredulidad acerca de muchas de las doctrinas fundamentales del cristianismo.
Se han generalizado el concepto de que el hombre no es más que un accidente
biológico; la negación de la existencia del alma humana y de su facultad de
escoger libremente entre el bien y el mal, y la idea de que la vida no tiene
finalidad u objeto premeditado. Los incrédulos afirman que la ciencia dio el
golpe de gracia a la fe.
Pero ahora surge del campo de la ciencia una
voz que proclama que todas las antiguas doctrinas cristianas fundamentalmente
son verdaderas. El nuevo apóstol es un biólogo, el doctor Lecomte du Noüy, que antes pertenecía
al Instituto Rockefeller y al Instituto Pasteur. En su extraordinario libro Human
Destiny expone una nueva teoría de la evolución. Valiéndose de la
ciencia y del razonamiento, trata de convertir en realidades las grandes y
debatidas creencias y esperanzas que por siglos y siglos se han transmitido de
generación en generación: el libre albedrío, la causa final de la vida, la
importancia del individuo, la inmortalidad, y Dios.
Como buen biólogo, du Noüy principia
reconociendo la falibilidad de la ciencia. Según él, no hay que confiar en ella
ciegamente. No existe en el universo nada que pueda conocerse con absoluta
exactitud. Los cinco sentidos del hombre son imperfectos, y ningún instrumento
científico es suficientemente preciso para dar certidumbre irrefutable.
Ni puede
nunca el hombre percibir la realidad de las cosas. Una mezcla de hollín
y harina forma un polvo que parece gris; pero un insectillo microscópico que se
mueva por entre ese polvo verá allí lo que a él han de parecerle enormes moles
blancas y negras. Para él no hay polvo gris, porque con sus medios de
observación le es imposible percibirlo como tal. Todas nuestras ideas en cuanto
a la verdad son necesariamente relativas, pues vivimos en un universo cuya
esencia y cuyas normas primordiales están fuera de nuestro alcance.
En este inmenso cosmos, la ciencia trabaja
con partículas de conocimiento, pero las lagunas que separan unos de otros los
pocos hechos conocidos, son anchas y profundas. Vivimos en un globo que tiene
dos mil millones de años. En este vasto proscenio se representó el gran drama
de la evolución. Pero ¿cuál fue la primera escena? Hasta ahora ha sido
imposible averiguar cómo principió la vida. Nadie ha explicado ni siquiera el
origen de los vertebrados, a los cuales pertenece el hombre.
En toda la historia de la evolución ocurren
de trecho en trecho, como lunares, misterios improbables. Todo progreso
cardinal, o sea, todo paso de un nivel inferior
a uno superior, se ha efectuado en contradicción con los más rigurosos
principios científicos de la probabilidad.
Sirva de ejemplo el momento en que la vida
cambió su técnica de la reproducción. Durante millones de años, las células
protoplasmáticas se multiplicaban por fisiparidad, esto es, dividiéndose en
partes que adquirían los caracteres de células completas, como si estuviesen
dotadas de vida inmortal. Repentina y misteriosamente surgió un sistema nuevo y
singular: la generación sexual. Y ¡Cuán extraño es que, como en el pasaje de
Adán y Eva, cuando el sexo apareció en la vida, aparece con él la muerte!
Du Noüy, que es biólogo independiente y
denodado, señala y otra vez analogías simbólicas entre los primeros capítulos
del Génesis y los hechos conocidos de la evolución. El autor de ese primer
libro de la Biblia escribe como si conociese intuitivamente el gran programa de
la vida preparado para el mundo por el Creador mismo. A menudo el hombre llega
al conocimiento de la verdad por intuición; a menudo, por el ejercicio de sus
facultades intelectuales. Ambas fuentes deben respetarse.
Hay cinco hechos fundamentales relativos a
la evolución, que son innegables: (1) el comienzo de la vida en formas
extremadamente simples; (2) el paso por
evolución a formas más y más complejas; (3) el resultado de este larguísimo
proceso –el ser humano -, con su complicado cerebro; (4) la aparición de las
ideas abstractas en el hombre; (5) el desarrollo espontáneo de los sentimientos y conceptos morales y
espirituales en las diferentes partes del mundo.
Ninguno de estos cinco hechos puede
explicarse de una manera exclusivamente científica. Es preciso recurrir a
hipótesis para salvar las soluciones de continuidad.
Las hipótesis son con frecuencia necesarias.
En el desarrollo de su teoría de la relatividad, Einstein se sirvió de más de
una docena de postulados, o proposiciones indemostrables; y sin embargo,
gracias a su labor, los físicos han logrado poner en libertad la energía del
átomo. En la hipótesis de du Noüy, la evolución se ajusta a una forma
preconcebida, aun fin moral determinado. Fúndase en la imposibilidad de
atribuir al acaso el origen de la vida y el proceso de su desarrollo ascendente
hasta llegar a las maravillas del cerebro humano.
Desde hace largo tiempo, los materialistas
han estado afirmando que la casualidad es amo despótico de todas las cosas
perecederas del mundo. Pero du Noüy
contesta: “El hombre es libre para obedecer a sus fuertes instintos
animales, que le proporcionan placer material, o dirigir sus acciones a fines
de otra clase. Para alcanzar estos otros fines, debe luchar contra tales
instintos. A menudo la lucha le causa grandes sufrimientos. Sin embargo,
algunos hombres perseveran en ella, a despecho del dolor. Esta libertad de
escoger no existe sino en el hombre”.
Muchos seres humanos escogen el primer
camino; muy pocos escogen el segundo. Pero estos pocos son los que siempre han
desempeñado el papel principal en la evolución; han seguido a un guía
irresistible aunque invisible; han obedecido a una Causa Final que de continuo
los ha impulsado.
La nieve que se funde en los altos montes
corre hacia el mar en arroyos y en ríos caudalosos. En este movimiento obedece
a la bien conocida ley de finalidad llamada ley de gravedad. En la evolución,
la vida ha corrido, no de arriba hacia abajo, sino de abajo hacia arriba,
regida también por una ley de finalidad. Desde el principio del mundo, ha
seguido esa vía ascendente, comenzando con la materia informe y llegando hasta
el hombre, ser pensante dotado de conciencia moral.
¿Se ha desentendido la ciencia ortodoxa de
estas indicaciones de causas finales en la evolución? De ninguna manera. En el
continuo movimiento ascendente de la vida han fallado tan a menudo los rígidos
principios de la probabilidad, que aun los materialistas más empecinados han
tenido que admitir la presencia de algún factor desconocido.
A fin de tener en cuenta este factor
desconocido, los materialistas tuvieron que darle algún nombre. Como no les
gustaba el nombre reverenciado de Dios, lo llamaron “antiprobabilidad”. Pero
¡cuán poco importa que se llame así o que se llame Dios!
Durante muchos centenares de millones de
años, antes que el hombre principiase a pensar, la vida se regía por la ley
fundamental de la supervivencia. Luego aparecieron ciertos seres humanos que
obedecían a un motivo distinto; a una idea de lo moralmente bueno y lo
moralmente malo, por la cual estaban dispuestos a sacrificar la vida misma.
Esto fue, dice du Noüy, como si algún poder
dirigente y regulador hubiera hablado así al hombre:
“Hasta ahora no te has ocupado sino en vivir
y reproducirte. Has podido matar, y robar alimentos y mujeres, y luego dormir
en paz, después de satisfacer tus necesidades de acuerdo con tus instintos.
Pero en adelante dominarás estos instintos. ¡No matarás! ¡No hurtarás! ¡No
codiciarás bienes ajenos!
“Y no dormirás en paz sino cuando te hayas
dominado a ti mismo. Estarás dispuesto a padecer y morir antes que abandonar
tus ideales. Ya no serán tus objetivos dominantes vivir y comer. Por fines
nobles resistirás al hambre y a la muerte. Y deberás ser noble, porque esa es la
voluntad del nuevo ser que ha nacido en ti. Lo aceptarás como señor tuyo,
aunque enfrene tus deseos”.
El hombre no es el producto final de la
evolución, sino una etapa intermedia entre el pasado remoto, con todos los
apetitos e impulsos del bruto, y el porvenir, que encierra elevados bienes para
el alma. En adelante, nuestro progreso no será físico, sino espiritual. El
hombre del porvenir estará completamente libre de las pasiones humanas
destructivas; el egoísmo, la avaricia, la sed desordenada del poder. Aunque
disfrutará placeres corporales, no será dominado por ellos, ni serán ellos su
criterio. Romperá las cadenas que lo hacen esclavo del cuerpo, y sacudirá el
yugo de la carne.
Es claro que la evolución humana del
porvenir será obra de los hombres buenos de la tierra. Pero ¿qué son el bien y
el mal? Los materialistas niegan aun que el bien y el mal existan. Du Noüy, por
el contrario, no sólo afirma que existen, sino que trata de definirlos.
En todo el proceso de la evolución, dice, ha
habido dos clases de seres vivientes, que podemos llamar buenos y malos, o
evolucionantes y adaptantes. Los malos, o adaptantes, se guían siempre por la
conveniencia delo momento; son conformistas y apaciguadores; se adaptan al
medio y a las circunstancias en que viven, y luego dejan de progresar. Los
otros seres, los evolucionantes, son rebeldes y porfiados: rehúsan adaptarse a
lo presente y, no contentos con su condición actual, luchan por ascender a un
nivel superior y evolucionan. En el conflicto entre estos dos móviles encuentra
du Noüy la diferencia entre lo bueno y lo malo, entre el bien y el mal.
El criterio
de los adaptantes es utilidad; el de los evolucionantes, libertad –libertad de
toda restricción destructiva. Desde el principio, este criterio ha distinguido
las dos clases de seres vivientes y determinado su puesto en la escala de la
vida. Los seres que han buscado la libertad han sido los que han impulsado la
vida hacia adelante y hacia arriba. Como dice du Noüy, “la evolución avanza de
instabilidad en instabilidad. Cesaría si no encontrara sino sistemas estables
de adaptación perfecta”.
Lo que más importa es que el hombre ha
cambiado de amo y señor. En tiempos remotos era esclavo de leyes biológicas
fisioquímicas. Ahora puede pensar por sí mismo. Sus pasados prehistóricos eran
actores irresponsables en un drama que no comprendían. Ahora el hombre quiere
comprender el drama.
Ha adquirido la capacidad de perfeccionarse
a sí mismo. El sentimiento de lo bello ha entrado en su pecho y sus manos dan
forma a sublimes visiones estéticas. Inventa y aprende. Ya no se contenta con
la satisfacción de ningún apetito. Sin embargo, aún tiene mucho de animal, y
por eso es un ser que vive confundido y perplejo.
La voz de su recién nacida conciencia le da
nuevas órdenes que contradicen las que solía recibir y obedecer. ¿Es extraño
que se subleve? El freno lo enfurece, como enfurece a un potro cerrero; pero el
hombre difiere del potro cerrero en que es él mismo quien hace el freno que lo
sujeta, y tiene la libertad de ponérselo o no ponérselo. El dominio de sí
mismo, fundándose en la libertad de escoger entre el bien y el mal, da origen a
la dignidad humana, que es la meta de la evolución.
Una vez que comprendemos este hecho
trascendental, comprendemos asimismo este retoque complementario de la
definición del bien y el mal: El bien
debe ser además el respeto de la personalidad humana. El mal es el desprecio de
la personalidad.
He ahí el suceso de mayor importancia que
hasta ahora ha ocurrido en la evolución. De allí en adelante el hombre debe
para evolucionar, desobedecer su propia naturaleza. Ya no es la especie lo que
importa; es el individuo.
No hay que desesperar a causa de los que son
ahora los hombres buenos del mundo. Como en los miles de millones de años
pasados, la evolución, en el porvenir, habrá de ser obra de la minoría. Los
hombres de esa minoría serán los precursores de la raza humana futura,
ascendientes del hombre espiritualmente perfecto de que Cristo fue ejemplo para
todas las edades.
¿Se necesitarán otros dos mil millones de
años para alcanzar esta meta? Du Noüy
contesta que no. El proceso evolutivo puede acelerarse mediante el
instrumento más poderoso del hombre: el cerebro. Al paso que las aves
necesitaron años sin cuento para desarrollar sus alas, el hombre conquistó el
aire sólo en tres generaciones. Gracias a su cerebro, ha extendido
portentosamente el campo de sus sentidos: ve lo infinitamente pequeño y lo
infinitamente remoto. Y ha estrechado el espacio y acortado el tiempo.
Pero este desarrollo intelectual aumenta la
responsabilidad humana. El hombre es
libre para escoger entre continuar ascendiendo y destruirse a sí mismo. Muchos
hay que miran los inventos modernos como manifestaciones de verdadera
civilización. Pero el ideal de la humanidad no debe ser la comodidad y el
bienestar, sino la dignidad humana. A no ser que la conciencia lo gobierne, el
entendimiento conduce al hombre hacia el mal con más frecuencia que hacia el bien,
aconsejándole que se adapte a las circunstancias actuales y se contente con lo
presente. Nunca le aconseja que se subleve, que resista, que evolucione. El
sentido común nunca hizo héroes ni
mártires. Es por eso por lo que la inteligencia cuando obra por sí sola, es
peligrosa. Obrando así, produjo la bomba atómica. Pero los hombres pronto se
dieron cuenta de que este triunfo de la
ciencia amenazaba brutalmente su seguridad, y el conflicto entre la
inteligencia pura y las leyes morales se convirtió en cuestión de vida o muerte
para el género humano.
Por desgracia, todavía hay muchos que
porfían en sostener que el hombre es un animal glorificado, y nada más. Según
ellos, los problemas de la especie humana no pueden resolverse sino como
problemas animales. En el campo de la política, quieren reducir la sociedad a
una recua, en que toda acción individual esté rigurosamente reglamentada y la
libertad desaparezca. En una gran parte del mundo, los dictadores han
establecido ya este sistema, que hace del individuo un zángano, esclavo servil
en un inmenso enjambre. Pero la voluntad de la “antiprobabilidad”, o de Dios,
la gran fuerza directriz de la evolución, es que al hombre no se le aherroje ni
se le reduzca a pieza de un mecanismo monótomo, sino que se le deje la libertad
de evolucionar.
Debe respetarse la personalidad humana,
porque es facto de la evolución y colaboradora de Dios. Muchas personas
preguntarán: “Si Dios existe, ¿por qué permite todo el mal que hay en el
mundo?” Esta pregunta demuestra que quienes la hacen entienden mal la nueva
teoría. Al principio de la evolución, el proceso evolutivo dependía únicamente
de Dios; pero ahora depende no sólo de
Dios, sino también del esfuerzo individual del hombre. Al dar al hombre conciencia y libre albedrío,
Dios le comunicó parte de su propia omnipotencia y una chispa de su propio ser.
El libre albedrío, o sea, la libertad
irrestricta de la voluntad, es tan completo, que aun el mismo Dios se niega a
limitarlo. Si se admite que una potestad suprema creó las leyes de la vida,
debe admitirse que esa potestad no impedirá que tales leyes se cumplan. No es
que la Naturaleza sea incoherente sino que el hombre es ignorante. Aún sabe muy
poco y tiene mucho que aprender.
Otra cosa que pone perplejo al hombre es su
incapacidad de percibir sensiblemente a Dios. ¿Qué aspecto tiene el Ser
Supremo? ¿Acaso el de un gigante barbado, imagen amplificada del hombre? En
estos tiempos de ciencia y de cultura, tal pregunta ni necesita ni merece
respuesta. ¿Imaginar a Dios? ¿Quién puede representarse en el pensamiento
siquiera un electrón? Todos los físicos declaran que el electrón es
inconcebible. Es imposible delinearlo. Nadie lo ha visto nunca. Ni el electrón
ni Dios pueden representarse en la mente como seres definidos perceptibles; sin
embargo, existen.
¿Cómo puede el individuo cooperar en la
evolución del porvenir? El hombre conoce las leyes de la moral y puede
adherirse a ellas y confiar en ellas. Más importante aún es volver a la antigua costumbre de enseñar
moral a la juventud. La lucha por el porvenir debe principiar en las escuelas.
La instrucción es una de las armas de la evolución humana. Si en todas las
escuelas del mundo se enseñara la verdad, los estados totalitarios no podrían
existir.
Hoy en día, a los jóvenes se les llena la
cabeza de gran número de conocimientos inútiles, y de moral ni siquiera se les
habla. Es como si se tratara de enseñar a cultivar flores a un agricultor que
no supiese arar la tierra. ¿Por qué no se le ocurre a nadie hacer que los niños
aprendan a desarrollar en sí mismos el sentido moral? El mundo entero reconoce
cuán beneficioso sería para la humanidad el que la gran mayoría de los hombres
fuesen dignos de confianza.
La ley de la evolución es y ha sido siempre
la lucha por elevar la vida más y más. La lucha no perdió nada de su violencia
al pasar del mundo material al mundo espiritual. El hombre lleva en sí la
chispa divina. Tiene la libertad de hacer caso omiso de ella o de aproximarse
más y más a Dios poniéndola de manifiesto en sus esfuerzos por ajustarse al
plan y la voluntad de su Creador.
Du Noüy
no escribió su libro para los verdaderos creyentes, sino para los
incrédulos y los escépticos: para los millones de personas que en su
desesperación se preguntan si vale la pena vivir. A ellas ofrece este libro
valor y esperanza.
El objeto
que el doctor Lecomte du Noüy se propone en su libro Human
Destiny es poner de manifiesto, con argumentos estrictamente
científicos, los sofismos de la filosofía materialista. Nadie que yo sepa,
había hecho antes del doctor du Noüy;
y nadie podría hacerlo que no estuviese
al tanto de las últimas conclusiones a que han llegado las matemáticas, la
física, la química, la biología y la filosofía.
En
Human Destiny, du Noüy es enteramente constructivo, desde
el punto de vista tanto de la ciencia como de la religion. El libro manifiesta
comprensión tan clara de los asuntos fundamentales de que trata, y perspicacia
tan aguda en la interpretación, que bien puede clasificarse entre las obras de
mérito singular que no aparecen más de una o dos veces en un siglo.
Doctor
Robert A. Milikan, honrado con el premio Nobel de física; presidente del
consejo ejecutivo del Instituto de tecnología de California.