Si hemos de
escapar de las catástrofes que pusieron fin a las otras civilizaciones, tenemos
que aprender que no solo de ciencia e intelecto vive el hombre.
EL MUNDO
salvaje es también el del hombre. Habiendo evolucionado en él durante millones
de siglos, no nos separa mucho del salvajismo nuestro barniz de civilización.
Llevamos lo silvestre en la sangre. En efecto: cuanto más mecanizada, compleja
y delicada llegue a ser nuestra civilización, mayores serán las probabilidades
de que una crisis nos vuelva a la barbarie.
Hay en la
naturaleza una espontánea sabiduría que da forma a todas las experiencias de
vida en la Tierra. ¿Podemos aprovecharla sin sufrir la agonía de volver a la
barbarie? ¿Podemos combinarla con los progresos intelectuales de que tan
orgullosos nos sentimos, utilizarla para orientar de nuevo las tendencias
modernas antes de que nos conduzcan a una ruina peor que las sufridas por las
civilizaciones pasadas? Creo que sí podemos, y que, para hacerlo, debemos
aprender de los primitivos.
Mi interés
por la Naturaleza data de mi niñez y de los relatos que mii padre me contaba
sobre la colonización de Minnesota cuando él era niño. Entonces los bosques
estaban llenos de venados; a menudo las bandadas de patos silvestres oscurecían
el so; todo lago y río tenía sus peces. Cerca de casa los indios chippewas
levantaban sus tepees . Aquello era
un paraíso de maravilla para un chico.
¡Qué cambio
se operó en el curso de unas sola generación! Yo jamás vi venados en nuestra
granja. Los bosques vírgenes quedaron talados; los chippewas vivían en reservas
para indios, y hasta los patos silvestres y los peces escaseaban.
Envidiaba a
mi padre los días de su niñez; pero mi
generación tuvo sus compensaciones: automóviles, aviones, teléfonos, millones
de innovaciones científicas. Y todavía podía ir uno al yermo viajando más hacia
el occidente.
Yo aprendí a
conducir el automóvil a los 11 años, y a volar a los 20. Escogí como profesión
la aviación. En los aviones se juntaban los elementos que yo amaba, aunando
cualidades de la civilización y de la Naturaleza sin conflicto aparente. La
matemática del motor y del plano me llevaban sobre fronteras más salvajes e
inaccesibles que las que nombraba mi padre. Llegué a conocer la geografía del
globo como el hombre no la había conocido antes. Retrocediendo con la memoria
veo el caribú de la tundra ártica; manadas de elefantes que avanzaban por los
senderos de África. Debajo tengo las selvas de Guinea, los picos del Himalaya, islas
del Pacífico ecuatorial engastadas como joyas en sus arrecifes… todo esto
armado sobre una esfera mental que el progreso de la ciencia ha formado dentro
de mi mente.
Con un enorme
esfuerzo de millones de hombres y mujeres, la aviación se ha desarrollado
rápidamente. Mi propia vida abarca desde el vuelo de los hermanos Wrigth Kitty
Hawk hasta los satélites tripulados en órbita, y el progreso científico sigue
avanzando vertiginosamente. Los aviones supersónicos transportan pasajeros con
la velocidad de una bala de fusil. Se proyectan astronaves para viajar entre la
Tierra, la Luna y los planetas cercanos. El estudio de la ciencia nuclear pone
en nuestras manos un poder cósmico, mientras que la criobiología puede llegar a
suspender el proceso de envejecimiento del
hombre. Soñamos con atravesar las galaxias como nuestros antecesores
soñaban con imitar a las aves. Sin duda el desarrollo potencial en todos los
campos científicos es inmenso y se extiende mucho más allá de lo que alcanzamos
a imaginar. Yo creo que la luz de la ciencia es tan deslumbrante que solo se
puede valorar estudiando su reflexión en el espejo de la vida; y la vida nos
lleva otra vez a la Naturaleza.
Contemplando
el espejo de la vida comencé por primera vez a poner en duda el rumbo de nuestra civilización. Durante
muchos años dedicados a volar observé cambios de matiz y textura en la gran
superficie que se extendía bajos mis alas. Aparecían tierras taladas donde
había bosques. Los lagos subían por las faldas de los cerros. Las zanjas cruzaban
tierras pantanosas; el polvo envolvía praderas; y líneas de transmisión rayaban
la faz de la Tierra de uno a otro confín. Vi cómo los cruces de caminos se
volvían aldeas, las aldeas pueblos, los pueblos ciudades. Los suburbios se
apoderaban de las lomas; el monte virgen desaparecía y los animales silvestres
disminuían en número.
Hoy el águila
norteamericana de cabeza blanca es una especie ya casi extinguida. Hasta el oso
polar se ha convertido, en sus témpanos de hielo, en pieza fácil para el
cazador aéreo. Uno de los últimos rebaños conocidos del órix de Arabia ha sido
perseguido con ametralladora por un jeque. Los arponeros han acabado con la
ballena azul en los mares. Mientras tanto, la contaminación inutiliza ríos y
bahías. Las playas están cubiertas de basura. Las obras de ingeniería amenazan
los cañones de Colorado y cuanto sitio de belleza natural pueda ser una reserva
de energía. Sin duda el progreso científico, que yo tanto admiro, está
destruyendo cualidades más valiosas todavía.
Naturalmente,
el monte virgen tenía que retroceder ante el avance de la civilización. Eso era
inevitable; pero no pensaba que iba a desaparecer. El mundo parecía muy grande
y yo suponía que algunas partes conservarían su estado primitivo, sin dejar de
ser accesibles. Los días pasados en laboratorios, fábricas y oficinas, se
iluminaban por el contacto intuitivo con la naturaleza exterior. Si yo hubiera
tenido que escoger, no habría cambiado los milagros Tierra más importante que
aumentar la velocidad de los trasportes o visitar a la Luna o Marte?
Si estuviera
entrando en la edad adulta –y no hace cincuenta años- escogería una profesión
que me mantuviera en contacto con la Naturaleza más que con la ciencia. Esta es
una elección que todavía puede hacer el individuo, aunque no la humanidad en
general. Quedan muy pocas regiones en su pureza natural. Deliberadamente o por
indiferencia nos hemos aislado del suelo que nos dio el ser. Nuestra dedicación
a la ciencia ha dado por resultado un alarmante crecimiento de las poblaciones del
mundo, que exige una dedicación cada vez mayor a la ciencia para mejorar su
nivel de vida y conservar su vigor.
Por la fuerza
he llegado a la conclusión de que la exagerada atención a la ciencia debilita
el carácter del hombre y altera el equilibrio esencial de la vida. La ciencia
produce la técnica. La técnica lleva a complicaciones infinitas. Los ejemplos
están por todas partes: en la complejidad del gobierno y las corporaciones
mercantiles; en la automatización y las relaciones laborales; en la guerra, la
diplomacia, los impuestos, la legislación; en casi todos los campos de la
rutina del hombre moderno.
Del
crecimiento de las ciudades al aumento del poderío militar, de los requisitos
médicos a las prestaciones del seguro social, cuando se traza la gráfica del
progreso en función del tiempo, resultan curvas exponenciales con las cuales no
podemos conformarnos a la larga. ¿Pero qué remedio prescribirá el hombre de
ciencia como resultado de esta situación? Supongamos que los técnicos llegan
teóricamente a la conclusión de que están destruyendo su propia cultura. ¿Serán
capaces de tomar las medidas necesarias
para impedir tal destrucción?
Los fracasos
de antiguas civilizaciones y las crisis de la nuestra demuestran que el hombre
no ha adquirido la habilidad de hacer frente a complicaciones ilimitadas. No ha
descubierto cómo controlar las parábolas de su ciencia. En este punto creo que
el intelecto humano puede aprender de la naturaleza primitiva, pues la
Naturaleza fue concebida en poder cósmico y medra en la complicación infinita.
Ningún problema le ha sido tan difícil que no pudiera resolverlo. De la
dinámica de un átomo la Naturaleza produjo la tranquilidad de una flor, la
alegría de una marsopa, la inteligencia del hombre… el milagro de la vida.
En la Naturaleza
siento el milagro de la vida, al lado del cual nuestras proezas científicas
parecen triviales. La construcción de una computadora analógica resulta
sencilla en comparación con la mezcla de espacio y milenios de evolución que
encierra una célula. En un ambiente primitivo, más bien que en la civilización,
me doy cuenta de la posición cambiante del hombre, como si súbitamente me viera
libre de un estado hipnótico. La vida misma viene a ser la norma de todo
juicio. ¿Cómo pude yo haber pasado por alto, aun momentáneamente, un hecho tan
obvio?
Pasando en la
eterna penumbra bajo las altas ramas de una selva indonesia, veo bejucos
grotescamente retorcidos, gruesos como un pitón, que se enredan entre árboles
de muchos troncos. Todo el día cantan los pajarillos y chillan los pavos
reales. Avanzando en silencio sobre el limo blando del suelo, observo una piara
de jabalíes trotando, hozando y gruñendo en sus peleas. Los monos se mecen en
las ramas. Un lagarto descomunal se encarama en un tronco y se pone a papar
moscas. Al caer la tarde, tendido a la orilla del mar, veo pasar las zorras
voladoras (murciélagos gigantes de 90 centímetros o más de envergadura); son
docenas, a veces centenares en un grupo, y aletean despacio contra el viento o
descienden hasta tocar el agua.
Me siento
trasportado de nuestra era a la mesozoica,
libre de la ceguera que produce nuestro ambiente cronometrado. Las
edades se convierten en segundos. El hombre resulta un advenedizo entre las
especies terrestres en pugna; la civilización, apenas un destello en el proceso
evolutivo. Rodeado por la Naturaleza tengo menos conciencia de mi
individualidad. Veo los animales que me rodean como experimentos que hace la
Tierra con la vida; y yo soy uno de ellos. Cada uno de nosotros representa una
corriente de vida que trata de sobrevivir, de aprovechar cuanta oportunidad se
le ofrezca. La garza alarga las zancas para andar en las charcas. El león afila
los dientes para matar. El rinoceronte echa una piel gruesa para protegerse. El
hombre desarrolla la inteligencia para dominar la Tierra y, en comparación, la
velocidad con que ha ganado este dominio es sorprendente. He aquí esas otras
curvas exponenciales que ascienden con la violencia de una explosión.
En medio de
los rascacielos de la civilización veo confirmada mi superioridad sobre los
animales inferiores por el imperio incontestable del hombre; veo a las demás
criaturas con la altanería de un dios, porque yo tengo inteligencia y ellas no
tienen más que instinto. Pero rodeado de la Naturaleza, comienzo a dudar de mi
superioridad. Me sorprende la perfección material de otras especies en
comparación con la mía: la belleza, el vigor corporal y el equilibrio que la
Naturaleza ha alcanzado por medio del instinto. Me pregunto qué ha hecho la
inteligencia para merecer tal prestigio. Como el animal más torpe, destructor y
defectuoso, el hombre no puede enorgullecerse de lo que ha hecho. Nuestra
actual superioridad intelectual no garantiza gran sabiduría ni gran poder de
supervivencia en nuestros genes. Acaso el Homo Sapiens no sea sino una rama
super-especializada del tronco de la evolución.
A mi modo de
ver, el estado natural nos enseña la sabiduría fundamental de la Creación. Veo
la regulación de las poblaciones, el estímulo de la convivencia, la espléndida yuxtaposición
de la unidad y la diversidad para formar
el carácter de la vida. Y sobre todo veo la capacidad para distinguir lo mejor
de lo peor, que ha hecho posible el de la vida. En el estado natural fluyen y
se funden, como en ningún otro ambiente, loe elementos de cuerpo, mente y
espíritu. Libres de artificiales influencias nuestras sensaciones se modifican,
y con ellas nuestros juicios. La importancia de la realización cede ante el
valor de la conciencia. El olor de la tierra, el tacto de las hojas, los trotes
de los animales y otras mil circunstancias se entretejen para hacernos no solo
conscientes, sino conscientes de nuestra conciencia. Con las estrellas arriba,
un planeta debajo y ninguna barrera intermedia o posterior, la intuición
trasciende los límites de la mente para llegar a un misticismo en que el hombre
evita el nombre de “Dios”. Recuerdo entonces haber oído a un miembro de una
tribu africana que describía así la cultura de su gente: “Creemos que Dios está
en todas partes. Está en los ríos, la corteza de los árboles, las nubes y las
montañas. Cantamos a las montañas… porque Dios está en ellas”.
Lo primitivo
hace hincapié en factores de supervivencia y en los misterios que están más
allá.
La civilización moderna insiste en el aumento de nuestros conocimientos y
en la aplicación de la técnica a la vida del hombre. El futuro de la humanidad
depende de nuestra habilidad para combinar el conocimiento de la ciencia con la
sabiduría de la Naturaleza.
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