lunes, 3 de marzo de 2014

LA SABIDURÍA DE LA NATURALEZA / Charles LINDBERGH

Si hemos de escapar de las catástrofes que pusieron fin a las otras civilizaciones, tenemos que aprender que no solo de ciencia e intelecto vive el hombre.

EL MUNDO salvaje es también el del hombre. Habiendo evolucionado en él durante millones de siglos, no nos separa mucho del salvajismo nuestro barniz de civilización. Llevamos lo silvestre en la sangre. En efecto: cuanto más mecanizada, compleja y delicada llegue a ser nuestra civilización, mayores serán las probabilidades de que una crisis nos vuelva a la barbarie.

Hay en la naturaleza una espontánea sabiduría que da forma a todas las experiencias de vida en la Tierra. ¿Podemos aprovecharla sin sufrir la agonía de volver a la barbarie? ¿Podemos combinarla con los progresos intelectuales de que tan orgullosos nos sentimos, utilizarla para orientar de nuevo las tendencias modernas antes de que nos conduzcan a una ruina peor que las sufridas por las civilizaciones pasadas? Creo que sí podemos, y que, para hacerlo, debemos aprender de los primitivos.

Mi interés por la Naturaleza data de mi niñez y de los relatos que mii padre me contaba sobre la colonización de Minnesota cuando él era niño. Entonces los bosques estaban llenos de venados; a menudo las bandadas de patos silvestres oscurecían el so; todo lago y río tenía sus peces. Cerca de casa los indios chippewas levantaban sus tepees . Aquello era un paraíso de maravilla para un chico.

¡Qué cambio se operó en el curso de unas sola generación! Yo jamás vi venados en nuestra granja. Los bosques vírgenes quedaron talados; los chippewas vivían en reservas para indios, y hasta los patos silvestres y los peces escaseaban.

Envidiaba a mi padre los días de su niñez; pero  mi generación tuvo sus compensaciones: automóviles, aviones, teléfonos, millones de innovaciones científicas. Y todavía podía ir uno al yermo viajando más hacia el occidente.

Yo aprendí a conducir el automóvil a los 11 años, y a volar a los 20. Escogí como profesión la aviación. En los aviones se juntaban los elementos que yo amaba, aunando cualidades de la civilización y de la Naturaleza sin conflicto aparente. La matemática del motor y del plano me llevaban sobre fronteras más salvajes e inaccesibles que las que nombraba mi padre. Llegué a conocer la geografía del globo como el hombre no la había conocido antes. Retrocediendo con la memoria veo el caribú de la tundra ártica; manadas de elefantes que avanzaban por los senderos de África. Debajo tengo las selvas de Guinea, los picos del Himalaya, islas del Pacífico ecuatorial engastadas como joyas en sus arrecifes… todo esto armado sobre una esfera mental que el progreso de la ciencia ha formado dentro de mi mente.

Con un enorme esfuerzo de millones de hombres y mujeres, la aviación se ha desarrollado rápidamente. Mi propia vida abarca desde el vuelo de los hermanos Wrigth Kitty Hawk hasta los satélites tripulados en órbita, y el progreso científico sigue avanzando vertiginosamente. Los aviones supersónicos transportan pasajeros con la velocidad de una bala de fusil. Se proyectan astronaves para viajar entre la Tierra, la Luna y los planetas cercanos. El estudio de la ciencia nuclear pone en nuestras manos un poder cósmico, mientras que la criobiología puede llegar a suspender el proceso de envejecimiento del  hombre. Soñamos con atravesar las galaxias como nuestros antecesores soñaban con imitar a las aves. Sin duda el desarrollo potencial en todos los campos científicos es inmenso y se extiende mucho más allá de lo que alcanzamos a imaginar. Yo creo que la luz de la ciencia es tan deslumbrante que solo se puede valorar estudiando su reflexión en el espejo de la vida; y la vida nos lleva otra vez a la Naturaleza.

Contemplando el espejo de la vida comencé por primera vez a poner en duda  el rumbo de nuestra civilización. Durante muchos años dedicados a volar observé cambios de matiz y textura en la gran superficie que se extendía bajos mis alas. Aparecían tierras taladas donde había bosques. Los lagos subían por las faldas de los cerros. Las zanjas cruzaban tierras pantanosas; el polvo envolvía praderas; y líneas de transmisión rayaban la faz de la Tierra de uno a otro confín. Vi cómo los cruces de caminos se volvían aldeas, las aldeas pueblos, los pueblos ciudades. Los suburbios se apoderaban de las lomas; el monte virgen desaparecía y los animales silvestres disminuían en número.

Hoy el águila norteamericana de cabeza blanca es una especie ya casi extinguida. Hasta el oso polar se ha convertido, en sus témpanos de hielo, en pieza fácil para el cazador aéreo. Uno de los últimos rebaños conocidos del órix de Arabia ha sido perseguido con ametralladora por un jeque. Los arponeros han acabado con la ballena azul en los mares. Mientras tanto, la contaminación inutiliza ríos y bahías. Las playas están cubiertas de basura. Las obras de ingeniería amenazan los cañones de Colorado y cuanto sitio de belleza natural pueda ser una reserva de energía. Sin duda el progreso científico, que yo tanto admiro, está destruyendo cualidades más valiosas todavía.

Naturalmente, el monte virgen tenía que retroceder ante el avance de la civilización. Eso era inevitable; pero no pensaba que iba a desaparecer. El mundo parecía muy grande y yo suponía que algunas partes conservarían su estado primitivo, sin dejar de ser accesibles. Los días pasados en laboratorios, fábricas y oficinas, se iluminaban por el contacto intuitivo con la naturaleza exterior. Si yo hubiera tenido que escoger, no habría cambiado los milagros Tierra más importante que aumentar la velocidad de los trasportes o visitar a la Luna o Marte?
Si estuviera entrando en la edad adulta –y no hace cincuenta años- escogería una profesión que me mantuviera en contacto con la Naturaleza más que con la ciencia. Esta es una elección que todavía puede hacer el individuo, aunque no la humanidad en general. Quedan muy pocas regiones en su pureza natural. Deliberadamente o por indiferencia nos hemos aislado del suelo que nos dio el ser. Nuestra dedicación a la ciencia ha dado por resultado un alarmante crecimiento de las poblaciones del mundo, que exige una dedicación cada vez mayor a la ciencia para mejorar su nivel de vida y conservar su vigor.

Por la fuerza he llegado a la conclusión de que la exagerada atención a la ciencia debilita el carácter del hombre y altera el equilibrio esencial de la vida. La ciencia produce la técnica. La técnica lleva a complicaciones infinitas. Los ejemplos están por todas partes: en la complejidad del gobierno y las corporaciones mercantiles; en la automatización y las relaciones laborales; en la guerra, la diplomacia, los impuestos, la legislación; en casi todos los campos de la rutina del hombre moderno.

Del crecimiento de las ciudades al aumento del poderío militar, de los requisitos médicos a las prestaciones del seguro social, cuando se traza la gráfica del progreso en función del tiempo, resultan curvas exponenciales con las cuales no podemos conformarnos a la larga. ¿Pero qué remedio prescribirá el hombre de ciencia como resultado de esta situación? Supongamos que los técnicos llegan teóricamente a la conclusión de que están destruyendo su propia cultura. ¿Serán capaces de tomar las medidas necesarias  para impedir tal destrucción?

Los fracasos de antiguas civilizaciones y las crisis de la nuestra demuestran que el hombre no ha adquirido la habilidad de hacer frente a complicaciones ilimitadas. No ha descubierto cómo controlar las parábolas de su ciencia. En este punto creo que el intelecto humano puede aprender de la naturaleza primitiva, pues la Naturaleza fue concebida en poder cósmico y medra en la complicación infinita. Ningún problema le ha sido tan difícil que no pudiera resolverlo. De la dinámica de un átomo la Naturaleza produjo la tranquilidad de una flor, la alegría de una marsopa, la inteligencia del hombre… el milagro de la vida.

En la Naturaleza siento el milagro de la vida, al lado del cual nuestras proezas científicas parecen triviales. La construcción de una computadora analógica resulta sencilla en comparación con la mezcla de espacio y milenios de evolución que encierra una célula. En un ambiente primitivo, más bien que en la civilización, me doy cuenta de la posición cambiante del hombre, como si súbitamente me viera libre de un estado hipnótico. La vida misma viene a ser la norma de todo juicio. ¿Cómo pude yo haber pasado por alto, aun momentáneamente, un hecho tan obvio?

Pasando en la eterna penumbra bajo las altas ramas de una selva indonesia, veo bejucos grotescamente retorcidos, gruesos como un pitón, que se enredan entre árboles de muchos troncos. Todo el día cantan los pajarillos y chillan los pavos reales. Avanzando en silencio sobre el limo blando del suelo, observo una piara de jabalíes trotando, hozando y gruñendo en sus peleas. Los monos se mecen en las ramas. Un lagarto descomunal se encarama en un tronco y se pone a papar moscas. Al caer la tarde, tendido a la orilla del mar, veo pasar las zorras voladoras (murciélagos gigantes de 90 centímetros o más de envergadura); son docenas, a veces centenares en un grupo, y aletean despacio contra el viento o descienden hasta tocar el agua.

Me siento trasportado de nuestra era a la mesozoica,  libre de la ceguera que produce nuestro ambiente cronometrado. Las edades se convierten en segundos. El hombre resulta un advenedizo entre las especies terrestres en pugna; la civilización, apenas un destello en el proceso evolutivo. Rodeado por la Naturaleza tengo menos conciencia de mi individualidad. Veo los animales que me rodean como experimentos que hace la Tierra con la vida; y yo soy uno de ellos. Cada uno de nosotros representa una corriente de vida que trata de sobrevivir, de aprovechar cuanta oportunidad se le ofrezca. La garza alarga las zancas para andar en las charcas. El león afila los dientes para matar. El rinoceronte echa una piel gruesa para protegerse. El hombre desarrolla la inteligencia para dominar la Tierra y, en comparación, la velocidad con que ha ganado este dominio es sorprendente. He aquí esas otras curvas exponenciales que ascienden con la violencia de una explosión.

En medio de los rascacielos de la civilización veo confirmada mi superioridad sobre los animales inferiores por el imperio incontestable del hombre; veo a las demás criaturas con la altanería de un dios, porque yo tengo inteligencia y ellas no tienen más que instinto. Pero rodeado de la Naturaleza, comienzo a dudar de mi superioridad. Me sorprende la perfección material de otras especies en comparación con la mía: la belleza, el vigor corporal y el equilibrio que la Naturaleza ha alcanzado por medio del instinto. Me pregunto qué ha hecho la inteligencia para merecer tal prestigio. Como el animal más torpe, destructor y defectuoso, el hombre no puede enorgullecerse de lo que ha hecho. Nuestra actual superioridad intelectual no garantiza gran sabiduría ni gran poder de supervivencia en nuestros genes. Acaso el Homo Sapiens no sea sino una rama super-especializada del tronco de la evolución.
A mi modo de ver, el estado natural nos enseña la sabiduría fundamental de la Creación. Veo la regulación de las poblaciones, el estímulo de la convivencia, la espléndida yuxtaposición de la unidad  y la diversidad para formar el carácter de la vida. Y sobre todo veo la capacidad para distinguir lo mejor de lo peor, que ha hecho posible el de la vida. En el estado natural fluyen y se funden, como en ningún otro ambiente, loe elementos de cuerpo, mente y espíritu. Libres de artificiales influencias nuestras sensaciones se modifican, y con ellas nuestros juicios. La importancia de la realización cede ante el valor de la conciencia. El olor de la tierra, el tacto de las hojas, los trotes de los animales y otras mil circunstancias se entretejen para hacernos no solo conscientes, sino conscientes de nuestra conciencia. Con las estrellas arriba, un planeta debajo y ninguna barrera intermedia o posterior, la intuición trasciende los límites de la mente para llegar a un misticismo en que el hombre evita el nombre de “Dios”. Recuerdo entonces haber oído a un miembro de una tribu africana que describía así la cultura de su gente: “Creemos que Dios está en todas partes. Está en los ríos, la corteza de los árboles, las nubes y las montañas. Cantamos a las montañas… porque Dios está en ellas”.


Lo primitivo hace hincapié en factores de supervivencia y en los misterios que están más allá.

La civilización moderna insiste en el aumento de nuestros conocimientos y en la aplicación de la técnica a la vida del hombre. El futuro de la humanidad depende de nuestra habilidad para combinar el conocimiento de la ciencia con la sabiduría de la Naturaleza. 

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