martes, 25 de marzo de 2014

LA FUENTE DE NUESTRA FORTALEZA / A. WHITNEY GRISWOLD

A.    WHITNEY GRISWOLD, Rector de la Universidad de Yale
Condensado de un discurso pronunciado en el Foro del “Herald Tribune” de Nueva York.

“Una chispa se desprende del cielo. ¿Quién lo recoge? ¿La multitud? Jamás. ¿El individuo? Siempre”.

DESDE AQUEL momento, ya perdido en la bruma del tiempo, en que el hombre, al contemplarse a sí mismo, vio la imagen de Dios, ha luchado contra las fuerzas de la Naturaleza y de lo sobrenatural y contra las tiranías de sus semejantes por realizar las promesas implícitas en tal imagen. Ha llevado plenamente la gregaria existencia que le han impuesto la mitad de sus instintos. Y, obedeciendo las exigencias de la otra mitad, se ha esforzado por expresarse individuo en todos los elementos de la Tierra, de los cielos que la cobijan y de las aguas que hay bajo su superficie.
   Durante largo tiempo, los filٕósofos han reconocido este conflicto que alienta en el corazón humano, y nosotros, al igual que cada una de las generaciones que nos han precedido, hemos sido testigos de las manifestaciones políticas de aquel conflicto. Nuestro mundo está dividido por filosofías políticas que proclaman el destino mecanicista del hombre como especie biológica, y por otras que proclaman su sino creador como individuo. En estos momentos parece predominar la teoría mecanicista. La propagan a punta de espada las dictaduras que hoy gobiernan a cerca de la mitad de los pueblos del mundo y que pretenden extender su dominación sobre el resto. Probablemente jamás en la historia haya tenido el individuo que defender su derecho natural en situación de tan formidable desventaja.
   Esto presenta un sombrío panorama para quienes, por tradición y temperamento, confían en que del individuo llegará la salvación de la raza. Pero hemos de congratularnos de que sólo se trate de una mera perspectiva y no de una realidad. Una y otra vez hemos visto que el individuo ha estado, aparentemente, a punto de abandonar la escena; mas ha sido apenas para reaparecer en ella, provisto de nuevas y más vigorosas réplicas.
   La democracia es cosa bien nueva en el mundo. Nuestro conocimiento del hombre como miembro de una sociedad se remonta al período neolítico, hace 9000 años. En ese lapso el hombre ha presenciado  y sufrido el despotismo en todas las formas imaginables.
   La democracia, la filosofía e la esperanza, afín con los instintos del hombre como individuo y consagrada a cultivar esos instintos en bien de la sociedad, surgió por primera vez en Atenas alrededor del año 500 a. de J. C. Gozó de espasmódico renacimiento en las ciudades-estados de Italia por los siglos XI y XII y más tarde por los cantones suizos, pero no apareció en los tiempos modernos hasta la revolución  de los puritanos ingleses a mediados del siglo XVII. Y hasta el siglo XIX no alcanzó la forma en que hoy la conocemos. Comparada con el despotismo, apenas tiene unos minutos de edad. Lo notable no es que todavía sea objeto de oposición por parte del despotismo, sino que haya sobrevivido a esa oposición tan vigorosamente.
Ha sobrevivido porque ha demostrado una y otra vez, y contra toda coacción, su capacidad de armonizar y hacer productivos, en todas las disciplinas del pensamiento y la acción, los instintos individuales y sociales innatos en el hombre. En estos aspectos ha probado la superioridad sobre todas las demás filosofías políticas. Todas tratan de trazar una línea divisoria entre las oportunidades y las responsabilidades del individuo y las de la sociedad, pero ninguna traza esa línea de tan sutil acuerdo con la realidad, como lo hace la democracia.
   ¿Y qué es esa realidad? Simplemente, que desde hace 9000 años la sociedad ha descansado en sus miembros, como individuos, para llevar a cabo esas creaciones del intelecto y del espíritu que la han conducido por la senda de la civilización. Una chispa se desprende del cielo. ¿Quién la recoge? ¿La multitud? Jamás. ¿El individuo? Siempre. Es él, y él solamente, como artista, inventor, explorador, erudito; como hombre de ciencia, guía espiritual o estadista, quien está más próximo a la fuente de la vida y trasmite la esencia de ella a sus semejantes. Quien le ate las manos, o le tape la boca, o le intimide en nombre de la uniformidad, cortará su propio contacto con esa fuente.
   No se puede arrancar a una muchedumbre virtud y sabiduría del mismo modo que se extraen huevos a las gallinas bajo los efectos de la luz eléctrica. No existe una inteligencia general. Sólo hay una inteligencia individual que se comunica a otras inteligencias individuales.
   Tampoco existe lo que se pueda calificar de moral pública; sólo existe el compuesto de la moral privada. Ya Pericles, el estadista ateniense, percibía estas verdades cuando dijo de la democracia, en su fase más temprana, que aquélla confiaba “menos en un sistema y una norma que en el espíritu innato de nuestros ciudadanos” Igual hacía Tomás Jefferson cuando escribió: “Son los hábitos y el espíritu de un pueblo lo que preserva el vigor de una república”. Esto mismo podría decirse de todas las formas de gobierno, pero de ninguna se dirá con tanta propiedad como de aquella en que la voz del pueblo es la voz de Dios. Este es otro modo de decir que la democracia es fundamentalmente una filosofía moral, hecho que le ha permitido, más que ningún otro de su naturaleza y de su historia, sobrevivir a todas sus encarnaciones previas.
   Porque el mismo progreso científico que, en opinión de muchos, presagia la ruina de la democracia, depende de dos cosas para su perdurable : en primer lugar, de los continuos descubrimientos del individuo en el ámbito de la ciencia pura, de los que resulta la prosecución del proceso educativo que produce esa clase de individuos; y, en segundo lugar, de una filosofía social que aplica la energía humana, recién rescatada de tediosas faenas por los progresos tecnológicos, a fines sociales compatibles con este propósito.
   Este vasto acervo de energía, superior en términos humanos a nuestros más grandes avances en la conservación  de los recursos naturales y, en términos militares y políticos, equivalente a la adquisición de un nuevo y poderoso aliado en la defensa de la democracia, lo tenemos a nuestro alcance en disposición de ser aprovechado. ¿Cómo hemos de utilizarlo? ¿Vamos a abandonarlo en manos de la industria del espectáculo?¿Hemos de descartarlo por temor a las ideas de un puñado de doctrinarios rusos, que viven aislados hasta de su propio pueblo y cuya concepción del mundo no es tan cabal como la de Colón ni tan animosa como la de los reyes Fernando e Isabel?

   Si eso hacemos, tendremos que rendir cuenta de ello, como han tenido que hacerlo todas las entidades políticas que han tratado con menosprecio a sus miembros individualmente. Porque “todo árbol que no da buen fruto será cortado y arrojado al fuego”.

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