A.
WHITNEY
GRISWOLD, Rector de la Universidad de Yale.
Condensado de un discurso
pronunciado en el Foro del “Herald Tribune” de Nueva York.
“Una chispa se desprende del cielo.
¿Quién lo recoge? ¿La multitud? Jamás. ¿El individuo? Siempre”.
DESDE AQUEL
momento, ya perdido en la bruma del tiempo, en que el hombre, al contemplarse a
sí mismo, vio la imagen de Dios, ha luchado contra las fuerzas de la Naturaleza
y de lo sobrenatural y contra las tiranías de sus semejantes por realizar las
promesas implícitas en tal imagen. Ha llevado plenamente la gregaria existencia
que le han impuesto la mitad de sus instintos. Y, obedeciendo las exigencias de
la otra mitad, se ha esforzado por expresarse individuo en todos los elementos
de la Tierra, de los cielos que la cobijan y de las aguas que hay bajo su
superficie.
Durante largo tiempo, los filٕósofos han
reconocido este conflicto que alienta en el corazón humano, y nosotros, al
igual que cada una de las generaciones que nos han precedido, hemos sido
testigos de las manifestaciones políticas de aquel conflicto. Nuestro mundo
está dividido por filosofías políticas que proclaman el destino mecanicista del
hombre como especie biológica, y por otras que proclaman su sino creador como
individuo. En estos momentos parece predominar la teoría mecanicista. La
propagan a punta de espada las dictaduras que hoy gobiernan a cerca de la mitad
de los pueblos del mundo y que pretenden extender su dominación sobre el resto.
Probablemente jamás en la historia haya tenido el individuo que defender su
derecho natural en situación de tan formidable desventaja.
Esto presenta un sombrío panorama para
quienes, por tradición y temperamento, confían en que del individuo llegará la
salvación de la raza. Pero hemos de congratularnos de que sólo se trate de una
mera perspectiva y no de una realidad. Una y otra vez hemos visto que el
individuo ha estado, aparentemente, a punto de abandonar la escena; mas ha sido
apenas para reaparecer en ella, provisto de nuevas y más vigorosas réplicas.
La democracia es cosa bien nueva en el
mundo. Nuestro conocimiento del hombre como miembro de una sociedad se remonta
al período neolítico, hace 9000 años. En ese lapso el hombre ha presenciado y sufrido el despotismo en todas las formas
imaginables.
La democracia, la filosofía e la esperanza,
afín con los instintos del hombre como individuo y consagrada a cultivar esos
instintos en bien de la sociedad, surgió por primera vez en Atenas alrededor
del año 500 a. de J. C. Gozó de espasmódico renacimiento en las
ciudades-estados de Italia por los siglos XI y XII y más tarde por los cantones
suizos, pero no apareció en los tiempos modernos hasta la revolución de los puritanos ingleses a mediados del
siglo XVII. Y hasta el siglo XIX no alcanzó la forma en que hoy la conocemos.
Comparada con el despotismo, apenas tiene unos minutos de edad. Lo notable no
es que todavía sea objeto de oposición por parte del despotismo, sino que haya
sobrevivido a esa oposición tan vigorosamente.
Ha
sobrevivido porque ha demostrado una y otra vez, y contra toda coacción, su
capacidad de armonizar y hacer productivos, en todas las disciplinas del
pensamiento y la acción, los instintos individuales y sociales innatos en el
hombre. En estos aspectos ha probado la superioridad sobre todas las demás
filosofías políticas. Todas tratan de trazar una línea divisoria entre las
oportunidades y las responsabilidades del individuo y las de la sociedad, pero
ninguna traza esa línea de tan sutil acuerdo con la realidad, como lo hace la
democracia.
¿Y qué es esa realidad? Simplemente, que
desde hace 9000 años la sociedad ha descansado en sus miembros, como
individuos, para llevar a cabo esas creaciones del intelecto y del espíritu que
la han conducido por la senda de la civilización. Una chispa se desprende del cielo. ¿Quién la recoge? ¿La multitud?
Jamás. ¿El individuo? Siempre. Es él, y él solamente, como artista,
inventor, explorador, erudito; como hombre de ciencia, guía espiritual o
estadista, quien está más próximo a la fuente de la vida y trasmite la esencia
de ella a sus semejantes. Quien le ate las manos, o le tape la boca, o le
intimide en nombre de la uniformidad, cortará su propio contacto con esa
fuente.
No se puede arrancar a una muchedumbre
virtud y sabiduría del mismo modo que se extraen huevos a las gallinas bajo los
efectos de la luz eléctrica. No existe una inteligencia general. Sólo hay una
inteligencia individual que se comunica a otras inteligencias individuales.
Tampoco existe lo que se pueda calificar de
moral pública; sólo existe el compuesto de la moral privada. Ya Pericles, el
estadista ateniense, percibía estas verdades cuando dijo de la democracia, en
su fase más temprana, que aquélla confiaba “menos en un sistema y una norma que
en el espíritu innato de nuestros ciudadanos” Igual hacía Tomás Jefferson
cuando escribió: “Son los hábitos y el espíritu de un pueblo lo que preserva el
vigor de una república”. Esto mismo podría decirse de todas las formas de
gobierno, pero de ninguna se dirá con tanta propiedad como de aquella en que la
voz del pueblo es la voz de Dios. Este es otro modo de decir que la democracia
es fundamentalmente una filosofía moral, hecho que le ha permitido, más que
ningún otro de su naturaleza y de su historia, sobrevivir a todas sus
encarnaciones previas.
Porque el mismo progreso científico que, en
opinión de muchos, presagia la ruina de la democracia, depende de dos cosas
para su perdurable : en primer lugar, de los continuos descubrimientos del
individuo en el ámbito de la ciencia pura, de los que resulta la prosecución
del proceso educativo que produce esa clase de individuos; y, en segundo lugar,
de una filosofía social que aplica la energía humana, recién rescatada de
tediosas faenas por los progresos tecnológicos, a fines sociales compatibles
con este propósito.
Este vasto acervo de energía, superior en
términos humanos a nuestros más grandes avances en la conservación de los recursos naturales y, en términos
militares y políticos, equivalente a la adquisición de un nuevo y poderoso
aliado en la defensa de la democracia, lo tenemos a nuestro alcance en
disposición de ser aprovechado. ¿Cómo hemos de utilizarlo? ¿Vamos a abandonarlo
en manos de la industria del espectáculo?¿Hemos de descartarlo por temor a las
ideas de un puñado de doctrinarios rusos, que viven aislados hasta de su propio
pueblo y cuya concepción del mundo no es tan cabal como la de Colón ni tan
animosa como la de los reyes Fernando e Isabel?
Si eso hacemos, tendremos que rendir cuenta
de ello, como han tenido que hacerlo todas las entidades políticas que han
tratado con menosprecio a sus miembros individualmente. Porque “todo árbol que
no da buen fruto será cortado y arrojado al fuego”.
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