sábado, 29 de marzo de 2014

UN BIÓLOGO [LECOMTE DU NOUY] HACE PROFESIÓN DE FE / Fulton OURSLER

Para este notable hombre de ciencia, el drama de la evolución no destruye sino confirma las ideas religiosas fundamentales.

   DESDE QUE  Darwin expuso su teoría de la evolución, se ha ido extendiendo la incredulidad acerca de muchas de las doctrinas fundamentales del cristianismo. Se han generalizado el concepto de que el hombre no es más que un accidente biológico; la negación de la existencia del alma humana y de su facultad de escoger libremente entre el bien y el mal, y la idea de que la vida no tiene finalidad u objeto premeditado. Los incrédulos afirman que la ciencia dio el golpe de gracia a la fe.
   Pero ahora surge del campo de la ciencia una voz que proclama que todas las antiguas doctrinas cristianas fundamentalmente son verdaderas. El nuevo apóstol es un biólogo, el doctor Lecomte du Noüy, que antes pertenecía al Instituto Rockefeller y al Instituto Pasteur. En su extraordinario libro Human Destiny expone una nueva teoría de la evolución. Valiéndose de la ciencia y del razonamiento, trata de convertir en realidades las grandes y debatidas creencias y esperanzas que por siglos y siglos se han transmitido de generación en generación: el libre albedrío, la causa final de la vida, la importancia del individuo, la inmortalidad, y Dios.
   Como buen biólogo, du Noüy principia reconociendo la falibilidad de la ciencia. Según él, no hay que confiar en ella ciegamente. No existe en el universo nada que pueda conocerse con absoluta exactitud. Los cinco sentidos del hombre son imperfectos, y ningún instrumento científico es suficientemente preciso para dar certidumbre irrefutable.
   Ni puede  nunca el hombre percibir la realidad de las cosas. Una mezcla de hollín y harina forma un polvo que parece gris; pero un insectillo microscópico que se mueva por entre ese polvo verá allí lo que a él han de parecerle enormes moles blancas y negras. Para él no hay polvo gris, porque con sus medios de observación le es imposible percibirlo como tal. Todas nuestras ideas en cuanto a la verdad son necesariamente relativas, pues vivimos en un universo cuya esencia y cuyas normas primordiales están fuera de nuestro alcance.
   En este inmenso cosmos, la ciencia trabaja con partículas de conocimiento, pero las lagunas que separan unos de otros los pocos hechos conocidos, son anchas y profundas. Vivimos en un globo que tiene dos mil millones de años. En este vasto proscenio se representó el gran drama de la evolución. Pero ¿cuál fue la primera escena? Hasta ahora ha sido imposible averiguar cómo principió la vida. Nadie ha explicado ni siquiera el origen de los vertebrados, a los cuales pertenece el hombre.
   En toda la historia de la evolución ocurren de trecho en trecho, como lunares, misterios improbables. Todo progreso cardinal, o sea, todo paso de un nivel inferior  a uno superior, se ha efectuado en contradicción con los más rigurosos principios científicos de la probabilidad.
   Sirva de ejemplo el momento en que la vida cambió su técnica de la reproducción. Durante millones de años, las células protoplasmáticas se multiplicaban por fisiparidad, esto es, dividiéndose en partes que adquirían los caracteres de células completas, como si estuviesen dotadas de vida inmortal. Repentina y misteriosamente surgió un sistema nuevo y singular: la generación sexual. Y ¡Cuán extraño es que, como en el pasaje de Adán y Eva, cuando el sexo apareció en la vida, aparece con él la muerte!
   Du Noüy, que es biólogo independiente y denodado, señala y otra vez analogías simbólicas entre los primeros capítulos del Génesis y los hechos conocidos de la evolución. El autor de ese primer libro de la Biblia escribe como si conociese intuitivamente el gran programa de la vida preparado para el mundo por el Creador mismo. A menudo el hombre llega al conocimiento de la verdad por intuición; a menudo, por el ejercicio de sus facultades intelectuales. Ambas fuentes deben respetarse.
   Hay cinco hechos fundamentales relativos a la evolución, que son innegables: (1) el comienzo de la vida en formas extremadamente simples; (2)  el paso por evolución a formas más y más complejas; (3) el resultado de este larguísimo proceso –el ser humano -, con su complicado cerebro; (4) la aparición de las ideas abstractas en el hombre; (5) el desarrollo espontáneo  de los sentimientos y conceptos morales y espirituales en las diferentes partes del mundo.
   Ninguno de estos cinco hechos puede explicarse de una manera exclusivamente científica. Es preciso recurrir a hipótesis para salvar las soluciones de continuidad.
   Las hipótesis son con frecuencia necesarias. En el desarrollo de su teoría de la relatividad, Einstein se sirvió de más de una docena de postulados, o proposiciones indemostrables; y sin embargo, gracias a su labor, los físicos han logrado poner en libertad la energía del átomo. En la hipótesis de du Noüy, la evolución se ajusta a una forma preconcebida, aun fin moral determinado. Fúndase en la imposibilidad de atribuir al acaso el origen de la vida y el proceso de su desarrollo ascendente hasta llegar a las maravillas del cerebro humano.
   Desde hace largo tiempo, los materialistas han estado afirmando que la casualidad es amo despótico de todas las cosas perecederas del mundo. Pero du Noüy  contesta: “El hombre es libre para obedecer a sus fuertes instintos animales, que le proporcionan placer material, o dirigir sus acciones a fines de otra clase. Para alcanzar estos otros fines, debe luchar contra tales instintos. A menudo la lucha le causa grandes sufrimientos. Sin embargo, algunos hombres perseveran en ella, a despecho del dolor. Esta libertad de escoger no existe sino en el hombre”.
   Muchos seres humanos escogen el primer camino; muy pocos escogen el segundo. Pero estos pocos son los que siempre han desempeñado el papel principal en la evolución; han seguido a un guía irresistible aunque invisible; han obedecido a una Causa Final que de continuo los ha impulsado.
   La nieve que se funde en los altos montes corre hacia el mar en arroyos y en ríos caudalosos. En este movimiento obedece a la bien conocida ley de finalidad llamada ley de gravedad. En la evolución, la vida ha corrido, no de arriba hacia abajo, sino de abajo hacia arriba, regida también por una ley de finalidad. Desde el principio del mundo, ha seguido esa vía ascendente, comenzando con la materia informe y llegando hasta el hombre, ser pensante dotado de conciencia moral.
   ¿Se ha desentendido la ciencia ortodoxa de estas indicaciones de causas finales en la evolución? De ninguna manera. En el continuo movimiento ascendente de la vida han fallado tan a menudo los rígidos principios de la probabilidad, que aun los materialistas más empecinados han tenido que admitir la presencia de algún factor desconocido.
   A fin de tener en cuenta este factor desconocido, los materialistas tuvieron que darle algún nombre. Como no les gustaba el nombre reverenciado de Dios, lo llamaron “antiprobabilidad”. Pero ¡cuán poco importa que se llame así o que se llame Dios!
   Durante muchos centenares de millones de años, antes que el hombre principiase a pensar, la vida se regía por la ley fundamental de la supervivencia. Luego aparecieron ciertos seres humanos que obedecían a un motivo distinto; a una idea de lo moralmente bueno y lo moralmente malo, por la cual estaban dispuestos a sacrificar la vida misma.
   Esto fue, dice du Noüy, como si algún poder dirigente y regulador hubiera hablado así al hombre:
   “Hasta ahora no te has ocupado sino en vivir y reproducirte. Has podido matar, y robar alimentos y mujeres, y luego dormir en paz, después de satisfacer tus necesidades de acuerdo con tus instintos. Pero en adelante dominarás estos instintos. ¡No matarás! ¡No hurtarás! ¡No codiciarás bienes ajenos!
   “Y no dormirás en paz sino cuando te hayas dominado a ti mismo. Estarás dispuesto a padecer y morir antes que abandonar tus ideales. Ya no serán tus objetivos dominantes vivir y comer. Por fines nobles resistirás al hambre y a la muerte. Y deberás ser noble, porque esa es la voluntad del nuevo ser que ha nacido en ti. Lo aceptarás como señor tuyo, aunque enfrene tus deseos”.
   El hombre no es el producto final de la evolución, sino una etapa intermedia entre el pasado remoto, con todos los apetitos e impulsos del bruto, y el porvenir, que encierra elevados bienes para el alma. En adelante, nuestro progreso no será físico, sino espiritual. El hombre del porvenir estará completamente libre de las pasiones humanas destructivas; el egoísmo, la avaricia, la sed desordenada del poder. Aunque disfrutará placeres corporales, no será dominado por ellos, ni serán ellos su criterio. Romperá las cadenas que lo hacen esclavo del cuerpo, y sacudirá el yugo de la carne.
   Es claro que la evolución humana del porvenir será obra de los hombres buenos de la tierra. Pero ¿qué son el bien y el mal? Los materialistas niegan aun que el bien y el mal existan. Du Noüy, por el contrario, no sólo afirma que existen, sino que trata de definirlos.
   En todo el proceso de la evolución, dice, ha habido dos clases de seres vivientes, que podemos llamar buenos y malos, o evolucionantes y adaptantes. Los malos, o adaptantes, se guían siempre por la conveniencia delo momento; son conformistas y apaciguadores; se adaptan al medio y a las circunstancias en que viven, y luego dejan de progresar. Los otros seres, los evolucionantes, son rebeldes y porfiados: rehúsan adaptarse a lo presente y, no contentos con su condición actual, luchan por ascender a un nivel superior y evolucionan. En el conflicto entre estos dos móviles encuentra du Noüy la diferencia entre lo bueno y lo malo, entre el bien y el mal.
El criterio de los adaptantes es utilidad; el de los evolucionantes, libertad –libertad de toda restricción destructiva. Desde el principio, este criterio ha distinguido las dos clases de seres vivientes y determinado su puesto en la escala de la vida. Los seres que han buscado la libertad han sido los que han impulsado la vida hacia adelante y hacia arriba. Como dice du Noüy, “la evolución avanza de instabilidad en instabilidad. Cesaría si no encontrara sino sistemas estables de adaptación perfecta”.
   Lo que más importa es que el hombre ha cambiado de amo y señor. En tiempos remotos era esclavo de leyes biológicas fisioquímicas. Ahora puede pensar por sí mismo. Sus pasados prehistóricos eran actores irresponsables en un drama que no comprendían. Ahora el hombre quiere comprender el drama.
   Ha adquirido la capacidad de perfeccionarse a sí mismo. El sentimiento de lo bello ha entrado en su pecho y sus manos dan forma a sublimes visiones estéticas. Inventa y aprende. Ya no se contenta con la satisfacción de ningún apetito. Sin embargo, aún tiene mucho de animal, y por eso es un ser que vive confundido y perplejo.
   La voz de su recién nacida conciencia le da nuevas órdenes que contradicen las que solía recibir y obedecer. ¿Es extraño que se subleve? El freno lo enfurece, como enfurece a un potro cerrero; pero el hombre difiere del potro cerrero en que es él mismo quien hace el freno que lo sujeta, y tiene la libertad de ponérselo o no ponérselo. El dominio de sí mismo, fundándose en la libertad de escoger entre el bien y el mal, da origen a la dignidad humana, que es la meta de la evolución.
   Una vez que comprendemos este hecho trascendental, comprendemos asimismo este retoque complementario de la definición del bien y el mal: El bien debe ser además el respeto de la personalidad humana. El mal es el desprecio de la personalidad.
   He ahí el suceso de mayor importancia que hasta ahora ha ocurrido en la evolución. De allí en adelante el hombre debe para evolucionar, desobedecer su propia naturaleza. Ya no es la especie lo que importa; es el individuo.
   No hay que desesperar a causa de los que son ahora los hombres buenos del mundo. Como en los miles de millones de años pasados, la evolución, en el porvenir, habrá de ser obra de la minoría. Los hombres de esa minoría serán los precursores de la raza humana futura, ascendientes del hombre espiritualmente perfecto de que Cristo fue ejemplo para todas las edades.
   ¿Se necesitarán otros dos mil millones de años para alcanzar esta meta? Du Noüy  contesta que no. El proceso evolutivo puede acelerarse mediante el instrumento más poderoso del hombre: el cerebro. Al paso que las aves necesitaron años sin cuento para desarrollar sus alas, el hombre conquistó el aire sólo en tres generaciones. Gracias a su cerebro, ha extendido portentosamente el campo de sus sentidos: ve lo infinitamente pequeño y lo infinitamente remoto. Y ha estrechado el espacio y acortado el tiempo.
   Pero este desarrollo intelectual aumenta la responsabilidad humana.  El hombre es libre para escoger entre continuar ascendiendo y destruirse a sí mismo. Muchos hay que miran los inventos modernos como manifestaciones de verdadera civilización. Pero el ideal de la humanidad no debe ser la comodidad y el bienestar, sino la dignidad humana. A no ser que la conciencia lo gobierne, el entendimiento conduce al hombre hacia el mal con más frecuencia que hacia el bien, aconsejándole que se adapte a las circunstancias actuales y se contente con lo presente. Nunca le aconseja que se subleve, que resista, que evolucione. El sentido común  nunca hizo héroes ni mártires. Es por eso por lo que la inteligencia cuando obra por sí sola, es peligrosa. Obrando así, produjo la bomba atómica. Pero los hombres pronto se dieron cuenta  de que este triunfo de la ciencia amenazaba brutalmente su seguridad, y el conflicto entre la inteligencia pura y las leyes morales se convirtió en cuestión de vida o muerte para el género humano.
   Por desgracia, todavía hay muchos que porfían en sostener que el hombre es un animal glorificado, y nada más. Según ellos, los problemas de la especie humana no pueden resolverse sino como problemas animales. En el campo de la política, quieren reducir la sociedad a una recua, en que toda acción individual esté rigurosamente reglamentada y la libertad desaparezca. En una gran parte del mundo, los dictadores han establecido ya este sistema, que hace del individuo un zángano, esclavo servil en un inmenso enjambre. Pero la voluntad de la “antiprobabilidad”, o de Dios, la gran fuerza directriz de la evolución, es que al hombre no se le aherroje ni se le reduzca a pieza de un mecanismo monótomo, sino que se le deje la libertad de evolucionar.
   Debe respetarse la personalidad humana, porque es facto de la evolución y colaboradora de Dios. Muchas personas preguntarán: “Si Dios existe, ¿por qué permite todo el mal que hay en el mundo?” Esta pregunta demuestra que quienes la hacen entienden mal la nueva teoría. Al principio de la evolución, el proceso evolutivo dependía únicamente de Dios; pero ahora depende  no sólo de Dios, sino también del esfuerzo individual del hombre.  Al dar al hombre conciencia y libre albedrío, Dios le comunicó parte de su propia omnipotencia y una chispa de su propio ser.
   El libre albedrío, o sea, la libertad irrestricta de la voluntad, es tan completo, que aun el mismo Dios se niega a limitarlo. Si se admite que una potestad suprema creó las leyes de la vida, debe admitirse que esa potestad no impedirá que tales leyes se cumplan. No es que la Naturaleza sea incoherente sino que el hombre es ignorante. Aún sabe muy poco y tiene mucho que aprender.
   Otra cosa que pone perplejo al hombre es su incapacidad de percibir sensiblemente a Dios. ¿Qué aspecto tiene el Ser Supremo? ¿Acaso el de un gigante barbado, imagen amplificada del hombre? En estos tiempos de ciencia y de cultura, tal pregunta ni necesita ni merece respuesta. ¿Imaginar a Dios? ¿Quién puede representarse en el pensamiento siquiera un electrón? Todos los físicos declaran que el electrón es inconcebible. Es imposible delinearlo. Nadie lo ha visto nunca. Ni el electrón ni Dios pueden representarse en la mente como seres definidos perceptibles; sin embargo, existen.
   ¿Cómo puede el individuo cooperar en la evolución del porvenir? El hombre conoce las leyes de la moral y puede adherirse a ellas y confiar en ellas. Más importante aún  es volver a la antigua costumbre de enseñar moral a la juventud. La lucha por el porvenir debe principiar en las escuelas. La instrucción es una de las armas de la evolución humana. Si en todas las escuelas del mundo se enseñara la verdad, los estados totalitarios no podrían existir.
   Hoy en día, a los jóvenes se les llena la cabeza de gran número de conocimientos inútiles, y de moral ni siquiera se les habla. Es como si se tratara de enseñar a cultivar flores a un agricultor que no supiese arar la tierra. ¿Por qué no se le ocurre a nadie hacer que los niños aprendan a desarrollar en sí mismos el sentido moral? El mundo entero reconoce cuán beneficioso sería para la humanidad el que la gran mayoría de los hombres fuesen dignos de confianza.
   La ley de la evolución es y ha sido siempre la lucha por elevar la vida más y más. La lucha no perdió nada de su violencia al pasar del mundo material al mundo espiritual. El hombre lleva en sí la chispa divina. Tiene la libertad de hacer caso omiso de ella o de aproximarse más y más a Dios poniéndola de manifiesto en sus esfuerzos por ajustarse al plan y la voluntad de su Creador.
   Du Noüy  no escribió su libro para los verdaderos creyentes, sino para los incrédulos y los escépticos: para los millones de personas que en su desesperación se preguntan si vale la pena vivir. A ellas ofrece este libro valor y esperanza.

El objeto  que el doctor Lecomte du Noüy se propone en su libro Human Destiny es poner de manifiesto, con argumentos estrictamente científicos, los sofismos de la filosofía materialista. Nadie que yo sepa, había hecho antes  del doctor du Noüy; y  nadie podría hacerlo que no estuviese al tanto de las últimas conclusiones a que han llegado las matemáticas, la física, la química, la biología y la filosofía.
En Human Destiny, du Noüy es enteramente constructivo, desde el punto de vista tanto de la ciencia como de la religion. El libro manifiesta comprensión tan clara de los asuntos fundamentales de que trata, y perspicacia tan aguda en la interpretación, que bien puede clasificarse entre las obras de mérito singular que no aparecen más de una o dos veces en un siglo.

Doctor Robert A. Milikan, honrado con el premio Nobel de física; presidente del consejo ejecutivo del Instituto de tecnología de California.

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