Me parecen muy oportunas las reflexiones de este autor, que
trabaja la ecología con pequeños productores rurales junto al río Surui, en la
Baixada Fluminense. Este es su texto:
«Nadie sabe con seguridad el día ni la hora. Y es que, casi
sin darnos cuenta, estamos ya en medio de ella. Pero que está viniendo, lo
está, cada vez con más intensidad y nitidez. Cuando suceda el gran vuelco, todo
va a parecer como si fuese por sorpresa.
Aunque haya datos seguros que apuntan a la inevitabilidad de
los cambios globales debidos al clima, con consecuencias que los científicos
tratan de adivinar, pero que seguramente serán para peor, los intereses
económicos de las grandes naciones y la falta de visión de sus dirigentes no
les permiten tomar las medidas necesarias para mitigar los efectos y adaptar su
modo de vida al estado febril de la Tierra.
Podemos imaginar un escenario plausible en el que los
huracanes barrerán regiones enteras. Olas gigantescas se tragarán ciudades y
civilizaciones, yendo a morir a los pies de las montañas. Sequías prolongadas
harán que se cambien todas las riquezas por un simple vaso de agua sucia. El
calor y el frio extremos harán que recordemos con nostalgia las historias de
las abuelas que hablaban de la brisa de la tarde y del cálido fuego del hogar
en el invierno, siempre previsible, y de los frutos madurados al calor de un
sol de verano benéfico. Se comerá solo para sobrevivir, siempre poco y de
dudoso gusto.
Pero todo esto no será lo peor. La madre, enflaquecida, no
conseguirá enterrar a la hija, y el nieto matará al abuelo por un cacho de pan.
El perro y el gato, amigos del hombre, serán buscados por todas partes como
última posibilidad de saciar el hambre. Lo vivos envidiarán a los muertos y no
habrá quien llore la muerte de los niños. El hambre llegará a tal punto que,
como en la Jerusalén sitiada, los hambrientos aguardarán la próxima víctima de
la muerte para disputarle la carne flácida.
“El país será devastado y las ciudades se convertirán en
escombros. Durante el tiempo que quede devastada, la Tierra descansará por los
sábados que no descansó cuando habitabais en ella” (Lev 26,33-35).
¿Pero será el fin de toda la biosfera? No. Por causa de los
justos y sensatos, Dios abreviará esos días y no destruirá toda la vida sobre
la Tierra, manteniendo la promesa que hiciera a nuestro padre Noé. Pero es
necesario que el ser humano pase por esa tribulación para que despierte de su egocentrismo
y reconozca en definitiva que él es parte de la comunidad de la vida y su
principal guardián.
¿Qué hacer para prepararnos para esos tiempos? Primeramente,
reconocer que ya vivimos en ellos. Hoy ya no se sabe cuando vendrá la primavera
o el otoño. Ya no contamos con los meses de frío y de calor. Ya no sabemos
cuándo habrá lluvia o hará sol.
Después, es importante quedarse en silencio, vigilando y
observando las señales que indican la aceleración de los procesos de cambio. Y
sobre todo es imprescindible convertirse, cambiar de hábitos de vida, un cambio
personal, profundo y definitivo. Solo entonces estaríamos en condiciones
morales de pedir a otros que hicieran lo mismo. Pero, como en tiempo de los
profetas, pocos oirán, algunos escarnecerán y la mayoría se mantendrá
indiferente permitiéndose toda suerte de libertades como en los tiempos de Noé.
Deberíamos también volver a las raíces, volver a empezar,
como tantas veces lo hizo la humanidad arrepentida, reconociendo que somos
apenas criaturas y no Creador, que somos compañeros y no señores de la
naturaleza; que para ser felices es indispensable someternos a las grandes
leyes de la vida y oír con atención la voz de nuestra conciencia. Si obedecemos
a esas leyes mayores, recogeremos los frutos de la Tierra y la alegría del
alma. Si las desobedecemos, heredaremos una civilización como esta en la que
estamos viviendo, llena de avidez, guerras y tristezas.
Para los tiempos de carestía que vendrán es fundamental
recuperar las artes y técnicas ancestrales de plantar, recoger, comer; cuidar
de los animales y servirse de ellos con respeto; hacer utensilios y
herramientas con arte y tecnología local; seleccionar y plantar las hierbas que
curan y los granos que nutren; recoger para tejer; preservar las fuentes de
agua, encontrar los lugares apropiados para cavar los pozos y aprender a
guardar las aguas de lluvia. Es entrar en la facultad de la economía de la
escasez, de la sobriedad compartida y de la belleza despojada. De ese saber
recuperado y enriquecido surgiría la civilización del contentamiento, una
biocivilización, la Tierra de la buena esperanza.
Después de esa larga temporada de lágrimas y esperanzas,
superaremos esa estúpida guerra de religiones, esa intolerable disputa de
dioses. Más allá de los profetas y tradiciones, más allá de las morales y
liturgias, quien sabe, volveremos a adorar bajo múltiples nombres y formas al
único Creador de todas las cosas y Padre-Madre de todos los vivientes en el
gran Espíritu que une e inspira todo, entrelazados amorosamente en una única
fraternidad universal. Y podremos en fin organizar verdaderamente la unión de
todos los pueblos del mundo y un auténtico parlamento de todas las religiones».
-Leonardo BOFF/ 30-marzo-14
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