SIMÓN DE
CIRENE
Asieron a un tal Simón Cireneo, que venía del
campo, y le pusieron encima la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Luc.
23, 26).
1. El
madero de la cruz es demasiadamente pesado para las pocas fuerzas que le
quedan al
Maestro después de tanta pérdida de sangre; pero nadie hay allí dispuesto para
ayudarle a llevar la carga. Los soldados romanos lo consideran como una cosa
infamante, los judíos como una impureza legal; los discípulos están lejos, las
mujeres piadosas la llevarían con gusto, mas no se lo permitirían.
Casualmente viene del campo un hombre, al
parecer colono, procedente de los judíos dispersos, y le obligan los soldados
romanos, sin más ni más, a prestar aquel servicio personal, a lo que él se
resigna de mala gana. Pero Dios hace que este encuentro sea para el Cireneo la
causa de toda su buena suerte.
2. ¿Qué
sabemos hoy día de los soldados romanos, que tan orgullosos abrían la
marcha de la
comitiva? ¿Qué de los escribas y fariseos que con aire de vencedores iban al
lado de su víctima? ¿Qué de los millares de personas que se apretaban y
empujaban? De uno solo tenemos noticias; sabemos que se llamaba Simón, que era
natural de Cirene, que tenía dos hijos, Alejandro y Rufo (Marc. 15, 21); cuyos
nombres romanos indican origen extranjero. Más aún; San Pablo, el gran apóstol
de las gentes, menciona en su Epístola a los Romanos, a Rufo con singular
afecto, como al “escogido del Señor”, y tiene para su madre una alabanza
especial, llamándole madre suya: “Saludad a Rufo, escogido del Señor, y a su
madre y mía” (Rom. 16, 13).
La familia de Simón ocupa visiblemente un
lugar muy honroso en la primitiva Iglesia; y sus dos hijos, Rufo y Alejandro,
son ascendidos al ministerio de la Iglesia y del altar. Y aun hoy sigue siendo
inolvidable en la cristiandad el hecho de Simón. Todos los cristianos saben su
nombre, hasta los niños; y su imagen puede verse en casi todos los templos
católicos, en la 5ta. Estación del Vía
crucis.
El
llevar la cruz fue para aquel hombre la causa de su buena dicha y
felicidad; tal es la grande enseñanza de este misterio.
3. Inesperdamente
se encuentra Simón con la cruz, al volver a su casa desde el
campo, y lo
tiene al principio por una desventura; mas contemplando al Señor, va
aprendiendo poco a poco paciencia, resignación y amor.
Y así nos pasa a nosotros. Lo único que nos
hace llevadera nuestra cruz es el pensamiento de que la llevamos con él y por
él; porque el amor a Cristo infunde amor a la cruz. Por esto los grandes
amadores de Cristo han llevado todos ellos con ánimo grande la cruz.
4. Notemos
además otra circunstancia. No fue un apóstol ni un sacerdote a quien le
cupo la honra
de ayudar a Cristo a llevar la cruz, sino un
seglar.
También hoy día halla Cristo, entre la gente
seglar, entre las almas vulgares y sencillas del pueblo y de la ciudad, quienes
llevan mejor la cruz, con más paciencia y constancia; quienes entienden el
misterio del sufrir, mejor sin comparación muchas veces, que el párroco y el
religioso, que tan frecuentemente por
una parte predican la paciencia y el amor a la cruz y, por otra, cuando el
madero de la cruz toca en sus delicados hombros, levantan el grito sin saberse
dominar.
LAS MUJERES LLORANDO
Y le
seguían una grande multitud de pueblo y de mujeres, las cuales lo plañían y
lloraban (Luc. 23, 27).
1. Esta
pública manifestación de compasión ingenua es como una estrella luminosa
en la obscura
noche, y tiene su significado, como imagen del afecto que salía de en medio del
pueblo. La hostilidad contra Cristo no fue seguramente un sentimiento general.
Lo que pasaba era que las personas afectas al Señor se contenían por el miedo;
como suele siempre suceder en tales ocasiones, aun en la Vía dolorosa de la Iglesia de Dios.
Sólo unas cuantas mujeres y algunos niños
expresan sin empacho su compasión; y el hacerlo cabalmente en la calle, en
público, demuestra cuán sincero es el afecto y estima que tienen al Maestro.
Honra es no pequeña del linaje de las
mujeres el que ellas participaran de los dolores del Señor, en toda la historia
de la Pasión, donde tan terriblemente sufrió por parte de los hombres, que es
lo que suele suceder casi siempre. Cierto es que también las mujeres
intervienen en la guerra que se hace a Cristo; pero las mayores iniquidades que
reciben Cristo y su Iglesia les viene de parte de los hombres, y las peores les
vienen de parte de los sacerdotes.
Las mujeres muéstranse singularmente fieles
y constantes en favor de la Iglesia y del divino Maestro allí donde los hombres
fallan.
Si, por ejemplo, en más de una región de
lengua latina, de aquende o allende los mares, se ha conservado, en los tiempos
peores, la fe y la religión, ello se debe principalmente al devoto femíneo
sexo.
2. Las
palabras que el Señor dijo a las piadosas mujeres reflejan hermosamente,
por manera
conmovedora, la ternura de su sagrado Corazón: “Hijas de Jerusalén, no
lloréis por
mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos; porque vendrán días
en que se os dirá: Dichosas las estériles y las que no parieron, y los pechos
que no amamantaron…”
a)
Tiene
ante sus ojos el cumplimiento de la maldición que ellos mismos se echaron:
“Caiga su
sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. En la funestísima tragedia que
dentro de estos muros y en estas mismas calles se realiza más tarde a los
cuarenta años, inclúyense también aun los que no tienen culpa; las madres y los
hijos, inocentes de este
pecado.
Las
palabras de Jesús muestran cuán metida tenía él en su corazón la terrible
suerte de aquella gente.
b)
“No
lloréis sobre mí”. Mis padecimientos terminarán en breve, y trocaránse pronto
en gloria
imperecedera; no así el castigo justiciero, que ha de venir sobre esta ciudad y
este pueblo, y envolverá en la común desgracia hasta a los niños inocentes.
¿Por qué dice esto? Porque también estas buenas mujeres están en un error por
el aparente fracaso del Maestro, y por esto las instruye el Señor y les dice:
no lloréis, no, sobre mí, sino sobre vosotras.
3. Hermosísima
condición y muy propia del Señor es que ni todos sus padecimientos
ni toda su
ignominia pueden por un solo momento enturbiar su espíritu tranquilo y seguro,
ni pueden agriar su corazón tantas injusticias que contra él se cometen; y en
medio de sus dolores más intensos, es todo compasión por las ajenas miserias.
¡Cuán importante lección es ésta, singularmente para el sacerdote que tiene
cura de almas, el cual debe posponer muchas veces los padecimientos propios de
las injusticias que recibe, si quiere ser fiel a su oficio de pastor aun en
días de desolación!
4. También
esta escena se repite en la vía longa
de los venideros siglos.
Alléganse y
se agrupan cerca de Jesús las mujeres de vida santa, que aun en medio de los
dolores y penas que sufren le aman, y conservan sin entibiárseles el fuego de
su caridad, como las santas vírgenes y matronas del tiempo de los mártires,
Inés, Cecilia, Lucía, Flavia Domitila; las grandes y nobles mujeres de la edad
media, como Matilde, Adelaida, Blanca, Isabel; lo más florido de la mística,
por ejemplo Liduvina, Juliana, Catalina de Sena, Rosa de Lima, etc. A él
consagran todo su amor y con él sufren, participando de su sagrada Pasión, en
medio de la frialdad, grosería e indiferencia de sus contemporáneos.
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