miércoles, 1 de abril de 2015

EN LA VÍA DOLOROSA / Antonio HUONDER S.J. (Continuación)


SIMÓN DE CIRENE

   Asieron a un tal Simón Cireneo, que venía del campo, y le pusieron encima la cruz, para que la llevase detrás de Jesús (Luc. 23, 26).

1.          El madero de la cruz es demasiadamente pesado para las pocas fuerzas que le
quedan al Maestro después de tanta pérdida de sangre; pero nadie hay allí dispuesto para ayudarle a llevar la carga. Los soldados romanos lo consideran como una cosa infamante, los judíos como una impureza legal; los discípulos están lejos, las mujeres piadosas la llevarían con gusto, mas no se lo permitirían.

   Casualmente viene del campo un hombre, al parecer colono, procedente de los judíos dispersos, y le obligan los soldados romanos, sin más ni más, a prestar aquel servicio personal, a lo que él se resigna de mala gana. Pero Dios hace que este encuentro sea para el Cireneo la causa de toda su buena suerte.

2.         ¿Qué sabemos hoy día de los soldados romanos, que tan orgullosos abrían la
marcha de la comitiva? ¿Qué de los escribas y fariseos que con aire de vencedores iban al lado de su víctima? ¿Qué de los millares de personas que se apretaban y empujaban? De uno solo tenemos noticias; sabemos que se llamaba Simón, que era natural de Cirene, que tenía dos hijos, Alejandro y Rufo (Marc. 15, 21); cuyos nombres romanos indican origen extranjero. Más aún; San Pablo, el gran apóstol de las gentes, menciona en su Epístola a los Romanos, a Rufo con singular afecto, como al “escogido del Señor”, y tiene para su madre una alabanza especial, llamándole madre suya: “Saludad a Rufo, escogido del Señor, y a su madre y mía” (Rom. 16, 13).

   La familia de Simón ocupa visiblemente un lugar muy honroso en la primitiva Iglesia; y sus dos hijos, Rufo y Alejandro, son ascendidos al ministerio de la Iglesia y del altar. Y aun hoy sigue siendo inolvidable en la cristiandad el hecho de Simón. Todos los cristianos saben su nombre, hasta los niños; y su imagen puede verse en casi todos los templos católicos, en la 5ta. Estación del Vía crucis.

   El  llevar la cruz fue para aquel hombre la causa de su buena dicha y felicidad; tal es la grande enseñanza de este misterio.

3.          Inesperdamente se encuentra Simón con la cruz, al volver a su casa desde el
campo, y lo tiene al principio por una desventura; mas contemplando al Señor, va aprendiendo poco a poco paciencia, resignación y amor.

   Y así nos pasa a nosotros. Lo único que nos hace llevadera nuestra cruz es el pensamiento de que la llevamos con él y por él; porque el amor a Cristo infunde amor a la cruz. Por esto los grandes amadores de Cristo han llevado todos ellos con ánimo grande la cruz.

4.        Notemos además otra circunstancia. No fue un apóstol ni un sacerdote a quien le
cupo la honra de ayudar a Cristo a llevar la cruz, sino un seglar.


   También hoy día halla Cristo, entre la gente seglar, entre las almas vulgares y sencillas del pueblo y de la ciudad, quienes llevan mejor la cruz, con más paciencia y constancia; quienes entienden el misterio del sufrir, mejor sin comparación muchas veces, que el párroco y el religioso, que tan frecuentemente  por una parte predican la paciencia y el amor a la cruz y, por otra, cuando el madero de la cruz toca en sus delicados hombros, levantan el grito sin saberse dominar.

LAS MUJERES LLORANDO



   Y le seguían una grande multitud de pueblo y de mujeres, las cuales lo plañían y lloraban (Luc. 23, 27).

1.          Esta pública manifestación de compasión ingenua es como una estrella luminosa
en la obscura noche, y tiene su significado, como imagen del afecto que salía de en medio del pueblo. La hostilidad contra Cristo no fue seguramente un sentimiento general. Lo que pasaba era que las personas afectas al Señor se contenían por el miedo; como suele siempre suceder en tales ocasiones, aun en la Vía dolorosa de la Iglesia de Dios.

   Sólo unas cuantas mujeres y algunos niños expresan sin empacho su compasión; y el hacerlo cabalmente en la calle, en público, demuestra cuán sincero es el afecto y estima que tienen al Maestro.

   Honra es no pequeña del linaje de las mujeres el que ellas participaran de los dolores del Señor, en toda la historia de la Pasión, donde tan terriblemente sufrió por parte de los hombres, que es lo que suele suceder casi siempre. Cierto es que también las mujeres intervienen en la guerra que se hace a Cristo; pero las mayores iniquidades que reciben Cristo y su Iglesia les viene de parte de los hombres, y las peores les vienen de parte de los sacerdotes.

   Las mujeres muéstranse singularmente fieles y constantes en favor de la Iglesia y del divino Maestro allí donde los hombres fallan.

   Si, por ejemplo, en más de una región de lengua latina, de aquende o allende los mares, se ha conservado, en los tiempos peores, la fe y la religión, ello se debe principalmente al devoto femíneo sexo.

2.          Las palabras que el Señor dijo a las piadosas mujeres reflejan hermosamente,
por manera conmovedora, la ternura de su sagrado Corazón: “Hijas de Jerusalén, no
lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos; porque vendrán días en que se os dirá: Dichosas las estériles y las que no parieron, y los pechos que no amamantaron…”
a)    Tiene ante sus ojos el cumplimiento de la maldición que ellos mismos se echaron:
“Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”. En la funestísima tragedia que dentro de estos muros y en estas mismas calles se realiza más tarde a los cuarenta años, inclúyense también aun los que no tienen culpa; las madres y los hijos, inocentes de este pecado.

   Las palabras de Jesús muestran cuán metida tenía él en su corazón la terrible suerte de aquella gente.

b)    “No lloréis sobre mí”. Mis padecimientos terminarán en breve, y trocaránse pronto
en gloria imperecedera; no así el castigo justiciero, que ha de venir sobre esta ciudad y este pueblo, y envolverá en la común desgracia hasta a los niños inocentes. ¿Por qué dice esto? Porque también estas buenas mujeres están en un error por el aparente fracaso del Maestro, y por esto las instruye el Señor y les dice: no lloréis, no, sobre mí, sino sobre vosotras.

3.          Hermosísima condición y muy propia del Señor es que ni todos sus padecimientos
ni toda su ignominia pueden por un solo momento enturbiar su espíritu tranquilo y seguro, ni pueden agriar su corazón tantas injusticias que contra él se cometen; y en medio de sus dolores más intensos, es todo compasión por las ajenas miserias. ¡Cuán importante lección es ésta, singularmente para el sacerdote que tiene cura de almas, el cual debe posponer muchas veces los padecimientos propios de las injusticias que recibe, si quiere ser fiel a su oficio de pastor aun en días de desolación!

4.         También esta escena se repite en la vía longa de los venideros siglos.

   Alléganse y se agrupan cerca de Jesús las mujeres de vida santa, que aun en medio de los dolores y penas que sufren le aman, y conservan sin entibiárseles el fuego de su caridad, como las santas vírgenes y matronas del tiempo de los mártires, Inés, Cecilia, Lucía, Flavia Domitila; las grandes y nobles mujeres de la edad media, como Matilde, Adelaida, Blanca, Isabel; lo más florido de la mística, por ejemplo Liduvina, Juliana, Catalina de Sena, Rosa de Lima, etc. A él consagran todo su amor y con él sufren, participando de su sagrada Pasión, en medio de la frialdad, grosería e indiferencia de sus contemporáneos.

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