(Especial para la Prensa en Lima)
Cada vez que estemos seguros de haber tenido una idea
totalmente original, lo mejor que podemos hacer es retrotraernos a los griegos
para ver cómo la expresaban. No están sucediendo hoy muchas cosas nuevas;
solamente las mismas cosas de antes a nueva gente. A algunas de nuestras
“nuevas” ideas se les califica de tales sólo porque no sabemos lo que es viejo.
El fenómeno más
curioso de nuestros días es que, con toda nuestra educación, ciencias y
precisión haya tanta superstición, sentimentalismo y fanatismo. Aun en el campo
de la religión donde abundan las dudas y las interrogantes, se encuentra una
credulidad que conmueve a la razón. La explicación está en que cuando la fe
declina, aumenta la superstición. Una vez que se rompen los lazos entre el
hombre y Dios, lo espiritual se retuerce y se enreda. Nuestra posición es que
las singulares novedades emotivas del mundo de hoy no son cosa nueva. Hasta el
apóstol Juan advirtió: “No creáis a cualquier espíritu, sino examinad los
espíritus, porque muchos seudo-profetas se han levantado en el mundo”.
Tal vez en el
siglo primero se vieron los mismos excesos que se ven en un grupo de hombres y
mujeres revolcándose juntos por el suelo en estimulación sexual mutua, que se
justifican diciendo que están ”glorificando a Dios en el espíritu”.
Exactamente la misma simulación de
castidad y de piedad, como excusa a la impudicia, se encontró en los turlupinos y otros a principios de la Edad
Media. Quien hace mal y sabe que lo hace tiene más valor moral que quien hace
mal y lo llama “movimiento del espíritu interior”.
Hoy, al igual
que en el pasado, encontramos paroxismos en quienes son superentusiastas del
espíritu; se desmayan, alardean de revelaciones privadas hablan en jerigonza
que llaman “lenguas desconocidas”. Otros optan por bailar, lo que califican de
“elogio a Dios” mientras se llenan la boca hablando de sus éxtasis, de sus
visiones y de sus sueños. Recuerdan a los historiadores los bailadores
flamencos medievales que “giraban hasta
caer juntos al suelo faltos de respiración, afirmando que durante estos intervalos
de vehemente agitación eran favorecidos con visiones maravillosas” Otros
trepaban árboles bajo el ímpetu del espíritu y algunos de ellos, bajo su
supuesta influencia, caían a tierra y se mataban. Aun otros, acuciados por lo
que llamaban “sensibilidad”, creían que andar desnudos era prueba de que se
había recibido el espíritu. Ricardo de Holanda, salió a la calle desnudo hace
cuatro siglos para proclamar que “somos la verdad desnuda”.
En eras de
creencias, algunos siguen sus propias “orientaciones” sin normas ni detentes
exteriores; curiosamente, todos sienten predilección por los sótanos o por los
lugares clandestinos como si en su sentido subconsciente de culpabilidad
temieran traspasar los umbrales de la
luz de la razón y del examen y crítica racionales. Pero mientras unos fueron a
esconderse, otros se convirtieron en exhibicionistas, como los adamitas, para
quienes la desnudez era inocencia.
Otra forma de
desequilibrio mental que existió en el pasado fue el deseo vehemente de ser
mártir. Sicológicamente, hay poca diferencia con lo que existe en nuestra
carcomida civilización, es decir, el
deseo vehemente de ser arrestado. En
ambos casos hay pasión por sufrir
castigo que llame la atención. Debe, sin embargo, concederse que los “mártires”
modernos que suspiran porque se les arreste, tienen ventajas definitivas sobre los mártires ensangrentados
cuya gloria era solamente póstuma. Aquellos días del siglo cuarto eran más
crueles y más rigurosos que los nuestros pero, sea muerte o encarcelamiento,
los motivos eran idénticos. Los circuncelianos, cuando no podían glorificar el
“yo” provocando que se les arrestara o se les sometiera a martirio, se
suicidaban lanzándose desde altas rocas con el fin de que luego fueran
venerados como mártires. En las vísperas de sus muertes se ofrecían grandes
banquetes y festines.
En aquellos días
no existían periódicos que dieran publicidad a sus hazañas pero los modernos
donatistas que quieren que la policía les golpee o les meta a la cárcel tienen
la ventaja de los reporteros locales. Agustín nos dice que algunos donatistas
llegaron al extremo de hacer acto de presencia en aldeas amenazando con matar a
quienes no les dieran muerte. En
nuestros días no hemos aún llegado al extremo
de que los asaltantes digan “o me asalta usted a mí o yo le asalto a
usted”.
Esta “gloria
para mí” en vez de “gloria para Dios, en que las ideas se van a la cabeza como
el vino que cae en un estómago vacío y que un error cualquiera puede ser
“bendecido y sancionado con un texto”, aparece en un período de la Historia en
que la fe declina y la moral se debilita. Saber que siempre han existido
excesos de entusiasmo, no les detiene; pero impedirá que las personas normales
crean que el mundo se está yendo a pique sólo porque unos cuantos
desequilibrados quieren zarandear la nave…
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