sábado, 18 de abril de 2015

LA RELIGIÓN ES UN DISFRAZ / Fulton SHEEN


(Especial para la Prensa en Lima)

       Cada vez que estemos seguros de haber tenido una idea totalmente original, lo mejor que podemos hacer es retrotraernos a los griegos para ver cómo la expresaban. No están sucediendo hoy muchas cosas nuevas; solamente las mismas cosas de antes a nueva gente. A algunas de nuestras “nuevas” ideas se les califica de tales sólo porque no sabemos lo que es viejo.

       El fenómeno más curioso de nuestros días es que, con toda nuestra educación, ciencias y precisión haya tanta superstición, sentimentalismo y fanatismo. Aun en el campo de la religión donde abundan las dudas y las interrogantes, se encuentra una credulidad que conmueve a la razón. La explicación está en que cuando la fe declina, aumenta la superstición. Una vez que se rompen los lazos entre el hombre y Dios, lo espiritual se retuerce y se enreda. Nuestra posición es que las singulares novedades emotivas del mundo de hoy no son cosa nueva. Hasta el apóstol Juan advirtió: “No creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus, porque muchos seudo-profetas se han levantado en el mundo”.

        Tal vez en el siglo primero se vieron los mismos excesos que se ven en un grupo de hombres y mujeres revolcándose juntos por el suelo en estimulación sexual mutua, que se justifican diciendo que están  ”glorificando a Dios en el espíritu”. Exactamente la misma simulación de  castidad y de piedad, como excusa a la impudicia, se encontró en los turlupinos y otros a principios de la Edad Media. Quien hace mal y sabe que lo hace tiene más valor moral que quien hace mal y lo llama “movimiento del espíritu interior”.

         Hoy, al igual que en el pasado, encontramos paroxismos en quienes son superentusiastas del espíritu; se desmayan, alardean de revelaciones privadas hablan en jerigonza que llaman “lenguas desconocidas”. Otros optan por bailar, lo que califican de “elogio a Dios” mientras se llenan la boca hablando de sus éxtasis, de sus visiones y de sus sueños. Recuerdan a los historiadores los bailadores flamencos medievales que “giraban  hasta caer juntos al suelo faltos de respiración, afirmando que durante estos intervalos de vehemente agitación eran favorecidos con visiones maravillosas” Otros trepaban árboles bajo el ímpetu del espíritu y algunos de ellos, bajo su supuesta influencia, caían a tierra y se mataban. Aun otros, acuciados por lo que llamaban “sensibilidad”, creían que andar desnudos era prueba de que se había recibido el espíritu. Ricardo de Holanda, salió a la calle desnudo hace cuatro siglos para proclamar que “somos la verdad desnuda”.

         En eras de creencias, algunos siguen sus propias “orientaciones” sin normas ni detentes exteriores; curiosamente, todos sienten predilección por los sótanos o por los lugares clandestinos como si en su sentido subconsciente de culpabilidad temieran traspasar  los umbrales de la luz de la razón y del examen y crítica racionales. Pero mientras unos fueron a esconderse, otros se convirtieron en exhibicionistas, como los adamitas, para quienes la desnudez era inocencia.

         Otra forma de desequilibrio mental que existió en el pasado fue el deseo vehemente de ser mártir. Sicológicamente, hay poca diferencia con lo que existe en nuestra carcomida  civilización, es decir, el deseo vehemente  de ser arrestado. En ambos casos hay  pasión por sufrir castigo que llame la atención. Debe, sin embargo, concederse que los “mártires” modernos que suspiran porque se les arreste, tienen ventajas  definitivas sobre los mártires ensangrentados cuya gloria era solamente póstuma. Aquellos días del siglo cuarto eran más crueles y más rigurosos que los nuestros pero, sea muerte o encarcelamiento, los motivos eran idénticos. Los circuncelianos, cuando no podían glorificar el “yo” provocando que se les arrestara o se les sometiera a martirio, se suicidaban lanzándose desde altas rocas con el fin de que luego fueran venerados como mártires. En las vísperas de sus muertes se ofrecían grandes banquetes y festines.

         En aquellos días no existían periódicos que dieran publicidad a sus hazañas pero los modernos donatistas que quieren que la policía les golpee o les meta a la cárcel tienen la ventaja de los reporteros locales. Agustín nos dice que algunos donatistas llegaron al extremo de hacer acto de presencia en aldeas amenazando con matar a quienes  no les dieran muerte. En nuestros días no hemos aún llegado al extremo  de que los asaltantes digan “o me asalta usted a mí o yo le asalto a usted”.


        Esta “gloria para mí” en vez de “gloria para Dios, en que las ideas se van a la cabeza como el vino que cae en un estómago vacío y que un error cualquiera puede ser “bendecido y sancionado con un texto”, aparece en un período de la Historia en que la fe declina y la moral se debilita. Saber que siempre han existido excesos de entusiasmo, no les detiene; pero impedirá que las personas normales crean que el mundo se está yendo a pique sólo porque unos cuantos desequilibrados quieren zarandear la nave…

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