miércoles, 1 de abril de 2015

Fulton SHEEN EN EL DÍA FESTIVO POR EXCELENCIA


PASCUA FLORIDA

(Especial para LA PRENSA en Lima)

   Las actitudes sicológicas ante la vida afectan las creencias. Una era de paz reafirma, más que otra, la verdad de una fe. Tomemos, por ejemplo, la Pascua Florida, que nos enseña que ningún sufrimiento es el último y que la tolerancia paciente de las situaciones humanas prepara al hombre para la gloria del cuerpo y del alma después de la muerte. En pasadas centurias, esta verdad hizo que millares de seres vieran la corona más allá de la cruz y, a la muerte, como la condición de vida. Sólo cuando la semilla cae en tierra y muere, es que da nueva vida. Como dijo Pablo: “Si Cristo no resucita, entonces, nosotros, todos los hombres, seremos dignos de lástima”.

   El escándalo mayúsculo en la primera centuria fue la crucifixión. ¿Por qué había de crucificarse a la Verdad y entronizar al mal? La sentencia de muerte impuesta a un Hombre Inocente fue rudo golpe para los judíos que creían que su líder debía ser un conquistador; e idiotez de los griegos, puesto que Cristo no era filósofo.

   Pero hoy no es el Calvario lo que está en el camino de la fe; es la Resurrección. El hombre moderno puede asimilar el Viernes de Dolores porque a diario ve injusticias, violencias, asaltos, acosamientos en torno a él, como si fueran un ropaje. Pero no admite la Pascua Florida y la resurrección de entre los muertos. Viviendo con el temor de que algún tonto colérico puede disparar un arma que tiene ya la posibilidad de dar muerte doce veces a toda la población de la Tierra, no puede ver muchas esperanzas. Ve al pobre y desheredado social en abandono y a líderes políticos y sociales a quienes se da muerte rápidamente  de un pistoletazo. El primer Viernes de Dolores fue el escándalo de ver a Dios excluido de la Tierra que Él hizo y arrojado a un basurero en las afueras de la ciudad; pero esto no cierra los ojos a la fe moderna porque estamos acostumbrados a los puños apretados, a la degradación en los barrios bajos y a la hipocresía en los altos.

   Lo que escandaliza hoy es la tumba vacía; no es el Cristo Saeteado lo que no podemos aceptar, sino el Cristo Resucitado. Podemos comprender la carroña en las encinas, pero no las bellotas que engendran nuevas encinas. La literatura de la desesperación, desde Kafka hasta Camus; los rostros sombríamente solemnes de los jóvenes que bailan mirándose los unos a los otros como aves hipnotizadas por serpientes; la pasión por la desnudez que afirma irreverente que no queda ya nada por ver, hacen de la creencia en otra vidas locura jamás igualada.

   Pero, ¿por qué divorciar y separar el escándalo de la Cruz, que conturbó los días primeros, del escándalo de la Resurrección que conturba los nuestros? ¿No van, en realidad, cogidos de la mano? Los que finalmente llegaron a creer en el  Cristo Resucitado fueron, en sí mismos, hombres derrotados. Ninguno de sus seguidores contaba con la Resurrección; tan deprimidos estaban que, luego de oír los relatos de testigos presenciales, los atribuyeron a la imaginación. Ninguno de los hombres fue a la tumba donde le sepultaron; las mujeres fueron a olear a un cadáver; el problema de quién habría de levantar la tapa de la tumba para olear a un muerto no era tarea de quienes esperaban Resurrección de entre los muertos.

   En verdad: los únicos que creyeron que Él podía resucitar fueron los enemigos. Pilatos dispuso guardias para para quienes temían que sus discípulos “se robarían el cadáver”. Fue la primera vez en la historia que se estacionó un ejército en torno a una tumba para impedir que su tapa fuera levantada desde adentro. Los soviéticos inyectan parafina ocasionalmente en el cadáver de Lenin, pero no acordonan su tumba con soldados para impedir su resurrección de entre los muertos.

   Lo que les convenció y les hizo creer fueron todas pruebas evidentes: la tumba vacía, las sábanas revueltas, los testimonios, la aceptación de la Resurrección por las autoridades que simplemente “prohibieron que se divulgara”.

   La prueba final fue la diferencia que significó en las vidas de quienes le aceptaron como El Señor Resucitado. Supongamos que se nos pidiera demostrar su legitimidad. ¿Podríamos hacerlo ante un abogado listo que puede hasta “demostrar” que nuestros certificados de nacimiento son falsos? Lo sabemos por la diferencia que han significado en nuestras vidas los sacrificios, el amor y los cuidados de nuestros padres.

   Lo mismo ocurre con Dios Resucitado cuando entra en nuestras vidas para salvarnos. Principiamos con la mayor derrota que jamás ha conocido el mundo y con la mayor tristeza que haya jamás abatido nuestros corazones: “Padre mío, ¿por qué me has abandonado? Mas hoy sabemos que en virtud de la unión con  Él, “puedo soportar todas las cosas, porque no vale la pena comprar las penurias de esta vida con el júbilo que nos ha de llegar”. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario