PASCUA
FLORIDA
(Especial para LA PRENSA en Lima)
(Especial para LA PRENSA en Lima)
Las
actitudes sicológicas ante la vida afectan las creencias. Una era de paz
reafirma, más que otra, la verdad de una fe. Tomemos, por ejemplo, la Pascua
Florida, que nos enseña que ningún sufrimiento es el último y que la tolerancia
paciente de las situaciones humanas prepara al hombre para la gloria del cuerpo
y del alma después de la muerte. En pasadas centurias, esta verdad hizo que
millares de seres vieran la corona más allá de la cruz y, a la muerte, como la
condición de vida. Sólo cuando la semilla cae en tierra y muere, es que da
nueva vida. Como dijo Pablo: “Si Cristo no resucita, entonces, nosotros, todos
los hombres, seremos dignos de lástima”.
El escándalo mayúsculo en la primera
centuria fue la crucifixión. ¿Por qué había de crucificarse a la Verdad y
entronizar al mal? La sentencia de muerte impuesta a un Hombre Inocente fue
rudo golpe para los judíos que creían que su líder debía ser un conquistador; e
idiotez de los griegos, puesto que Cristo no era filósofo.
Pero hoy no es el Calvario lo que está en el
camino de la fe; es la Resurrección. El hombre moderno puede asimilar el
Viernes de Dolores porque a diario ve injusticias, violencias, asaltos,
acosamientos en torno a él, como si fueran un ropaje. Pero no admite la Pascua
Florida y la resurrección de entre los muertos. Viviendo con el temor de que
algún tonto colérico puede disparar un arma que tiene ya la posibilidad de dar
muerte doce veces a toda la población de la Tierra, no puede ver muchas
esperanzas. Ve al pobre y desheredado social en abandono y a líderes políticos
y sociales a quienes se da muerte rápidamente
de un pistoletazo. El primer Viernes de Dolores fue el escándalo de ver
a Dios excluido de la Tierra que Él hizo y arrojado a un basurero en las afueras
de la ciudad; pero esto no cierra los ojos a la fe moderna porque estamos
acostumbrados a los puños apretados, a la degradación en los barrios bajos y a
la hipocresía en los altos.
Lo que escandaliza hoy es la tumba vacía; no
es el Cristo Saeteado lo que no podemos aceptar, sino el Cristo Resucitado.
Podemos comprender la carroña en las encinas, pero no las bellotas que
engendran nuevas encinas. La literatura de la desesperación, desde Kafka hasta
Camus; los rostros sombríamente solemnes de los jóvenes que bailan mirándose
los unos a los otros como aves hipnotizadas por serpientes; la pasión por la
desnudez que afirma irreverente que no queda ya nada por ver, hacen de la
creencia en otra vidas locura jamás igualada.
Pero, ¿por qué divorciar y separar el
escándalo de la Cruz, que conturbó los días primeros, del escándalo de la
Resurrección que conturba los nuestros? ¿No van, en realidad, cogidos de la
mano? Los que finalmente llegaron a creer en el
Cristo Resucitado fueron, en sí mismos, hombres derrotados. Ninguno de sus seguidores contaba con la
Resurrección; tan deprimidos estaban que, luego de oír los relatos de testigos
presenciales, los atribuyeron a la imaginación. Ninguno de los hombres fue a la
tumba donde le sepultaron; las
mujeres fueron a olear a un cadáver; el problema de quién habría de levantar la
tapa de la tumba para olear a un muerto no era tarea de quienes esperaban
Resurrección de entre los muertos.
En verdad: los únicos que creyeron que Él
podía resucitar fueron los enemigos. Pilatos dispuso guardias para para quienes
temían que sus discípulos “se robarían el cadáver”. Fue la primera vez en la
historia que se estacionó un ejército en torno a una tumba para impedir que su
tapa fuera levantada desde adentro. Los soviéticos inyectan parafina
ocasionalmente en el cadáver de Lenin, pero no acordonan su tumba con soldados
para impedir su resurrección de entre los muertos.
Lo que les convenció y les hizo creer fueron
todas pruebas evidentes: la tumba vacía, las sábanas revueltas, los testimonios,
la aceptación de la Resurrección por las autoridades que simplemente
“prohibieron que se divulgara”.
La prueba final fue la diferencia que
significó en las vidas de quienes le aceptaron como El Señor Resucitado.
Supongamos que se nos pidiera demostrar su legitimidad. ¿Podríamos hacerlo ante
un abogado listo que puede hasta “demostrar” que nuestros certificados de
nacimiento son falsos? Lo sabemos por la diferencia que han significado en
nuestras vidas los sacrificios, el amor y los cuidados de nuestros padres.
Lo mismo ocurre con Dios Resucitado cuando
entra en nuestras vidas para salvarnos. Principiamos con la mayor derrota que
jamás ha conocido el mundo y con la mayor tristeza que haya jamás abatido
nuestros corazones: “Padre mío, ¿por qué me has abandonado? Mas hoy sabemos que
en virtud de la unión con Él, “puedo
soportar todas las cosas, porque no vale la pena comprar las penurias de esta
vida con el júbilo que nos ha de llegar”.
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