Al conmemorarse el centenario
del nacimiento de Sibelius, los
amantes de la música en todo
el mundo rindieron homenaje
al eminente compositor cuyas
obras hablan de libertad a todas
las naciones.
En un nevado jardín, cerca de Helsinki, un anciano alzaba la vista al cielo, surcado a la sazón por escuadrillas de bombarderos rusos. Corría el mes de noviembre de 1939. La Unión Soviética había invadido Finlandia porque los finlandeses se negaron a ceder parte de su territorio para reforzar las fronteras rusas. El viejo, pálido de ira, agitó el puño en ademán de amenaza hasta que los aviones se perdieron de vista. Luego, se encogió de hombros, desesperanzado, y entró en su casa.
Aquel hombre era el compositor Jan Sibelius, entonces de 74 años de edad, y su ademán de desafío en aquel día invernal era símbolo del amor patrio que inspiró todas las horas de su dilatada existencia. Finlandia estaba tan hondamente arraigada en su espíritu que cada una de sus muchas composiciones parece hablar a la humanidad de su amado Norte: de sus largas noches nevadas, del vuelo del cisne y de la grulla, de los bosques de abedules y pinos; y sobre todo lo demás, del apasionado amor que el compositor tuvo siempre a la libertad. Finlandia es Sibelius, y Sibelius es Finlandia.
"Otros compositores hacen una mezcla de muchos colores", solía decir. "Yo doy al mundo agua pura". En efecto, el agua pura de su tierra natal, la que hizo fluir durante más de media centuria en las salas de concierto del mundo, llevando a sus oyentes (habitantes de la ciudad en su mayoría) el aire y la vastedad de la Naturaleza, libre e inmaculada. Y esa agua fluye aún, pues las obras de Sibelius se han incoroporado de modo permanente al repertorio de las orquestas sinfónicas de todas partes. Cuando el compositor murió, el 20 de setiembre de 1957, era el primer ciudadano de Finlandia, reverenciado por sus compatriotas como héroe nacional.
Sibelius nació el 8 de diciembre de 1865; su padre era médico militar. Se le dio el nombre de pila de Johan Julius Christian, pero más tarde, al encontrar el chico unas tarjetas de visita olvidadas por un capitán de marina, tío suyo, a quien adoraba, se lo cambió para poder aprovecharlas y se convirtió en Jan Sibelius.
A la edad de cinco años, Sibelius tocaba ya el piano y componía. A los diez escribió una pieza para violín y violonchelo (en pizzicato) titulada Gotas de lluvia, que aun se ejecuta ocasionalmente. Su amor a la Naturaleza apuntó muy temprano. Con un violín bajo el brazo, deambulaba por los bosques, deteniéndose de pronto para subirse a una roca y tocar con el corazón henchido de gozo. "Toco para devolver a los árboles y los pájaros lo que ellos me han dado", decía. Guardaba musgo en una fosforera y lo olía de vez en cuando, pues su fragancia le trasmitía "el rumor del viento en los árboles y el canto de las aves". En su relación con los pájaros había algo de misticismo. Dotado de un perfecto sentido de percepción de la tonalidad, era capaz de determinar el tono y la tesitura en que gorjeaban las aves. "El pinzón real trina en re bemol", decía. "El chorlito abarca del la al fa. El cuclillo no canta con bemoles ni con sostenidos; está siempre desafinado".
Cuando su madre quiso que estudiase la carrera de derecho, el joven Jan obedeció, pero hacía novillos con tanta regularidad que ella acabó permitiéndole hacer lo que el muchacho anhelaba: estudiar música. Jan empezó en el Conservatorio de Helsinki, y luego completó su educación en Berlín y Viena.
En aquella época Sibelius era un joven alto y espigado, de larga y revuelta melena rubia. Parecía estar siempre entusiasmado. Cierto día exclamó: "La música tiene color: el tono de la mayor es azul; el de do mayor es rojo; el de re mayor es amarillo". Estudiante intensamente serio, se pasaba a menudo la noche componiendo, pero era también muy animoso y poseía el don de la jovialidad. Una vez, en Berlín, Sibelius gastó su asignación de todo el mes en una sola noche y, necesitando más dinero, vendió sus ropas. Tolo lo que le quedó fue su traje de etiqueta: frac y corbata blanca. Vestido con él, aunque con sucia y arrugada camisa, viajó hasta Helsinki.
En la noche de la presentación de la primera obra importante de Sibelius, Kullervo, se distribuyó entre el público del concierto un programa de extraño aspecto. El joven compositor detestaba el crujir del papel durante un concierto, por lo cual había insistido en que, para el estreno, se usara un suave papel especial para los programas. Su obra innovación fue, sin embargo, aun más notable: el programa estaba redactado en finlandés.
En la Finlandia de principios de la última década del siglo XIX, un rasgo como ese era sumamente simbólico. Durante muchos años la cultura del país se había visto en gran peligro. El sueco había sido largo tiempo el lenguaje de las bellas artes y del gobierno, así como el empleado en la conversación de las clases elevadas. Y en la Rusia zarista, influyentes círculos clamaban por la estrecha incorporación de Finlandia al Imperio ruso y para que se impusieran restricciones a los derechos constitucionales de los naturales del país.
Los mismos finlandeses se percataron del peligro que corrían, pero ¿qué resistencia podían oponer a su gigantesco vecino? Sibelius consideraba que se podía contar siempre con el poder del espíritu, y como tema de su primera composición importante utilizó un episodio del Kalevala, la epopeya nacional de Finlandia. "Jamás se había escuchado una música tal", dijo un periódico de Helsinki a propósito del estreno de Kullervo. "Esta ha sido la primera composición realmente finlandesa".
Sibelius compuso otra obra que había de fortalecer y afirmar el sentido de identificación del país, una pieza que familiarizaría al mundo entero con el nombre de Finlandia. En el otoño de 1899, para un festival montado en el Teatro Sueco de Helsinki, Sibelius escribió la música para la representación de un cuadro vivo de historia finlandesa. Pero la apoteosis final fue la ejecución del poema sinfónico Finlandia, cuyas inflamadas notas se oyeron entonces por primera vez.
El patriótico sentimiento que alienta en Finlandia no tiene parangón en la música. Sibelius estaba profundamente compenetrado con la angustia del pueblo finlandés y compuso la obra en defensa de la libertad de expresión. La composición, con su primitiva fuerza, era una encendedora protesta contra los opresores de Finlandia.
El joven compositor se convirtió pronto en eminente figura entre los paladines espirituales de su pueblo. Pero no sería la suya una carrera pública, y cada vez se sentía más acicateado por la necesidad de componer. "Los más desdichados compositores", decía, "son aquellos cuyo trabajo es producto de un impulso interno. Yo soy uno de ellos". Para él, la vida era un bloque de granito que tendría que forjar y esculpir con el martillo y el cincel de su propia voluntad.
En Helsinki experimentó una vez, después de medianoche, el impulso de ir a la casa paterna, en la aldea de Kerava, en un cochecito tirado por un caballo. Se considera que aquel largo trayecto en la oscuridad y que terminó con la gloria del alba, inspiró a Sibelius su hermoso Viaje nocturno y amanecer, en el cual el oyente percibe el golpear de los cascos del caballo, el suave rumor de las hojas y al fin la gran explosión del canto de las aves que, iniciándose como "un mar de cambiantes luces", se convierte en el límpido y creciente resplandor de la mañana.
Sibelius estaba iluminado por el genio, pero también padecía mucho por su mala salud. Desalentadoras dolencias lo atormentaban una tras otra. Una compañía de seguros de vida se negó a asegurarle si no pagaba una prima adicional. En cierta ocasión enfermó del oído y durante algún tiempo se temió que fuera a perder aquel sentido. Después le apareció un tumor en la garganta y tuvo que sufrir quince operaciones hasta que, por fin, un cirujano logró extirpárselo. Durante muchos años vivió preocupado, despertándose de pronto por la noche, acometido por el temor de que pudiera reproducirse el tumor.
A la larga, aquel delicado joven se transformó en un hombre musculoso y corpulento, resistente como una roca, que no conocía la fatiga y vivía a fuerza de cigarros puros, vino, coñac y abundantes platos de comida. Hasta los 80 años de edad, Sibelius acostumbraba ir a pie hasta su sauna (el típico baño finlandés de vapor), y en invierno y verano, casi hasta el día de su muerte, todas las mañanas se daba friegas con agua helada que guardaba en un cubo en el balcón.
El compositor conservó siempre su gozo de vivir. Se cuenta que en una fiesta que ofreció a algunos amigos, entre ellos el director de orquesta Robert Kajanus, éste recordó de pronto un compromiso urgente que tenía en San Petersburgo y se ausentó sigilosamente. A los dos días volvió y se encontró con que la fiesta proseguía aún con gran animación. Sibelius, ignorante al parecer del tiempo transcurrido, le dijo: "¿Por qué no te sientas, Robert, en vez de andar entrando y saliendo constantemente?
Desde el principio, los compatriotas de Sibelius comprendieron la significación de su música, pero los públicos extranjeros la acogieron con frialdad al no poder entender el lenguaje intensamente personal y, sobre todo, finlandés, de sus composiciones. Cuando se tocó por primera vez en Suecia la Cuarta Sinfonía, los asistentes lo abuchearon y silbaron.
Un crítico de Chicago, refiriéndose a la Segunda Sinfonía escribrió: "Insulsa, insoportablemente anodina". En Nueva York, el director Walter Damrosch dudaba tanto de la acogida que se dispensaría a la Cuarta que, antes de ejecutarla, se disculpó con el auditorio. Un crítico la calificó de "menos sustanciosa que los desvaríos de un beodo".
"Los oyentes extranjeros", pronosticó Sibelius, "tardarán veinte años en comprender lo que he escrito". Pero el compositor subestimaba la capacidad de comprensión del público extranjero; pronto los ingleses y estadounidenses se convirtieron en sus fervorosos admiradores. En 1914 la Universidad de Yale le honró con un título de doctor honoris causa. Al hacer la presentación, el profesor Wilbar Cross declaró: "Lo que Wagner ha hecho por la leyenda teutónica, lo ha hecho Sibelius, a su impresionante modo personal, por las leyendas de Finlandia". El compositor recibió, en el curso de su vida, otros títulos honoríficos y fue nombrado, además, profesor honorario del Conservatorio de Budapest. Casi todos los países le confirieron medallas y condecoraciones.
En su juventud Sibelius había contraido nupcias con Aino Jarnefelt, hija de un general finlandés. Fue un matrimonio asombrosamente feliz. Para esta adorable mujer, que conocía las obras de Sibelius compás por compás, el compositor edificó, a 37 kilómetros de Helsinki, una casa a la que llamó Ainola. Era una rústica cabaña de troncos, de dos pisos, con paredes exteriores de madera enjalbegada. En el interior, los troncos estaban descortezados, pero sin decorar. A la puerta se erguían tres enormes pinos. Estos ensombrecían las habitaciones, pero el compositor no permitía que lo derribaran. Por una ventana podía ver un bosquecillo de abedules plateados, que le servían de inspiración mientras escribía su música.
Cuando Aino cumplió los 75 años, Sibelius le dijo en la fiesta de su cumpleaños: "Tú podrías haber hallado mayor felicidad con otro; yo, nunca". Diez años más tarde, desobedecíendo las órdenes de los médicos, Jan subió la escalera hasta la habitación de Aino y, ofreciéndole un gran ramo de rosas, le dijo: "He venido a declarárteme por segunda vez".
En el crepúsculo de la vida de Sibelius su gran amargura fue su Octava Sinfonía, de la que hablaba, prometiendo escribirla, pero que nunca llegó a ser realidad. Durante treinta años, desde la edad de 61, compuso todos los días, pero destruía la música casi tan pronto como la escribía. Completó dos movimientos de la anunciada sinfonía, pero más tarde confesó haberlos destruido. Es creencia general que también otros trabajos acabaron quemados. Su esposa decía que era una injusta autocrítica lo que le impedía publicar su música. El propio Sibelius comentaba: "El reino de los cielos llegará cuando el hombre pierda su facultad de autocrítica".
Para un hombre como Sibelius, cuyo gozo más grande se cifraba en crear bella música, su incapacidad para componer durante ese largo período constituyó un trágico destino.Pudo haber viajado a todas partes, disfrutando de una vida llena y dichosa mientras descansaba sobre los laureles ganados con sus pasados triunfos. Mas, en lugar de eso, se aisló del mundo, encerrándose en Ainola, acariciando interminablemente la esperanza de poder atizar el ascua de la inspiración creadora hasta convertirla en fuego.
Durante la segunda guerra mundial, Sibelius, como sus compratriotas, careció frecuentemente de medios para satisfacer las más elementales necesidades. A causa de la inflación, la pensión anual que recibía del gobierno de Finlandia disminuyó de valor. Las orquestas de los Estados Unidos e Inglaterra le ofrecieron organizar conciertos en su beneficio, pero él rehusó tal generosidad, prefiriendo compartir las penalidades de sus compatriotas. Al cabo de algún tiempo, el gobierno reajustó la pensión que le asignaba, y del extranjero comenzaron a llegar los derechos de autor que sus composiciones devengaban. No obstante, había una cosa que no se podía comprar con dinero en aquel período posbélico: los cigarros de que el compositor tanto gustaba. "Para mí, los habanos son alimento", dijo en una ocasión.
Leopoldo Stokowski se enteró de esta necesidad y envió a Sibelius una caja de 41 cigarros, todos diferentes, indicándole que dijera cuál le gustaba más. Sibelius escribió al famoso director de orquesta: "En la mitología griega, Paris debió escoger entre tres beldades. Yo puedo elegir entre 41". En Nueva York alguien organizó una campaña destinada a reunir cigarros para Sibelius. De los más remotos confines del globo empezaron a llover pronto cajas de cigarros. Entre los donantes figuraban Eisenhower, Toscanini y Marian Anderson. Llegaron tantos que Sibelius escribió: "No viviré el tiempo necesario para fumarlos todos".
Por las noches, el músico se instalaba ante su potente receptor de radio con la esperanza de oír sus composiciones interpretadas por orquestas de países extranjeros. Cierta vez, en compañía de su yerno Jussi Jalas, oyó una deficiente interpretación de una de sus sinfonías. Enfurecido, Sibelius declaró que iba a escribir una carta al director, en la que le diría exactamente lo que pensaba de él. Algunos años más tarde, Jalas conoció a aquel director, quien sacando de la cartera arrugada hoja de papel se la enseñó diciendo: "Este es mi tesoro más preciado". Era la carta de Sibelius. Mas, en vez de una crítica mordaz, sólo contenía expresiones cordiales.
En asuntos económicos, Sibelius cometió muchos errores. Por una suma modestísima y una caja de cigarros, vendió su Vals triste, su obra más popular, a un editor que hizo con ella una verdadera fortuna. En los Estados Unidos la mayor parte de su música no le produjo nada porque no pensó en registrar sus derechos de autor.
El 18 de setiembre de 1957 una bandada de grullas pasó volando sobre Ainola, y Sibelius, que las seguía con la vista, observó que una de las aves se apartaba del resto, pasaba muy bajo sobre la casa y se reunía luego con las otras. En aquello el anciano compositor vio un augurio. A los dos días fallecía víctima de un derrame cerebral. Ante su sencillo féretro de pino desfilaron en la catedal de Helsinki millares de personas, desde estudiantes hasta los más insignes hombres de Finlandia. Otros millares más presenciaron en triste silencio el paso del fúnebre cortejo a su regreso a Ainola, donde Sibelius recibió sepultura en su jardín, cerca de los plateados abedules que tanto había amado.
Al mundo en general Jan Sibelius le dejó un rico patrimonio de más de 200 composiciones musicales, muchas de ellas verdaderas obras maestras. A sus conciudadanos les legó aun otra herencia: la renovada y orgullosa conciencia de su carácter nacional y de la belleza de su país.
SELECCIONES DEL READER´S DIGEST, Julio de 1966
No hay comentarios:
Publicar un comentario