FELIPE el
Bueno era el encanto de Florencia. Todos le amaban, y le llamaban así. Su
humildad fue tanta, que rehusaba la alteza del sacerdocio, y hubo de aceptarla
bajo mandato formal. Negábase a ser
superior de la Congregci၂n del Oratorio por él fundada y el Papa tuvo que
obligarle. No se logró que aceptara el episcopado ni el cardenalato.
“Clemente VIII, que padecía de gota en las
manos, hizo entrar a Felipe a su habitación y le ordenó que le tocara: al
contacto de las manos de Felipe quedaron sanas las del Papa. Desde aquel día,
cuando el Papa encontraba al apóstol, le besaba públicamente las manos”.
Cuéntanse de él mil jugosas anécdotas,
reveladoras de su ingenio y su aguda mirada espiritual. Una diremos. Había en
Roma cierta monja con universal fama de santa, y el Papa encomendó a Felipe que
fuera a verla y regresara diciéndole su parecer. Cruzó el santo las calles de
Roma llenas de barro por la lluvia, y con los zapatos enlodados entró al
locutorio del convento. Vino a poco la monja, grave, sencilla, metida en sí, en
el rostro y en las manos las huellas de penitencia. Felipe exclama de golpe:
“Hermana, hágame el favor de quitarme el lodo de los zapatos”. Calla la monja.
Repite el santo. Nuevo silencio. Y a la tercera vez responde la religiosa que a
ella no le toca a hacer aquello; que si gusta llamará a una lega o una
sirvienta. Da el santo las gracias y el saludo, y se retira diciendo que ya ha
cumplido su misión. Vuelve al Papa y le dice: “No hay tal santa”.
Miremos cómo le pinta Monseñor Keppler en la Galería de hombres contentos de su
precioso libro Más Alegría:
“San Felipe Neri (1515 – 1595), que por su
buen humor, sus felices ocurrencias y su amable sencillez se captó el cariño y
la admiración de Goethe; que se hizo indispensable a todos, desde el Papa hasta
los niños de la calle; que podía ser sabio con los sabios, pero que prefería
ser pequeño con los pequeños, en los hermosos días de primavera solía acompañar a los jóvenes al jardín de San Onofre, bajo
la célebre encina de Tasso, y allí jugaba con ellos. Los niños entraban en casa
del santo con entera libertad, y en ella alborotaban como en las suyas propias.
Cuando alguno se admiraba de que consintiera esto, decía: “Con gusto les dejaría que me apaleasen, con tal que no pequen.
En esto hay más sabiduría pedagógica de la que muchos creen. Son muy dignas de
citarse las siguientes máximas y sentencias de su vida: El camino verdadero para progresar en las virtudes, consiste en perseverar
en la santa alegría. – La serenidad del ánimo fortalece el corazón y nos da perseverancia en las buenas
obras; por eso el siervo de Dios debe estar siempre de buen humor. – Nuestra
divisa debería ser siempre: Amor del prójimo y jovialidad, o amor del prójimo y
humildad”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario