sábado, 7 de septiembre de 2013

FELIPE NERI / Alfonso JUNCO

FELIPE el Bueno era el encanto de Florencia. Todos le amaban, y le llamaban así. Su humildad fue tanta, que rehusaba la alteza del sacerdocio, y hubo de aceptarla bajo mandato formal. Negábase  a ser superior de la Congregci၂n del Oratorio por él fundada y el Papa tuvo que obligarle. No se logró que aceptara el episcopado ni el cardenalato.

             “Clemente VIII, que padecía de gota en las manos, hizo entrar a Felipe a su habitación y le ordenó que le tocara: al contacto de las manos de Felipe quedaron sanas las del Papa. Desde aquel día, cuando el Papa encontraba al apóstol, le besaba públicamente las manos”.

             Cuéntanse de él mil jugosas anécdotas, reveladoras de su ingenio y su aguda mirada espiritual. Una diremos. Había en Roma cierta monja con universal fama de santa, y el Papa encomendó a Felipe que fuera a verla y regresara diciéndole su parecer. Cruzó el santo las calles de Roma llenas de barro por la lluvia, y con los zapatos enlodados entró al locutorio del convento. Vino a poco la monja, grave, sencilla, metida en sí, en el rostro y en las manos las huellas de penitencia. Felipe exclama de golpe: “Hermana, hágame el favor de quitarme el lodo de los zapatos”. Calla la monja. Repite el santo. Nuevo silencio. Y a la tercera vez responde la religiosa que a ella no le toca a hacer aquello; que si gusta llamará a una lega o una sirvienta. Da el santo las gracias y el saludo, y se retira diciendo que ya ha cumplido su misión. Vuelve al Papa y le dice: “No hay tal santa”.

             Miremos cómo le pinta Monseñor Keppler en la Galería de hombres contentos de su precioso libro Más Alegría:


             “San Felipe Neri (1515 – 1595), que por su buen humor, sus felices ocurrencias y su amable sencillez se captó el cariño y la admiración de Goethe; que se hizo indispensable a todos, desde el Papa hasta los niños de la calle; que podía ser sabio con los sabios, pero que prefería ser pequeño con los pequeños, en los hermosos días de primavera solía acompañar  a los jóvenes al jardín de San Onofre, bajo la célebre encina de Tasso, y allí jugaba con ellos. Los niños entraban en casa del santo con entera libertad, y en ella alborotaban como en las suyas propias. Cuando alguno se admiraba de que consintiera esto, decía: “Con gusto les dejaría que me apaleasen, con tal que no pequen. En esto hay más sabiduría pedagógica de la que muchos creen. Son muy dignas de citarse las siguientes máximas y sentencias de su vida: El camino verdadero para progresar en las virtudes, consiste en perseverar en la santa alegría. – La serenidad del ánimo fortalece el  corazón y nos da perseverancia en las buenas obras; por eso el siervo de Dios debe estar siempre de buen humor. – Nuestra divisa debería ser siempre: Amor del prójimo y jovialidad, o amor del prójimo y humildad”.

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