La santa de la raza ha sido llamada con
justicia Santa Teresa de Jesús (1515-1582). Pero fúndese en ella, no sólo
cuanto hay de más genuino y característico en el genio español, sino cuanto
pueda encontrarse de virtudes más disímbolas en el universo de las almas. Su
cálido misticismo, las revelaciones, las visiones, la vida en lo maravilloso
que es su ambiente, júntase con el sentido práctico más seguro, la actividad
militante, la reforma y fundación de conventos, la injerencia en las cosas más
cotidianas y caseras. Su desprecio del mundo, su sentimiento del honor, sus
rigurosas penitencias, participan de un tono hidalgo y caballeresco, y se
hermanan con la humildad más buscadora de humillaciones, la ingenuidad más
deliciosa y el humor más agudo y jovial.
Podemos sentirnos más cerca de ella y entrar
profundamente en el conocimiento de su espíritu, por las encantadoras confidencias
del Libro de su Vida, escrito bajo el mandato de sus superiores. Conmueve
penetrantemente oír su voz, sentir que ella personalmente nos está contando lo
que ella vio y escuchó: cada aparición, cada plática de Cristo, cada revelación
de lo alto están auténticamente ante nosotros: tocamos con la mano lo inasible.
Las desconfianzas de quienes la rodean y de ella misma, vencidas al fin por la
insistente evidencia ultraterrena; la humillación de sí propia; la llaneza
positivista de la narración; el tono infalsificable de la veracidad, reconocido
por amigos y enemigos, dan indirectamente a su libro el valor de un robusto
testimonio de lo sobrenatural.
¡Y el estilo! No es el estilo hermoso y
compuesto que algunos puedan pensar, engañados por superficiales elogiadores.
Santa Teresa es una gran escritora, pero no es - ¡gracias a Dios- literata.
Escribe como habla, y habla sencillamente el
castellano sabroso de su tiempo. Abrumada por su humildad y lo inefable de lo
que cuenta, se excusa y titubea a cada paso, y sentimos la prosa como tropezada
y balbuciente. Allí no hay plan, preparación, artificio: es una mujer que va
diciendo lo que le ha pasado, como lo va recordando y como va pudiendo. Y las
imágenes vivaces, la observación sagaz, los giros familiares, las burlas de sí
misma, el graciosísimo candor, las repeticiones, los desaliños, las frases
incidentales, las frecuentes digresiones, todo, todo da la impresión de cosa
viva.
La carmelita escribe de carrera, sin tiempo
para releer, agobiada de quehaceres; y no creo que haya nunca perdido medio
minuto en componer una frase: si no salió a su gusto, en vez de detenerse a
enmendar y reforzar, añade en seguida: “esto que he dicho va mal encarecido”. Y
a cada paso, conmovida por los recuerdos que va evocando, vuélvese a Dios llena
de exclamaciones, vibrante a veces de inflamada elocuencia, y a veces como
suspensa y arrebatada en la presencia del que ama. ¡No, no hay allí retórica:
allí hay vida!
-Alfonso JUNCO
No hay comentarios:
Publicar un comentario