El soldado de
Pamplona que cae herido en la batalla, siéntese pronto herido por un fuego más
ardiente. Ignacio de Loyola (1491-1556) tiene el vigor austero del genio vasco,
tiene el heroico temple del militar, y se entrega al Señor de un solo arranque,
muda radicalmente de vida, y funda una milicia de asombrosa organización
jerárquica y de intrépido afán conquistador, que pelea con el naciente
protestantismo, penetra a las regiones más lejanas y obscuras, toma todas las
formas, se halla en todos los sitios, enciende en las brasas del corazón la
antorcha de la ciencia, y gana para Cristo verdaderas legiones de almas.
Veamos cómo pinta a nuestro santo su
compañero y maestro de prosistas castellanos, el padre Rivadeneira: “Fue de
estatura mediana, o por mejor decir, algo pequeño y bajo de cuerpo, habiendo
sido sus hermanos altos y muy bien dispuestos; tenía el rostro autorizado; la
frente ancha y desarrugada; los ojos hundidos; encogidos los párpados y
arrugados por las muchas lágrimas que continuamente derramaba; las orejas
medianas; la nariz alta y combada; el color vivo y templado, y con la calva de
muy venerable aspecto. El semblante del rostro era alegremente grave y
gravemente alegre: de manera que con su serenidad alegraba a los que le
miraban, y con su gravedad los componía. Cojeaba un poco de la una pierna, pero
sin fealdad y de manera que con la moderación que él guardaba en el andar no se
echaba de ver. Tenía los pies llenos de callos y muy ásperos de haberlos traído
tanto tiempo descalzos y hecho tantos caminos. L a una pierna le quedó siempre
tan flaca de la herida que contamos al principio, y tan sensible, que por
ligeramente que la tocasen, siempre sentía dolor; por lo cual es más de
maravillar que haya podido andar tantas y tan largas jornadas a pie”.
Agregaremos una anécdota contada por el
propio Rivadeneira y que nos asoma a uno de los aspectos menos conocidos del
santo:
Recién nombrado Ignacio –después de vencida
su resistencia porfiadísima- Prepósito General de la Compañía, “luego se entró
en la cocina y en ella por muchos días sirvió de cocinero, e hizo otros oficios
bajos de casa”, por dar lección práctica de abdicación propia. Después se puso
en la Iglesia a enseñar la doctrina a los niños, pero acudía muchos hombres y
mujeres, “y aunque él enseñaba cosas más devotas que curiosas, y usaba de
palabras no pulidas ni muy propias, antes toscas y mal limadas, eran empero
aquellas palabras eficaces y de gran fuerza para mover los ánimos de los
oyentes, no a darles aplauso y con vanas alabanzas admirarse dellas, sino a
llorar provechosamente y compungirse de sus pecados. …Y temiendo que las cosas
provechosas que él decía no serían de tanto fruto ni tan bien recibidas por
decirse en muy mal lenguajes italiano, díjeselo a nuestro Padre, y que era
menester que pusiese algún cuidado en el hablar bien: y él con su humildad y
blandura me respondió estas formales palabras: Cierto que decís bien; pues tened cuidado, yo os ruego, de notar mis
faltas y avisarme de ellas para que me enmiende. Hícelo así un día con papel
y tinta, y vi que era menester enmendar casi todas las palabras que decía: y
pareciéndome que era cosa sin remedio, no pasé adelante, y avisé a nuestro
Padre de lo que había pasado; y él entonces con maravillosa mansedumbre y
suavidad me dijo: Pues, Pedro, ¿qué
haremos a Dios? Queriendo decir que nuestro Señor no le ha dado más, y que
le parecía servir con lo que le había dado”.
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