(Del Archivo personal de Tom Castillo-Bélgica)
1. Quizá algún día
El Niño Dios más
misterioso de mi infancia fue el que perteneció a mi abuela Rosa Paredes, la
mamá de mi mamá.
Supe que existía
cuando una vez vino a su casa mi tía Carmen de Cachulla, y una tarde en que
conversaban solas le preguntó:
– ¿Y tu Niño Dios
de cuarzo y pedernal?
Mi abuela miró a
todos lados, como asustada de que hubiera alguien que escuchara. Aparte de ellas
dos, solo estaba yo.
– ¡Ahí lo tengo!
–Dijo lacónica y cortante. Mi tía entendió, ¡cualquiera hubiera entendido!, que
no quería seguir hablando del tema. Y esto fue suficiente para que yo después
no cesara de preguntarle:
– ¡Abuela,
muéstrame tu Niño Dios de cuarzo y pedernal! –Pero, siempre la inquiría
cuidando de estar solos, porque había entendido que para mi abuela ello
constituía más que un secreto, en verdad algo sagrado.
– Quizá algún día
te lo haga ver.
2. No se había olvidado
Ahora ya no era un
niño, y había regresado. Y es que cuando nació mi última hermana, Luz Elvira,
en el Hospital Regional de Trujillo, mi padre me encomendó ir a Santiago de
Chuco llevando el certificado de nacimiento de la niña, a fin de cobrar en la
Caja de Depósitos y Consignaciones la retribución que por tener un nuevo
vástago asignaban a los maestros.
Dos meses antes
toda mi familia había emigrado de Santiago de Chuco a Trujillo, mi madre
resentida con mi abuela que la castigó por devolverle unas papas y maíces podridos.
Al llegar a mi
pueblo visité a mi abuela quien lloró en mi hombro, recorrió con las palmas de
sus manos mi rostro y, como si recordara algo que entre nosotros era una
consigna, queriendo cumplir con un designio ineluctable, me dijo confidente:
– ¿Quieres ver el
niño Dios de cuarzo y pedernal? –¡Ella no se había olvidado! Y cogiéndome de la
mano como si fuera un chiquillo subimos las gradas del patio, luego de la
escalera y entramos a su habitación
3. Tallado por los relámpagos
Abrió de par en par
su armario y en una urna vi el brillo de una luz interior que irradiaba una
roca honda. Y encima de ese abrojo las manitas y los pies levantados, y la
cabecita empinada de un niño:
– ¡Hermoso! –Dije–
Yo creí que lo tenías escondido, abuela.
– Ahora estoy sola
lo he puesto frente a mí, y de noche me duermo mirándolo.
Del tamaño de un
plato sobresale nítidamente de las rocas abruptas un niño de cristal de cuarzo
pulido, iridiscente y límpido.
– ¿Lo ves? –Me
pregunta ansiosa.
– ¡Todo!
La cabeza del niño
es cuarzo puro, transparente, tratando de erigirse y de ponerse en pie. Tallado
por la lluvia, la tempestad y los relámpagos.
4. Reinició la marcha
Mi abuela me mira y
yo la miro. Y considera inevitable contarme: Nació y se crio en Pallasca, desde
donde su madre se trasladaba a la boca de la mina de Tamboras a vender el pan
que preparaba. ¿Acaso el obrero tenía dinero? Todo era fiado y cada 15 días en
que se pagaba el jornal había que estar presente para cobrar del pan anterior y
vender el pan nuevo.
La niña se quedaba
encargada con la vecina pero durante ese tiempo la extrañaba tanto que sentía
que los días eran invivibles. Tiene 8 años y al no poder convencerla que la
lleve consigo decide fugarse y seguirla. La noche anterior en que su madre iba
a partir al amanecer disimuló que dormía. Al sentir alejarse sus pasos en la
madrugada saltó de la cama, hizo un atado de ropa, se puso su rebozo negro y
raído, y salió cuando su madre desaparecía al final del sendero.
Y la siguió rumbo a
las minas de Tamboras, lugar terrible por lo helado y yermo, escarchado de
vientos en donde ulula el cierzo y la nevasca. Al esconderse cada trecho vio
que su madre cada cierto tiempo volteaba, como si presintiera que alguien la
seguía. Incluso hubo un momento que detuvo a los pollinos y se paró de frente,
esperando que alguien apareciera. Después reinició la marcha.
5. Como nunca
La niña decidió ya
no caminar tan de cerca, pues si la descubría la regresaría a su casa después
de darle una buena tunda. Pronto el cielo se llenó de nubes y empezó a azotar
la tempestad, y a caer la cellisca en que nada se veía perdiéndose el trazo de las
huellas, solo apareciendo el ichu y los chorrillos de aguas heladas.
Allí empezó a
correr para alcanzar a su madre. Nadie respondía. Se había perdido. Todo era
soledad y páramo. Lloró y llamó a gritos pero nadie la oía. Cayó y allí vio que
algo brillaba. Era una piedra de cuarzo y pedernal que recogió y buscando un
refugio quedó dormida. Al despertar ya había escampado y el camino era diáfano
y sereno.
Siguió la senda que
se abría y después de casi un día de camino llegó a las minas de Tamboras en
donde encontró a su madre. La niña la ayudó tanto que el pan se vendió rápido y
como nunca. Y desde entonces siempre viajaron juntas.
6. No pude calmar su llanto
Ya joven y allí
mismo conoció a quien sería mi abuelo Benigno cuyo oficio en la boca de la mina
era aguzar las herramientas que perdían filo con el golpeteo en las rocas que
hacían los mineros allá adentro.
Se unieron y él la
llevó a Santiago de Chuco. Tuvieron seis hijos, y ella quedó viuda a los 35
años. Jamás volvió a casarse. Mi abuelo la dejó muchas propiedades, pero aun
así siguió amasando pan y ella misma vendiéndolo en la boca mina de Quiruvilca,
lugar lóbrego, oscuro y sombrío.
La noche del 13 de
abril yo volvía a Trujillo y mi abuela al despedirme se abrazó muy fuerte a mí,
diciéndome:
– Ya no nos
volveremos a ver, hijito.
Yo la consolé, sin
saber lo que ocurriría al otro día, diciéndole:
– Vas a vivir
muchos años, abuelita. –Y no pude calmar su llanto.
Mi abuela moriría
al día siguiente que me despidiera de ella, el 14 de abril del año 1966.
7. Flores silvestres
Por eso creo y digo
que el Niño Dios salió a esperarla, como cuando ocurrió de niña, pero esta vez
en el viaje de regreso.
Porque murió en la
ruta de Santiago de Chuco a Pallasca su tierra natal, al desbarrancarse el
vehículo en que iba en la Loma del Viento.
Porque, acaso, ¿no
coincide todo? Pero esta vez a la vera del camino para guiarle en el retorno,
pero hacia la otra vida.
A nadie he
escuchado que tenga ese Niño Dios como reliquia. Nadie que lo haya encontrado o
recogido. No está entre los vestigios que dejó mi abuela. Más bien nadie habla
ni sabe nada de él.
Mi abuela está
enterrada a la entrada del panteón de Santiago de Chuco y cada vez que voy
pongo en su nicho flores silvestres del campo que recojo a la vera del camino
pensando en el Niño Dios.
Y creo también que
ese Niño Dios de cuarzo y pedernal regresó al camino de donde por ella fue
recogido.
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