Anteriormente
hemos abordado el imperio de las grandes multinacionales que controlan los
flujos económicos y a través de ellos las demás instancias de la sociedad
mundial. La constitución perversa de este imperio surgió por la falta de una
gobernanza global que se hace cada día más urgente. Hay problemas globales como
los de la paz, la alimentación, el agua, los cambios climáticos, las migraciones
de los pueblos y otros que, por ser globales, exigen soluciones globales. Pero
el egoísmo y el individualismo de las grandes potencias está impidiendo esta
gobernanza (gobierno).
Una gobernanza
global supone que cada país renuncie un poco a su soberanía para crear un
espacio colectivo y plural donde las soluciones a los problemas globales puedan
ser globalmente abordadas. Pero ninguna potencia quiere renunciar ni a una pizca
de su poderío, aunque se agraven los problemas, especialmente los ligados a los
límites físicos de la Tierra, con capacidad de afectar negativamente a todos a
través de eventos extremos.
Digamos de paso
que existe una ceguera lamentable en la mayoría de los economistas. En sus
debates –tomemos como ejemplo el conocido programa semanal de Globonews Pinel–la
economía ocupa un lugar privilegiado. En lo que he podido constatar no oí a
ningún participante incluir en sus análisis los límites de sostenibilidad del
sistema-vida y del sistema-Tierra que ponen en jaque la reproducción del
capital. Prolongan el tedioso discurso económico del viejo paradigma como si la
Tierra fuese un baúl de recursos ilimitados y la economía se midiese por el PIB
y fuese un subcapítulo de la matemática y de la estadística. Falta pensamiento.
No se dan cuenta de que si no abandonamos la obsesión del crecimiento material
ilimitado y en su lugar no buscamos la equidad-igualdad social, solo
empeoraremos la situación ya mala.
Queremos
abordar un complemento del imperio perverso de las grandes corporaciones
multinacionales que se revela todavía más desvergonzado. Se trata de la búsqueda
de un Acuerdo Multilateral de Inversiones. Casi todo se discute a puerta
cerrada. Pero en la medida en que es detectado, se retrae, para volver luego con
otros nombres. La intención es crear un acuerdo de libre comercio entre los
estados y las grandes corporaciones. Los términos de esta cuestión fueron
ampliamente presentados por Lori Wallach directora del Public Citizen’s
Global Trade Watch en Le Monde Diplomatique Brasil de noviembre de
2013.
Tales
corporaciones buscan saciar su apetito de acumulación en áreas relativamente
poco atendidas por los países pobres: infraestructura sanitaria, seguro de
salud, escuelas profesionales, recursos naturales, equipamientos públicos,
cultura, derechos de autor y patentes. Los contratos se aprovechan de la
fragilidad de los Estados e imponen condiciones leoninas. Las corporaciones, por
ser transnacionales, no se sienten sometidas a las normas nacionales con
respecto a la salud, a la protección ambiental ni a la legislación fiscal.
Cuando estiman que por causa de tales normas el lucro futuro esperado no ha sido
alcanzado, pueden mediante procesos judiciales exigir un resarcimiento del
Estado (del pueblo) que puede llegar a miles de millones de dólares o de euros.
Estas
corporaciones consideran la Tierra como de nadie, a semejanza del viejo
colonialismo, y consiguen que los tribunales les concedan el derecho de adquirir
tierras, manantiales de aguas, lagos y otros bienes y servicios de la
naturaleza. Ellas, comenta Wallach, «no tienen ninguna obligación hacia los
países y pueden disparar procesos cuando y donde les convenga» (p.5). Ejemplo
típico y ridículo es el caso del suministrador sueco de energía Fattenfall que
exige miles de millones de euros a Alemania por su «giro energético» al haber
prometido abandonar la energía nuclear y castigar más severamente a las
centrales de carbón. El tema de la polución, de la disminución del calentamiento
global y de la preservación de la biodiversidad del planeta son letra muerta
para esos depredadores, en nombre del lucro.
La
sinverguenzería comercial llega a tales niveles que los países firmantes de ese
tipo de tratado «se verían obligados no sólo a someter sus servicios públicos a
la lógica del mercado sino también a renunciar a cualquier intervención sobre
los prestadores de servicios extranjeros que codician sus mercados» (p.6). El
Estado tendría una parcela mínima de maniobra en cuestión de energía, salud,
educación, agua y transporte, exactamente los temas más reclamados en las
protestas de junio de 2013 por miles de manifestantes en Brasil.
Estos tratados
estaban siendo negociados con Estados Unidos y Canadá, con el ALCA en América
Latina y especialmente entre la Comunidad Europea y Estados Unidos.
¿Qué revelan
estas estrategias? Una economía que se ha autonomizado de tal manera que
solamente cuenta ella, anula la soberanía de los países, se apropia de la Tierra
como un todo y transforma en un inmenso emporio la mesa de negocios. Todo se
vuelve mercancía: las personas, sus órganos, la naturaleza, la cultura, el
entretenimiento y hasta la religión y el cielo. Nunca se toma en cuenta la
posible reacción masiva de la sociedad civil que puede, enfurecida y con
justicia, rebelarse y echar todo a perder. Menos mal que, avergonzados, pero
todavía obstinados, los proyectos se están escondiendo detrás de las puertas
cerradas.
- Leonardo BOFF / 7-enero-2014
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