Sánchez Lihón, nacido en Santiago de Chuco, La Libertad (1944), Licenciado en Literaturas Hispánicas. Escritor prolijo de casi 40 títulos entre poesía y narrativa.
Es el fundador de Capulí, Vallejo y su Tierra / Construcción y Forja de la Utopía Andina.
2014 Año de la Batalla de la Lectura y Escritura por la Construcción de un Mundo Mejor.
Organizador del 15 Encuentro Internacional Capulí, Vallejo y su Tierra.
Es el fundador de Capulí, Vallejo y su Tierra / Construcción y Forja de la Utopía Andina.
2014 Año de la Batalla de la Lectura y Escritura por la Construcción de un Mundo Mejor.
Organizador del 15 Encuentro Internacional Capulí, Vallejo y su Tierra.
Aquel día cambió
totalmente su vida. Pero antes que eso ocurriera, Javier era un niño muy
gracioso. Le gustaba que su mamá le pusiese el mameluco blanco, la corbata con
estampas multicolores y siempre le pedía a su papá un pañuelo floreado de los
más rutilantes.
Sabía cantar y
bailar y hacía a todos desternillarse de risa.
De tanto que pedía
corbata, la mamá había recogido aquellas que ya no usaban el papá y los tíos y
que eran de mil colores vivaces.
Y cuando se las
ponía le echaba el nudo por el lado delgado, porque si lo hubiera hecho por el
lado normal le hubiera quedado tan ancha como un babero.
Pero cuando la mamá
estaba apurada en otras cosas y él insistía en que le pusieran una corbata,
ella le amarraba lo que encontraba a la mano. Entonces el pobre Javier andaba a
veces por la casa con una media de colores colgada al cuello. Y ¡cuidado!,
nadie se la podía quitar porque para él era su corbata adorada.
Y así era: un
chiquillo muy pedigüeño.
Le gustaban las
cosas que lucían intensas, frescas y hermosas.
Un día se le
ocurrió pedir que le compraran unos zapatos de charol que había visto en el
bazar del pueblo.
Pero esos zapatos
costaban carísimo para la familia. Más de lo que el padre ganaba en una semana
completa de trabajo.
Desde esa fecha
todos los días, ni bien se levantaba, pedía:
—Papá, ¡cómprame
mis zapatos de charol!
Y seguía con su
letanía en el desayuno:
—¡Cómprame mis
zapatos de charol!
En el almuerzo otra
vez estaba con la cantaleta:
—¡Cómprame mis
zapatos de charol!
Se acostaba en la
noche con el mismo disco rayado:
—¡Cómprame mis
zapatos de charol!
Hasta que un día el
papá, para sorpresa de toda la familia, le dijo:
—Te voy a comprar
tus zapatos de charol.
Javier corrió a
pasarle la voz a primos, vecinos y amigos del barrio:
—¡Mi papá me va a
comprar mis zapatos de charol!
Pasados unos días,
verdaderamente se los compró.
Pero ese mes ya no
tuvieron cómo cubrir los gastos que demandaba adquirir azúcar, mantequilla,
carne o pan.
Cuando se los puso,
Javier se sentía en las nubes. A todo el mundo le enseñaba sus zapatos, que
reflejaban como espejos los rostros de los niños que se acercaban asombrados a
admirarlos.
Una mañana nublada
en que andaba luciéndose como un pavo real, la mamá le ordenó que fuera a
comprar un carrete de hilo a la tienda del señor Urquizo.
Cuando estaba de
vuelta encontró en la calle a un niño muy pobre que tenía la camisa llena de
agujeros, el pantalón hecho flecos; por ahí se le veían unas rodillas
escuálidas. Los pies descalzos le sangraban.
Javier muy
conmovido le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
El niño se encogió
un poco asustado. Tenía el rostro reseco por el frío.
—¿En dónde vives?
Tampoco respondió
nada.
—Y ¿tu papá?
—No tengo papá,
atinó a escuchar Javier.
—¿Y tu mamá?
—Murió.
Javier se aproximó
más a él. Vio que tenía los ojos casi llagados y las manos llenas de ampollas.
—¿Has tomado
desayuno?
—Yo no tomo
desayuno, respondió.
—Y ¿no te da frío
caminar así, y con los pies que te sangran?
El niño no
respondió.
—¿Y no te da hambre
estar así sin desayuno?
Tampoco contestó y,
al contrario, hundió la cabeza ensombrecida hacia su pecho.
—¿Y no extrañas a
tu papá y a tu mamá?, preguntó con la crueldad ingenua de un niño.
Al niño se le
enturbió la mirada y agachó aún más la cabeza.
Javier vio el
cartílago transparente de sus orejas. Entre la ropa y la espalda doblada su
débil piel morena pegada a los huesos. Y una mata de cabellos puntiagudos
apareciéndole por la nuca.
Javier se sentó, se
desató los pasadores y se sacó los zapatos de charol, mientras el niño miraba
sin entender. Luego hizo que se recostara en la pared y le puso en los pies
sangrantes, uno a uno, los zapatos relucientes.
—¡Te quedan bien!
Son lindos, ¿no es cierto? ¿No te aprietan? Son tuyos. Te los regalo.
Javier pegó sus
ojos a los ojos del niño haciendo piruetas. Danzó su mejor baile. Le hizo “el
salto del gato” que tanto hacía reír a su abuela. ¡Nada! El niño no se reía.
Se despidió y
Javier prosiguió su camino con los pies desnudos, sorteando a saltos las
piedras ásperas de la calle y entró por la puerta de su casa.
—¡Qué te ha
pasado!, gritó la mamá al verlo.
—Mamá, hice una
acción muy buena. He regalado mis zapatos a un niño pobre.
—¿Qué? –dijo la
mamá asombrada.
Javier entonces
caminó hasta la habitación en donde estaba su padre.
—¡Papá! Hice una
buena acción. He regalado mis zapatos de charol a un niño muy pobre.
—¡Cómo!, dijo el
padre levantándose.
—Había un niño
pobre, un niño que no tiene ni papá ni mamá.
Su ropa la tiene
destrozada. Tampoco ha tomado desayuno. Y yo le he regalado mis zapatos de
charol.
—¿Qué cosa dices?
–increpó el papá, alarmado.
—¡Te los ha
robado!, volvió a alzar la voz la mamá.
—¡No! ¡Yo le he
regalado!
—¡Estás loco!, dijo
fuera de sí el padre, –¿Por qué hiciste eso?
¿Has perdido tus
zapatos que tanto me han costado? ¡Me los traes ahora mismo!, sentenció
colérico.
Y fue hasta el
sitio donde colgaba el látigo.
—No, papá. Los he
regalado a un niño pobre.
—¡Cómo vas a
regalar tus zapatos que tanto me han costado!
¿Quién te autorizó
a hacerlo? ¡Me los traes en este instante!
Y enrolló el fuete
en la mano.
—¿Y dónde está ese
niño?, preguntó la mamá anhelante.
—Lo encontré al
salir de la tienda.
—Entonces corre.
¡Vamos a buscarlo!
—¡No iré!, se
enfadó.
Lo agarraron a la
fuerza y lo arrastraron por la puerta.
Y no tuvieron que
ir lejos porque ahí estaba el niño, esperándolos en la calle desolada.
Se había sacado los
zapatos y los tenía acunados en los brazos.
—Señora, dijo,
haciendo el mayor esfuerzo por hablar, tome estos zapatos. Yo no los necesito.
—Y tú, ¡por qué los
tienes! –le increpó violenta.
—Me los regaló su
hijo, que es un niño bueno. ¡No lo castigue por favor! Yo no quiero tener ahora
esos zapatos–. Y se puso a gemir.
La mamá los cogió
bruscamente. Jaló a Javier y ya de regreso le ordenó:
—¡Póntelos, que te
lastimas los pies!
—¡No quiero
ponérmelos!
—¡Póntelos, te
digo!
—¡No me los pondré
jamás! –dijo en un tono de voz que asustó a su madre y que por primera vez no
era la de un niño.
Y Javier no se los
volvió a poner, porque nunca más los volvió a considerar suyos.
Relucieron con un
brillo triste en uno de los armarios de la casa.
Javier también dejó
para siempre su mameluco blanco, sus corbatas con estampas encendidas y sus
pañuelos de flores multicolores.
Y junto con otros
objetos amados, los zapatos de charol, que él quiso tanto, se fueron quedando
olvidados entre las cosas pequeñas y grandes de su infancia.
Hasta un día, ya
joven, que vino acezante; con la mirada que le brillaba y agitado hasta las
lágrimas.
Entró
atropelladamente y los sacó de su armario:
—¡Son éstos!
–decía– ¡son éstos!
Los envolvió y fue
con ellos hasta la Plaza Mayor en donde aún continuaba la concentración donde
el Presidente había dicho a la multitud desde el balcón de la plaza pública:
—Fue un niño de
este pueblo quien me dio una lección que cambió totalmente mi vida; porque yo
estaba vencido y sin ninguna esperanza y él me regaló lo más precioso que
tenía: ¡sus zapatos!; por lo que fue duramente castigado delante de mí. No sé
quién fue, pero él me enseñó un valor muy importante que debemos hacer
prevalecer entre todos nosotros los hombres: la hermandad, la ayuda mutua, la
solidaridad. Y mucho más cuando ella se hace a favor de un desconocido y nos
cuesta dolor y sacrificio, como le costó a él.
Javier volvió a
acariciar los zapatos y con ellos en los brazos escribió una nota donde decía:
“Creí que todo estaba perdido en mi vida y ahora yo soy el que es salvado por
usted”.
Pidió, al pie de la
tribuna, con las manos que le temblaban, que alcanzaran esos zapatos al
Presidente. ¡Que éstos eran aquellos zapatos que había referido en su discurso!
Los guardaespaldas quisieron retirarlo a empellones al ver sus ojos
enrojecidos, sus cabellos desgreñados, y su
cuerpo esquelético.
Pero, cerca estaba un miembro importante de la comitiva que
se aproximó a él y a quien dijo:
—¿Y tú eras el
niño?
—¡Sí! ¡Y éstos son
los zapatos a los cuales se ha referido el Presidente!
Quisiera que lo
haga llegar como el obsequio prohibido que hasta hoy estuvo aguardando esta
hora.
Y entregó los
zapatos que en ese instante volvieron a relucir con su brillo antiguo.
Al pasar por una
calle arrojó en una alcantarilla los últimos cigarrillos con droga que él mismo
había envuelto y reservaba para fumarlos esa noche. Y desapareció entre la
multitud, que seguía aplaudiendo, lleno de un gozo que no había experimentado
antes y sintiendo que renacía hacia la vida.
Archivo: Tom Castillo/ Bélgica
Archivo: Tom Castillo/ Bélgica
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