Con sus canciones religiosas
contagiaba a millones de
oyentes su jubilosa e inquebrantable
fe en la bondad del Señor.
Un sitio al sol. Hija de un predicador, MAHALIA JACKSON, nació en 1911, en una choza a orillas del río, en Nueva Orleáns y allí se crió. A los cinco años quedó huérfana de madre, y a los 15 ya trabajaba como camarera y lavandera. Cuando era niña, solía susurrar entre sí al acostarse: "Algún día el Sol brillará para mí en algún lugar lejano".
En pos de ver realizado este sueño, Mahalia regresó a Chicago cuando era una adolescente. Nunca había pensado ganarse la vida cantando, y, al asociarse con ella, aquellas manos que tan expresivamente utilizaba al cantar, ya sabían lo que era fregar pisos, lavar ropa y hacer las labores de camarera en un hotel de obrera en una fábrica, de peluquera y de florista. Pero poseía una bien timbrada voz, lo cual le valía cada vez mayor número de invitaciones para que cantara, ya un concierto, ya en una iglesia o honras fúnebres. Y gracias a su afable personalidad, a sus sólidos principios morales y a su laboriosidad, Mahalia se ganó al fin un sitio al sol.
Sus recuerdos de los difíciles años de juventud le inspiraron una canción que tituló Movin´on Up a little Higher ("Cada vez un poco más alto"), que grabó en 1946. Algunos críticos consideran que es la obra maestra de Mahalia, y el disco, del que se vendieron dos millones y medio de ejemplares, la hizo célebre entre la población de raza negra en los Estados Unidos.
Posteriormente su libro autobiográfico se llamó Movin´on Up, pues la frase expresaba una motivación esencial de su vida. Lo que la frase decía a los jóvenes y a ella misma era:¡También tú puedes labrarte una buena posición!
Cierta vez Mahalia me contó que su carrera ascendente había estado a punto de frustrarse. Es el caso que, cuando comenzaba a interpretar canciones religiosas en Chicago, las palmadas y los ritmos que se estilaban en Nueva Orleáns parecieron irreverentes a los conservadores ministros de las iglesias de negros de la ciudad norteña. En los templos más importantes se le negaba el permiso para cantar, así que ella, en defensa propia, actuaba en capillas montadas en sótanos y tiendas humildes. El precio de entrada era de diez centavos de dólar, y ella misma fijaba en cercas y postes los anuncios de su participación. Cuando censuraban su emotivo estilo, Mahalia solía replicar: ¿Cómo sería posible cantar con devoción del cielo y de la tierra y de todos los prodigios obrados por Dios, sin recurrir a las manos? "Por mi parte, quiero cantar a la gloria del Señor con las manos, con los pies, con todo el cuerpo".
A mi manera. Aún cuando ya había ganado fama, tanto entre los blancos como entre los negros, todavía tenía que defender públicamente su personalísimo estilo. Apareció por primera vez en la televisión estadounidense en el programa de Ed Sullivan. Al acudir a los ensayos, nos dijeron que nos presentarían acompañadas por una orquesta y un coro, con arreglos musicales que juzgamos demasiado elaborados para nuestros sencillos cantos, llenos de religiosidad.
Con su precipitación característica, Mahalia se dirigió al camarín de Ed Sullivan, a cuya puerta llamó a golpes. Al abrirse, se encaró con el animador de televisión, que, a medio vestirse, la miró atónito. "No se preocupe porque lo sorprenda en calzoncillos", le dijo ella. "Soy Mahalia Jackson, y sólo he venido a informarle que no quiero oír todas esas trompetas a mis espaldas mientras canto. Me basta con mi piano, con mi órgano y con cantar a mi manera". Sullivan asintió y el programa tuvo un éxito colosal.
Esclavos y platillos. Mahalia jamás estudió música, y ni siquiera leía las notas. Con todo sabía perfectamente lo que deseaba al interpretar una canción, y con frecuencia provocaba emociones avasalladoras. Llevaba en lo más hondo de su ser el legado de la vida de los negros en el sur de los Estados Unidos: los gritos de los esclavos que trabajaban en las plantaciones, los cantos característicos de los tripulantes de las embarcaciones fluviales y la música vibrante de los templos de madera, cuyas congregaciones cantaban al son de tambores, panderetas y platillos. Y en su voz había siempre cierta cadencia lenta, propia del ambiente de Nueva Orleáns.
La inspiración podía asaltarla en cualquier momento. En mitad de la noche me despertaba el teléfono. "¿No te has dormido, Mildred? He estado pensando en esa canción que vamos a interpretar. ¿Quieres sentarte al piano?" Y con paso vacilante llegaba yo hasta el banquillo.
"Y bien, te diré cómo podríamos cantarla", continuaba ella. Y procedía a cantar y tararear; en una pausa me preguntaba: ¿Qué te parece? ¿Te gusta así?". Con el auricular pegado a la oreja, yo seguía la voz de la cantante marcando acordes y dibujando la melodía, y tomaba nota de la nueva versión, que acaso sería todo un éxito.
Durante los años que pasé al lado de Mahalia fui testigo del profundo efecto de su música. Sentada al piano, en el escenario, veía yo a menudo que muchos hombres y mujeres de nuestro auditorio lloraban por la intensidad emotiva con que ella cantaba. Lo mismo ocurría en los recitales que ofrecíamos en otras tierras, durante los cuales el fervor de las canciones religiosas negras seducía a los oyentes, a pesar de que los versos en inglés eran incomprensibles para ellos. Cierto crítico musical comentó refiriéndose a Mahalia: "Hizo que millones de oyentes participaran de su inquebrantable fe en la bondad del Señor".
Balas en las ventanas. Viajar constantemente resultaba agotador, y durante muchos años Mahalia se vio atormentada por la hipertensión arterial, consecuencia de su peso corporal excesivo. Hacíamos un recorrido por Europa cuando sufrió varios espasmos de la vesícula biliar, pero ella se negó obstinadamente cancelar la gira. Una noche salí a escena sola y me puse a tocar música clásica para entretener al público, segura de que ella no podría presentarse. De pronto oí un murmullo entre los asistentes, y alzando la mirada vi que Mahalia había aparecido en escena con uno de sus vaporosos vestidos de gala. Erguida, mostrando un imponente vigor, como si jamás hubiese enfermado, echó atrás la cabeza y ejecutó el programa de principio a fin, amén de varios encores. Terminada la función tuvimos que trasladarla a la habitación que ocupábamos en el hotel, y poco después regresaba por avión a los Estados Unidos para que la operaran.
Hacia 1955 Mahalia decidió que prefería vivir en una casa sola, y un médico de raza blanca le ofreció en venta la residencia que tenía en un suburbio del sur de Chicago. La noticia de que una negra proyectaba establecerse en aquel barrio provocó un alboroto. La llamaron por teléfono para advertirle que volaría la casa si se mudaba a ella.
No obstante, compró la casa; y la conservó aún después que dispararon con rifle contra sus ventanas, por lo cual la policía tuvo que protegerla durante más de un año. El barrio cambió con el tiempo al instalarse en él abogados, médicos y comerciantes de raza negra. Los blancos pronosticaban que la sección se convertiría en una vecindad miserable, pero ella decía: "El césped se conserva verde. Los prados están tan cuidados como siempre. Los mismos pájaros siguen posándose en los árboles. Creo que no pensaron en marcharse sólo porque nos hayamos instalado aquí".
Amanecer de un nuevo día. Cada vez que Martin Luther King, hijo, visitaba a Chicago, iba a casa de Mahalia; allí descansaba y se quedaba a comer. King ennobleció el concepto que ella tenía de la vida. Al oírle hablar, igual que cuando escuchaba a otros dirigentes negros, y tomando parte en los mítines organizados por aquél en defensa de los derechos civiles de su raza, la cantante presentía que se acercaba el amanecer de un nuevo día para la juventud negra estadounidense. Instaba a los jóvenes a procurarse la educación que ella misma no había podido recibir, y estableció el Fondo Nahalia Jackson para becas de estudiantes. Con la ayuda de la cantante más de 50 muchachos pudieron seguir carreras universitarias.
El momento culminante en la campaña de los derechos civiles ocurrió durante la memorable marcha a Washington, en agosto de 1063, cuando millares de norteamericanos de todas las razas se congregaron en la calzada que corre entre el monumento a Jorge Washington y el mausoleo de Abrahán Lincoln para escuchar a los grandes líderes de raza negra de nuestra generación. Mahalia se puso en pie para cantar y pasó la mirada por un mar de personas y estandartes. El sol estival caía a plomo; el público estaba fatigado por las largas jornadas y el calor. Mahalia había meditado mucho en qué canción debía interpretar aquel día, pero fue Martin Luther King, quien a la postre le solucionó el problema.
- Mahalia -le pidió- ¿por qué no cantas I´ ve Been Rebuked and I´ve Been Scorned?
No pudo haber elegido nada más pertinente que aquella antigua canción religiosa negra: "Me han rechazado y me han escarnecido.
Cuando yo regrese al cielo
le diré al Señor
cuanto me habéis hecho
desde hace tiempo".
Y pronto presencié una reacción en crescendo que nos envolvía como una pleamar. También Mahalia la notó y, de pronto, sin que se volviera siquiera a mirarme, alteró el ritmo del viejo canto de negros para imprimirle el de una canción religiosa. Mahalia se cimbraba y palmoteaba, y entonces millares de voces comenzaron a corearla. Ondeaban en el aire banderas y pañuelos. Más tarde alguien diría que toda la ciudad parecía cimbrarse y que la voz de Mahalia repercutía en la cúpula del Capitolio, al extremo del parque.
Apenas acababa Mahalia de volver a su sitio cuando, una vez que se hizo el silencio, Martin Luther King dio principio a su famoso discurso: "Tengo una ilusión..." La ilusión de que algún día todos los norteamericanos se tomarán de la mano para corear los versos de aquel otro viejo espiritual:
¡Al fin, libres!
Gracias al Todopoderoso,
¡Al fin somos libres!
También para ella aquel día hubo una vislumbre gaya del porvenir.
La cantante falleció en enero de 1972, a la edad de 60 años, y para entonces había ayudado a muchas personas a elevarse espiritualmente. El júbilo y la plenitud que emanaban de ella al cantar iban más allá de la religión. Su música expresaba la alegría de vivir y una inquebrantable fe en el espíritu humano.
-- Mildred FALLS.
SELECCIONES-JULIO-1974.
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