Nuestra actitud frente a distintas personas depende de su tipo de enfermedad. Por lo general, sentimos más compasión por el ciego que por el sordo. Ayudar a un ciego a cruzar la calle nos produce una sensación de bienestar y de haber cumplido con “la buena obra diaria”. Pero tener paciencia ante las repetidas preguntas de un sordo es cosa que no encuentra muchos practicantes. Aristóteles tuvo para esto una explicación; dijo que los ojos son los más espirituales de todos los sentidos mientras que el oído es el más material, por la forma en que se producen los sonidos.
De cierto modo,
la misma tendencia en el interés puede encontrarse en la diferencia entre
enfermedades físicas y enfermedades mentales. Un hueso roto provoca más
condolencia que una mente desquiciada. Corre uno en auxilio de una persona que
se ha caído, pero no en socorro del deprimido; cuidamos de los soldados heridos
pero no de los espíritus lastimados.
Unas cuantas
consideraciones contribuirán a dar más horizonte a nuestras condolencias, no
sólo para el físicamente enfermo sino para el mentalmente aflicto. Puede que, a
fin de cuentas, el mentalmente enfermo esté más cerca de nosotros que el
físicamente aflicto. No estamos tan cerca de quien ha perdido un brazo como de
quien ha perdido el equilibrio para juzgar porque, ¿no hay incontadas ocasiones
en que uno mismo lo pierde? El sicótico y neurótico hacen las mismas cosas que
nosotros hacemos, sólo que en mayor proporción. Lo que ellos hacen al por
mayor, nosotros lo hacemos al detalle. La
frágil línea que separa a lo poquito de lo mucho debería, en realidad, darnos
comprensión mejor de aquellos que han traspasado las fronteras extremas de la
estabilidad mental.
Todo
lo que tenemos que hacer es determinar la forma en que compensamos nuestras
fallas, nuestras debilidades y nuestras vacaciones. ¿Qué son los bravucones
sino personas que presentan un frente belicoso con el fin de ocultar la propia
cobardía? En las Naciones Unidas se ha hecho ya evidente que ciertas naciones o
dictaduras lanzan sus coléricos ataques con el sólo propósito de cubrir sus
propias heridas, sus propias debilidades y sus propias explotaciones. Paul
Valery dijo: “Cuando acusamos o culpamos a otros, la verdad no es nuestra”. Una
de las formas más corrientes de compensación es racionalizar los errores y lo
nocivo de la vida. El ateísmo no es conclusión intelectual sino más bien juicio
moral. ¿Qué hombre que procede mal pide un juez? Nadie comienza la vida con
pesimismos y dudas; éstos resultan de la forma en que la vida propia está en
conflicto con la forma en que debemos vivirla.
Aplíquese esto a los enfermos mentales. Con mucha frecuencia su conducta
peculiar se debe a un deseo de compensar las indignidades amontonadas sobre
ellos por otros o porque nadie fue en ayuda de ellos al llevar una cruz a lo
largo del Calvario de la vida. Las relaciones blasfemas carentes de toda
intimidad y verdad hacen que reaccionen en defensa propia. Toda persona tiene
un sentido innato de la dignidad y del valer. Sabe que es mejor que las bestias
porque tiene la facultad de la propia determinación y también porque sabe que
ha de morir.
Cuando los demás comienzan a pinchar, ridiculizar, desmerecer, insultar,
desconocer y hacer jirones pedazo a pedazo el profundo sentido sacrosanto del propio
valor personal, la persona comienza a levantar defensas. Supongamos que se crea
Dios o Napoleón. ¿Qué es esto sino su forma de hacerse, bien un soberano más
allá del contacto quemante de los otros, o bien militante conquistador que no
tiene razón para temer al enemigo?
Al
igual que una ciudad bajo ataque, tales personas se recogen cada vez en sí
mismas, se retiran hacia el centro postrero de su esencia en el cual se
encierran y, en cierto modo, se convierten en “posesos” como los describió el
Evangelio. Son “posesos”; esto es: contenidos en sí mismos dentro del barril
del “yo” sellado con el tapón de la impermeabilidad, en defensa de los dardos y
las flechas de los inclementes. Han sido heridos tantas veces que, al igual que
la tortuga que se enfrenta a un chiquillo con un palo en la mano, se niegan a
alargar el cuello. Como muy bien escribió una persona recluida en un asilo para
enfermedades mentales:
“Alguien vendrá; mirará y observará / y se preocupará por mí y me
atenderá. / ¡Oh amargura demasiado tardía para llorar! / Mi alma está adolorida
por dentro…/ Vete, por favor; ya no te necesito; / ¡Te necesité antes!”
No
en balde el divino el Divino Mandamiento dice: “ama a tu semejante como a ti
mismo”; no más que a ti mismo porque esto no podría ser. Pero sí como a ti
mismo, tan perdonador de tus faltas, tan gentil en el autorreproche, tan
confiado en tus amigos, tan dependiente de los demás. Aunque todos los enfermos
mentales no son víctimas de la carencia del amor de los demás, hay un número suficiente
de ellos que sí lo son para que cumplamos con el mandato de amar a los demás
como nos amamos a nosotros mismos.
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