sábado, 31 de diciembre de 2011

LA PLANIFICACIÓN FAMILIAR Y LA CONCIENCIA CATÓLICA. Por John O´BRIEN, Doctor en Filosofía.

             Un distinguido teólogo católico propone una solución decorosa al conflicto.

                                                                          UN NUEVO y tonificante hálito de sinceridad y reforma que emanó del pontificado de Juan XXIII, sopla en estos días en el ámbito milenario de la Iglesia Católica. Gracias a él pudo el Concilio Vaticano II actualizar en gran medida el pensamiento de la Iglesia y acrecentar la aptitud de su magisterio para satisfacer las necesidades de un mundo en el que se han producido mudanzas trascendentales y revolucionarias. Una de las reformas que la inmensa mayoría de los católicos esperaban como resultado del nuevo clima espiritual era la atenuación del rigor que hasta ahora ha caracterizado las normas relativas a la restricción voluntaria de los nacimientos y la consiguiente autorización canónica para el empleo de todo procedimiento anticoncepcional inocuo y aprobado por la clase médica.
   A falta de un pronunciamiento papal definitivo, salvo la amordazadora declaración de que la antigua prohibición continuaba en vigor "por ahora" hasta que la Comisión Consultiva elevase su dictamen al papa Paulo VI, millones y más millones de católicos seguían el consejo de sus médicos y empleaban diversos anticoncepcionales en vez del llamado procedimiento del ritmo, de efectos nada seguros, pero el único autorizado por la Iglesia.
   Más aún: prominentes teólogos católicos se inclinaban, en mayor número cada día, aceptar y poner por obra el nuevo espíritu de libertad. Tras cinco años de estudio y deliberaciones, la Comisión Pontificia para el Control de la Natalidad aprobó, por 70 votos contra 14, el empleo de cualquier medio anticoncepcional inocuo y eficaz. Un grupo de 15 obispos y cardenales de la Comisión preparó para el Papa un informe con el fallo de la mayoría para que lo usara como base en su declaración tan esperada por los fieles.

   LA PONENCIA establecía los siguientes criterios para determinar la idoneidad de los medios anticoncepcionales: eficacia comprobada, posible influjo en la salud física y mental de los cónyuges, respeto a su dignidad personal; consecuencias que de cada procedimiento concreto pudieran derivarse para las manifestaciones del amor recíproco. Y terminaba declarando que los cónyuges son los únicos responsables en la elección del medio más apropiado para regular la concepción, siempre con espíritu de caridad verdadera, razonable y generosa.
   Todo lo cual explica la profunda sorpresa que experimentó la grey católica el 29 de julio del año pasado (1968) cuando Paulo VI dio a conocer su Encíclica Humanae Vitae (De la Vida Humana), que exalta la santidad del matrimonio, del amor conyugal y de la vida humana y condena el empleo de todo medio artificial para evitar la concepción. Este documento creó un doloroso y agudo conflicto de conciencia a muchos clérigos y provocó en la misma Iglesia una grave crisis, más seria que cuantas han surgido en su seno desde la que dividió deplorablemente a la Cristiandad en el siglo XVI.

   EL TEÓLOGO suizo Hans Küng declaró rotundamente que el Papa estaba equivocado y que la Encíclica podría producir un nuevo "caso de Galileo". El eminente teólogo jesuita alemán Karl Rahner se mostró "pasmado" de que el Papa hubiese obrado contra el parecer de la abrumadora mayoría de su Comisión. Monseñor Joseph Gallagher, de Norteamérica, renunció a su dignidad prelaticia fundándose en que, en su opinión, la Encíclica es "trágica y desastrosa", y en que el juicio en ella expresado de que el empleo de medios anticoncepcionales es siempre materia de pecado mortal, era "repelente desde el triple punto de vista intelectual, emocional y espiritual". El obispo anglicano de Woolwich (Inglaterra), John Robinson, dice que el tradicional concepto católico de autoridad ha quedado quebrantado sin remedio. Lo terriblemente trágico, según él, es que "el edicto papal sólo surtirá efectos principalmente en aquellos sectores de población donde habrá de hacer más daño: entre los pobres y los ignorantes".

   Respetuosa discrepancia. Con igual prontitud y vehemencia se produjo  un grupo de teólogos dirgido por el padre Charles Curran, de la Universidad Católica de Washington. En la tarde del mismo día en que se publicó la Encíclica, redactaron cuidadosamente una declaración de inconformidad. Llamaron por teléfono a la mayor parte de los profesores de teología de las universidades católicas y seminarios de los Estados Unidos, les leyeron el documento y les preguntaron si consentían en firmarlo.

   A la mañana siguiente, en una conferencia de prensa, el padre Curran repartió copias de la declaración, suscrita por 87 teólogos cuyo parecer era que a los matrimonios católicos les es lícito, oyendo la voz de su conciencia individual, decidir con su plena y sola responsabilidad "que el empleo de medios anticoncepcionales artificiales en ciertas circunstancias es lícito, y en ocasiones hasta necesario, para conservar y fomentar los valores morales, y aún la santidad misma del matrimonio". De entonces acá la lista de teólogos discrepantes ha aumentado a más de 700 nombres, y continúa aumentando. En la historia de la Iglesia no hay constancia de otra protesta tan enérgica y fulminante de parte de tantos teólogos.

   Tales acontecimientos  han venido a corroborar, además, la convicción de muchos seglares católicos de que la Encíclica se aparta de la realidad, de que no ha contribuido a proporcionar alivio a la angustiosa incertidumbre en que se debaten por la inseguridad del recurso fundado en un ritmo a menudo irregular, y de que no era posible admitir que ese fuera el último e inapelable fallo de la suprema autoridad apostólica. Se sintieron, por tanto, alentados a manifestarse abiertamente contra la Encíclica y lo hicieron en una escala sin precedentes.

  "¿Quién es el Papa para penetrar en mi alcoba?, preguntaba, airada, una madre católica. "Me parece que los casados y su médico son los únicos capacitados para determinar, a la luz de sus necesidades y circunstancias, los medios adecuados que deben elegir en cada caso particular". Por igual estilo, la escritora Sidney Callahan, católica, madre de seis hijos, se pronuncia así: "El Papa parece ignorar que es parte principal de la dignidad de toda mujer casada su facultad para regular su función reproductora". Una influyente asociación de seglares católicos calificó de "trágica" la Encíclica y afirmó que todo católico "debe atenerse a los dictados de su propia conciencia en esa materia". Hay médicos católicos que son aun más tajantes en su discrepancia.

   En Roma, el profesor Guido Caprio, secretario de la Asociación de Médicos Católicos de Italia, pidió a todos los facultativos que se opusieran a la prohibición papal, en la que, según dijo, hay "contradicciones incomprensibles e insolubles".

   "Estoy escandalizado", manifiesta el famoso ginecólogo católico Dr. John Rock: "Nadie podía esperar ni concebir que el supremo jerarca de la Cristiandad renunciase de modo flagrante a la responsabilidad que le incumbe por el bien común".

   Se hizo una notable encuesta de la actitud de los sacerdotes con el patrocinio del Centro para el Estudio del Hombre en la Sociedad Contemporánea, en la Universidad de Notre Dame, y la dirigió Donald Barrett, profesor de sociología de la misma, que perteneció a la Comisión Pontificia para el Control de la Natalidad. El 51 por ciento de los 3750 sacerdotes interrogados declararon que ya antes de la Encíclica sostenían que las prácticas anticoncepcionales eran lícitas en algunos casos. Solamente un dos por ciento confesaron que la Encíclica los había hecho cambiar de parecer.

   Que no es infalible. Es clara la resistencia con que habrán de tropezar los obispos que quieran imponer a su clero parroquial el acatamiento de la Encíclica. No obstante, el cardenal Amleto Giovanni Cicognani, octogenario secretario de Estado de la Santa Sede, remitió una carta reservada a todos los obispos, una semana antes de la publicación de la Encíclica, encareciéndoles que la hicieran cumplir y que la defendiesen contra todo conato de oposición a la misma.

   Después de un sínodo que duró siete horas, los obispos de Inglaterra y Gales acordaron, el 24 de setiembre de 1968, exhortar benévolamente a los fieles a aceptar la Encíclica; pero reconocieron, a la vez, que todo cristiano debía seguir los dictados de su propia conciencia.
"Todos estamos obligados a no omitir medio alguno para que nuestra conciencia conozca todos los aspectos de la cuestión". Añadían que el Papa no había promulgado una ley que alcanzase a todos los católicos ni había amenazado con condenar a los que discrepasen, sino que solamente había invitado a los que se hallaran en "situación difícil" a recibir los sacramentos con mayor frecuencia. Fue un documento indulgente y comprensivo, tan ayuno de amenazas como la Encíclica.

   La Conferencia Nacional Norteamericana de Obispos Católicos, en su reunión semestral, publicó una carta pastoral donde instaba a los católicos para que acatasen la prohibición, pero advirtiendo que no serían excomulgados quienes, en conciencia, no pudieran hacerlo así. Los obispos austriacos, presididos por el cardenal de Viena, Franz Koenig, hicieron constar del modo más explícito: "El Santo Padre no ha definido el empleo de la píldora como pecado mortal. Así pues, los que obren contra el espíritu de la Encíclica no se enajenan forzosamente el amor de Dios y pueden recibir la Santa Comunión sin haber confesado antes". La jerarquía eclesiástica de Francia aprobó oficialmente que la recta conciencia personal sea el árbitro supremo en la decisión de limitar la natalidad.

   Conviene advertir aquí que la Encíclica no es un documento infalible. Lo expuso con toda claridad monseñor Ferdinando Lambruschini al hacer entrega del texto a la prensa: "La regla contraria al control de la natalidad no es irrevocable. Compete ahora a los teólogos examinarla concienzudamente, debatir acerca de ella y ampliar todos sus aspectos morales; y si por ejemplo, la Iglesia acordase aceptar como criterio de adopción de un principio el consenso abrumador de sus rectores y sus fieles, las prácticas de restricción de la natalidad pueden ganar patente de licitud canónica".

   Esto nos da la clave de por qué los teólogos se han creído en franca libertad de expresar sus categóricas discrepancias. Y también de por qué el cardenal norteamericano Patrick O´Boyle, metió inadvertidamente los ungidos dedos en un avispero y produjo universal revuelo cuando trató de imponer a su clero y a sus ovejas diocesanas, como única válida, una interpretación de la Encíclica mucho más rígida que la expuesta por las varias jerarquías de todo el país. (Por no cumplir lo preceptuado en la Encíclica, retiró las licencias de predicar y enseñar, a cinco sacerdotes de su Arquidiócesis y los desalojó de sus casas rectorales, y a otros 15 los inhabilitó también para predicar, enseñar y confesar).

   El supremo árbitro. ¿Qué se puede hacer para acallar la fiera protesta que ha levantado el documento pontificio? Las aguas alborotadas volverán a su sosegado cauce de un modo eficaz y honroso, si el Papa reconoce sencillamente que siguió la opinión de consejeros equivocados y erró en materia ajena a aquellas en que goza de infalibilidad. Con lo cual, lejos de rebajarse el respeto universal que se profesa a su elevado Magisterio y a su propia persona, el prestigio de su cargo y su nombre aumentarán mucho.

   Dando por seguro, como se da, que esa decisión habrá de ser revocada por su sucesor, dice el teólogo redentorista alemán Bernard Häring, "sería más honroso, justo y apropiado para el Papa, dejarla él mismo sin efecto". Un pronunciamiento claro, inequívoco, en el que aprobase el empleo de todo medio anticoncepcional inocuo, exceptuando la esterilización y el aborto, sería de gran valor y ayuda para los gobiernos que se esfuerzan con sincero celo para resolver el problema de la superpoblación en sus países. Con el mayor respeto suplico, a los pies del Santo Padre, que lo haga ahora.

   Por fortuna, la oposición universal a la Humanae Vitae ha concentrado de nuevo la atención sobre la doctrina tradicional de la Iglesia, según la cual una conciencia clara, segura y bien formada es el árbitro supremo e inmediato en toda decisión de índole moral. Lo cual significa que la conciencia es el supremo tribunal cuyo fallo es definitivo y de obligado acatamiento. No sólo puede cumplirse: debe cumplirse.

   EN CONSECUENCIA, a todos cuantos ha conturbado e inquietado la Humanae Vitae digo: Seguid los dictados de vuestra conciencia, clara e inviolable, con serenidad de espíritu y corazón gozoso; porque esa conciencia será para vosotros más fuerte que una muralla inexpugnable de bronce, resplandeciente con el brillo de Dios vivo y eterno.-
                                                                                                        John  O´Brien.,

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