martes, 11 de diciembre de 2012

BÉLA BARTÓK, ANARQUISTA DEL TECLADO. Andor FOLDES*


Menospreciado en su amada Hungría,
este compositor innovador se convirtió en
uno de los gigantes de la música moderna.
   OÍ POR primera vez el nombre de Béla Bartók a la edad de ocho años, cuando mi madre lo mencionó una noche de invierno, en nuestra caldeada sala de música de Budapest. “¡Ese bárbaro!” exclamó. “¡Ese anarquista!” Como mi madre era tímida y de voz dulce, aquel exabrupto delataba una indignación excepcional. En este caso, había sido producida por un artículo acerca del “chico malo” en el ambiente musical ultraconservador de Hungría.
   Mi madre era concertista y fue mi primera maestra de música. Naturalmente, como Bach, Beethoven y Mozart eran nuestros dioses, me uní a ella en el odio contra aquel compositor “moderno”, cuya música había sido descrita como “pausas llenas de choques brutales, resonantes y discordantes”. Por supuesto, yo no podía saber que un día ese hombre figuraría entre los gigantes de la música de nuestro siglo.
   Lo conocí ocho años más tarde, en 1929. Entonces yo era un adolescente lo suficientemente rebelde para considerar una tentación el que un amigo pianista, mayor que yo, me pidiera volver las páginas de la partitura en un recital a cuatro manos que iba a dar con Bartók. Aunque controvertido como compositor, Bartók era muy apreciado como ejecutante, y acepté con una mezcla de azoramiento y emoción
   Mi amigo me presentó a un hombre delicado, de cara extraordinariamente hermosa y ascética, enmarcada por cabellos blancos. En el momento de estrecharme la mano, sus ojos pardos parecieron atravesarme: “¿Conoce usted la Fantasía en Fa menor de Schubert?” preguntó. Me avergonzaba confesar que no lo conocía y callé. “Pues le espera una maravillosa sorpresa”, añadió suavemente, y se puso a tocar. ¡Y de qué modo!
   Como si todos los músicos jóvenes, yo creía que Schubert era alegre, pero sentado junto a Bartók, mientras volvía las páginas, descubrí bajo la risueña superficie oscuros abismos donde palpitaba la angustia interior de Schubert. Su interpretación estaba animada por una especie de ansiedad volcánica, pero su ritmo seguía siendo férreo. Su lirismo no era el sentimental a que yo estaba acostumbrado, sino contenido, viril, casi seco.
   Salí del concierto verdaderamente emocionado y me precipité a la tienda de música a comprar todas las partituras para piano de Bartók. Después corrí a casa y empecé a tocar su Sonatina. ¡Qué explosiva vitalidad! ¡Qué endiablado jugueteo! Aquella obrita, tan diferente de lo que yo solía tocar diariamente, era música escrita para mí. Sentí como si de pronto alguien me hubiera abierto la puerta del porvenir.
   Nacido en 1881, Bartók demostró una vocación temprana por la música. Empezó a componer a los nueve años. Su madre, viuda, enseñaba música para mantener a Béla y a su hija más joven, por lo que la familia vivía modestamente. Paula Bartók, sin embargo, nunca escatimó al pagar los mejores maestros de piano para su hijo. Su devoción dio frutos cuando Béla, a los 18 años, entró en la prestigiosa Academia de Música Franz Liszt, de Budapest.
   Béla hizo brillantes progresos en la Academia y se labró un nombre como virtuoso del piano. Durante casi dos años no compuso nada, pero en aquella época los artistas, los escritores y los músicos de Hungría estaban sacudiéndose siglos de influencia germánica, reconquistando su herencia étnica, y Bartók respondió con vigor a esa tendencia. Su primer trabajo importante fue un poema sinfónico sobre Lajos Kossuth, caudillo de la malograda revuelta de 1848 contra Austria.
   Sin embargo, descubrió por accidente la verdadera naturaleza de la música húngara. Un día de verano de 1904, estando de vacaciones en una aldea de la llanura de Hungría, oyó a una joven campesina cantar mientras trabajaba en los campos. Al instante se enamoró, pero no de la muchacha, sino de la música.
   La canción era sencilla y tosca; la melodía, inocente, el ritmo, irregular. Bartók escuchó arrebatado, y luego pidió a la chica que le cantara otras. Trascribió las melodías y más tarde recordaba: “No tenía un centavo. Sin embargo, sentí que volvía a Budapest con un gran tesoro: el alma de los campesinos húngaros”
   En 1906 colaboró con otro compositor, Zoltán Kodály, para recopilar la primera antología de canciones folklóricas. En el curso de los 30 años siguientes pasó meses enteros recogiendo canciones en remotos lugares campestres. Iba dando tumbos sobre caminos de tierra suelta, en un carrito tirado por un caballo, y llevaba consigo una provisión de frágiles cilindros de cera y un engorroso aparato de grabar sonido, rematado por una imponente corneta dentro de la cual se pedía a los recelosos campesinos que cantaran. En ocasiones perdía horas rastreando a la aldeana capaz de recordar las viejas canciones que había escuchado de labios de su abuela. Luego regresaba a casa para empezar la tarea de trascribir y clasificar.
   Terminó convirtiéndose en un músico-etnólogo de renombre internacional, pero la música del pueblo influyó sobre todo en el Bartók compositor. Aunque otros antes que él (Beethoven, Brahms, Liszt) habían utilizado temas populares, pulían las melodías originales y adornaban las armonías, incrustándolas en obras tradicionales y estructuradas  con elegancia. En las manos de Béla Barók las melodías populares mantenían su línea angular, sus ritmos cambiantes, sus ásperas armonías;  y las aprovechó para desarrollar variaciones igualmente disonantes. Se convirtió en un escultor musical que utilizaba cada forma escabrosa, cada filo mellado para crear un lenguaje fresco y potente que terminaría influyendo en toda una generación.
   Bartók era profesor de piano en la Academia de Música Franz Liszt, donde yo estudiaba cuando me enamoré de su Sonatina. Me armé de valor y le pregunté si me permitiría tocarle la obra. Me invitó a su casa y, cuando terminé la composición, sonrió y dijo: “La toca usted con mayor virtuosismo que yo, pero resulta muy convincente”. Sus  palabras me emocionaron porque sabía que no elogiaba fácilmente.
   A esa primera visita siguieron otras muchas, sobre todo cuando vencí la oposición de mi familia y empecé a incluir obras de Bartók en mis conciertos. Durante esas visitas hablábamos profesionalmente: del significado de ciertos pasajes en una sonata de Beethoven, de cómo configurar una frase de Mozart. Sus sugerencias influyeron profundamente en mi modo de tocar.
   Bartók vivía en un apacible barrio de Budapest con su segunda mujer, Ditta, antigua discípula, con la que había contraído matrimonio en 1923, y el hijo de ambos, Péter. La casa estaba llena de recuerdos de sus viajes en busca de canciones populares. Muchas veces me dijo: “Mis años más felices fueron los que pasé con los campesinos en sus aldeas”.
   Y era natural, pues, como compositor, Bartók estaba virtualmente excluido del centro de la vida musical en su país, aun cuando su música tenía cada vez más aceptación en Francia, Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos. En 1935 se anunció que le concederían un galardón por una obra compuesta 30 años antes. Bartók lo consideró un insulto y rechazó el premio.
   Su reacción fue característica de su incorruptible integridad. Muy frecuentemente abrazaba causas impopulares sin temor a las consecuencias. En 1928 el director de orquesta Arturo Toscanini se negó a tocar el himno fascista antes de un concierto en la Italia de Mussolini, y le cubrieron de insultos por su actitud “antipatriótica”. Bartók reunió firmas para una protesta contra el mal trato a Toscanini. Indiferente a la pérdida de ingresos, se negó a autorizar la trasmisión de sus obras por radio cuando hubiera la posibilidad de que llegaran a Italia y más tarde a Alemania.
   Mientras los nubarrones de la guerra se acumulaban sobre Europa, Bartók se tornaba cada vez más sombrío. Antes, cuando salía al extranjero en giras de concierto, volvía siempre alegre a su amado país. Ahora debía hacer un esfuerzo sobrehumano para decidirse a salir de Hungría, pero por otro lado estaba consciente de que perecería sofocado bajo el yugo nazi. Por eso, en el mes de octubre de 1940 emprendió un largo y accidentado viaje con su familia a Nueva York, donde estaba yo hacía un año.
   Sería un amargo exilio. Aunque Béla Bartók había realizado con éxito dos giras de conciertos por Norteamérica, ahora llegaba como refugiado, sin dinero, delicado de salud y ya no joven. Al principio él y su mujer dieron conciertos para dos pianos; pero a medida que se instauraba en el país un clima de austeridad bélica, los contratos empezaron a escasear. se suspendieron los pagos de los derechos europeos y los directores de orquesta de los Estados Unidos olvidaron la música de Bartók.
   Sin embargo pudo ganarse modestamente la vida dando algunas conferencias y haciendo lo que más le gustaba: analizar melodías populares. La Universidad de Columbia le pagó una modesta subvención para que trascribiera un conjunto de canciones serbocroatas grabadas en disco. En el año de 1941, la compañía de discos Columbia le pidió que grabara una selección de su Microcosmos, encantadora colección de piezas para jóvenes pianistas.
   Con excepción de estas satisfacciones, la vida de Bartók era precaria y no le daba la paz de espíritu necesaria para componer. Además de sus preocupaciones económicas, tenía el problema de su salud. A principios de 1942 empezó a sufrir misteriosos accesos de fiebre que lo dejaban deprimido y le restaban energía. Por fin surgió la triste verdad: tenía leucemia. Cada vez que iba yo a visitarlo me sorprendía su creciente debilidad. Sólo los ojos conservaban el antiguo fuego inextinguible.
   En 1943, cuando yacía gravemente enfermo en un hospital de Nueva York, Serge Koussevitzky, director de la Sinfónica de Boston, fue a pedirle que compusiera una obra para su orquesta. La salud de Bartók pareció mejorar de la noche a la mañana. En tres años no había escrito una nota, pero entonces, en 55 días, terminó el Concierto para orquesta, una de las obras maestras. Desatendiendo las exhortaciones de sus médicos, se trasladó a Boston para asistir al estreno mundial, y el triunfo de la obra fue quizá el punto culminante de sus años en los Estados Unidos. A este siguieron otros encargos: una sonata para violín, un cuarteto de cuerdas, una obra para viola. Norteamérica descubría a Béla Bartók… pero ya era demasiado tarde, pues la enfermedad lo estaba venciendo.
   La última vez que lo ví tenía extendido ordenadamente sobre la cama el manuscrito de su Tercer concierto para piano. Miraba hacia delante, seguro todavía de su rumbo. “He estado varias veces al borde de la muerte, pero ignoro si volveré a salvarme”, manifestó de repente. “Sin embargo, estaré listo. Sólo lamento irme con una mochila repleta de ideas”. Diez días después, el 26 de septiembre de 1945, falleció. De su último concierto sólo quedaron sin terminar 17 compases.
   Aunque Bartók nunca dudó que su música acabaría gustando, ni siquiera él podía haber previsto la popularidad que ha alcanzado entre los melómanos. Su única ópera, El castillo de Barba Azul, ha sido presentada 500 veces. Su Concierto para orquesta figura continuamente en los programas. Y Budapest, que antes lo menospreció, hoy ostenta una escuela de segunda enseñanza, una avenida y una plaza que llevan el nombre de Béla Bartók.
   En cierta ocasión, alrededor de 1935, después de que toqué tres conciertos para piano de Beethoven con la Orquesta Filarmónica de Budapest, Bartók vino a verme detrás del escenario.
-Algún día tocaré tres conciertos suyos en una sola noche –le prometí efusivamente.
-No sea absurdo –replicó sonriente-. Usted sabe muy bien que sólo he compuesto dos. Además sería imposible hallar un público que aguantara semejante programa.
   Una de mis mayores penas ha sido que 20 años después, cuando cumplí en Bruselas mi promesa, Béla Bartók no estuviera allí para escuchar la ovación.

* Andor FOLDES, concertista de renombre internacional, es afamado intérprete de Mozart, Beethoven y Bartók. Nacido en Hungría, se naturalizó norteamericano y vive en Suiza.  

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