Menospreciado en su
amada Hungría,
este compositor
innovador se convirtió en
uno de los gigantes de
la música moderna.
OÍ POR primera vez el nombre de Béla Bartók a la edad de
ocho años, cuando mi madre lo mencionó una noche de invierno, en nuestra
caldeada sala de música de Budapest. “¡Ese bárbaro!” exclamó. “¡Ese
anarquista!” Como mi madre era tímida y de voz dulce, aquel exabrupto delataba
una indignación excepcional. En este caso, había sido producida por un artículo
acerca del “chico malo” en el ambiente musical ultraconservador de Hungría.
Mi madre era
concertista y fue mi primera maestra de música. Naturalmente, como Bach,
Beethoven y Mozart eran nuestros dioses, me uní a ella en el odio contra aquel
compositor “moderno”, cuya música había sido descrita como “pausas llenas de
choques brutales, resonantes y discordantes”. Por supuesto, yo no podía saber
que un día ese hombre figuraría entre los gigantes de la música de nuestro
siglo.
Lo conocí ocho años
más tarde, en 1929. Entonces yo era un adolescente lo suficientemente rebelde
para considerar una tentación el que un amigo pianista, mayor que yo, me
pidiera volver las páginas de la partitura en un recital a cuatro manos que iba
a dar con Bartók. Aunque controvertido como compositor, Bartók era muy
apreciado como ejecutante, y acepté con una mezcla de azoramiento y emoción
Mi amigo me
presentó a un hombre delicado, de cara extraordinariamente hermosa y ascética,
enmarcada por cabellos blancos. En el momento de estrecharme la mano, sus ojos
pardos parecieron atravesarme: “¿Conoce usted la Fantasía en Fa menor de Schubert?” preguntó. Me
avergonzaba confesar que no lo conocía y callé. “Pues le espera una maravillosa
sorpresa”, añadió suavemente, y se puso a tocar. ¡Y de qué modo!
Como si todos los
músicos jóvenes, yo creía que Schubert era alegre, pero sentado junto a Bartók,
mientras volvía las páginas, descubrí bajo la risueña superficie oscuros
abismos donde palpitaba la angustia interior de Schubert. Su interpretación
estaba animada por una especie de ansiedad volcánica, pero su ritmo seguía
siendo férreo. Su lirismo no era el sentimental a que yo estaba acostumbrado,
sino contenido, viril, casi seco.
Salí del concierto
verdaderamente emocionado y me precipité a la tienda de música a comprar todas
las partituras para piano de Bartók. Después corrí a casa y empecé a tocar su Sonatina. ¡Qué explosiva vitalidad! ¡Qué
endiablado jugueteo! Aquella obrita, tan diferente de lo que yo solía tocar
diariamente, era música escrita para mí. Sentí como si de pronto alguien me
hubiera abierto la puerta del porvenir.
Nacido en 1881,
Bartók demostró una vocación temprana por la música. Empezó a componer a los
nueve años. Su madre, viuda, enseñaba música para mantener a Béla y a su hija
más joven, por lo que la familia vivía modestamente. Paula Bartók, sin embargo,
nunca escatimó al pagar los mejores maestros de piano para su hijo. Su devoción
dio frutos cuando Béla, a los 18 años, entró en la prestigiosa Academia de
Música Franz Liszt, de Budapest.
Béla hizo
brillantes progresos en la
Academia y se labró un nombre como virtuoso del piano.
Durante casi dos años no compuso nada, pero en aquella época los artistas, los
escritores y los músicos de Hungría estaban sacudiéndose siglos de influencia
germánica, reconquistando su herencia étnica, y Bartók respondió con vigor a
esa tendencia. Su primer trabajo importante fue un poema sinfónico sobre Lajos
Kossuth, caudillo de la malograda revuelta de 1848 contra Austria.
Sin embargo,
descubrió por accidente la verdadera naturaleza de la música húngara. Un día de
verano de 1904, estando de vacaciones en una aldea de la llanura de Hungría,
oyó a una joven campesina cantar mientras trabajaba en los campos. Al instante
se enamoró, pero no de la muchacha, sino de la música.
La canción era
sencilla y tosca; la melodía, inocente, el ritmo, irregular. Bartók escuchó
arrebatado, y luego pidió a la chica que le cantara otras. Trascribió las
melodías y más tarde recordaba: “No tenía un centavo. Sin embargo, sentí que
volvía a Budapest con un gran tesoro: el alma de los campesinos húngaros”
En 1906 colaboró
con otro compositor, Zoltán Kodály, para recopilar la primera antología de
canciones folklóricas. En el curso de los 30 años siguientes pasó meses enteros
recogiendo canciones en remotos lugares campestres. Iba dando tumbos sobre
caminos de tierra suelta, en un carrito tirado por un caballo, y llevaba
consigo una provisión de frágiles cilindros de cera y un engorroso aparato de
grabar sonido, rematado por una imponente corneta dentro de la cual se pedía a
los recelosos campesinos que cantaran. En ocasiones perdía horas rastreando a
la aldeana capaz de recordar las viejas canciones que había escuchado de labios
de su abuela. Luego regresaba a casa para empezar la tarea de trascribir y
clasificar.
Terminó
convirtiéndose en un músico-etnólogo de renombre internacional, pero la música
del pueblo influyó sobre todo en el Bartók compositor. Aunque otros antes que
él (Beethoven, Brahms, Liszt) habían utilizado temas populares, pulían las
melodías originales y adornaban las armonías, incrustándolas en obras
tradicionales y estructuradas con
elegancia. En las manos de Béla Barók las melodías populares mantenían su línea
angular, sus ritmos cambiantes, sus ásperas armonías; y las aprovechó para desarrollar variaciones
igualmente disonantes. Se convirtió en un escultor musical que utilizaba cada
forma escabrosa, cada filo mellado para crear un lenguaje fresco y potente que
terminaría influyendo en toda una generación.
Bartók era profesor
de piano en la Academia
de Música Franz Liszt, donde yo estudiaba cuando me enamoré de su Sonatina. Me armé de valor y le pregunté
si me permitiría tocarle la obra. Me invitó a su casa y, cuando terminé la
composición, sonrió y dijo: “La toca usted con mayor virtuosismo que yo, pero
resulta muy convincente”. Sus palabras
me emocionaron porque sabía que no elogiaba fácilmente.
A esa primera
visita siguieron otras muchas, sobre todo cuando vencí la oposición de mi
familia y empecé a incluir obras de Bartók en mis conciertos. Durante esas
visitas hablábamos profesionalmente: del significado de ciertos pasajes en una
sonata de Beethoven, de cómo configurar una frase de Mozart. Sus sugerencias
influyeron profundamente en mi modo de tocar.
Bartók vivía en un
apacible barrio de Budapest con su segunda mujer, Ditta, antigua discípula, con
la que había contraído matrimonio en 1923, y el hijo de ambos, Péter. La casa
estaba llena de recuerdos de sus viajes en busca de canciones populares. Muchas
veces me dijo: “Mis años más felices fueron los que pasé con los campesinos en
sus aldeas”.
Y era natural,
pues, como compositor, Bartók estaba virtualmente excluido del centro de la
vida musical en su país, aun cuando su música tenía cada vez más aceptación en
Francia, Gran Bretaña, Alemania y los Estados Unidos. En 1935 se anunció que le
concederían un galardón por una obra compuesta 30 años antes. Bartók lo
consideró un insulto y rechazó el premio.
Su reacción fue
característica de su incorruptible integridad. Muy frecuentemente abrazaba
causas impopulares sin temor a las consecuencias. En 1928 el director de
orquesta Arturo Toscanini se negó a tocar el himno fascista antes de un
concierto en la Italia
de Mussolini, y le cubrieron de insultos por su actitud “antipatriótica”.
Bartók reunió firmas para una protesta contra el mal trato a Toscanini.
Indiferente a la pérdida de ingresos, se negó a autorizar la trasmisión de sus
obras por radio cuando hubiera la posibilidad de que llegaran a Italia y más
tarde a Alemania.
Mientras los
nubarrones de la guerra se acumulaban sobre Europa, Bartók se tornaba cada vez
más sombrío. Antes, cuando salía al extranjero en giras de concierto, volvía
siempre alegre a su amado país. Ahora debía hacer un esfuerzo sobrehumano para
decidirse a salir de Hungría, pero por otro lado estaba consciente de que
perecería sofocado bajo el yugo nazi. Por eso, en el mes de octubre de 1940
emprendió un largo y accidentado viaje con su familia a Nueva York, donde
estaba yo hacía un año.
Sería un amargo
exilio. Aunque Béla Bartók había realizado con éxito dos giras de conciertos
por Norteamérica, ahora llegaba como refugiado, sin dinero, delicado de salud y
ya no joven. Al principio él y su mujer dieron conciertos para dos pianos; pero
a medida que se instauraba en el país un clima de austeridad bélica, los
contratos empezaron a escasear. se suspendieron los pagos de los derechos
europeos y los directores de orquesta de los Estados Unidos olvidaron la música
de Bartók.
Sin embargo pudo
ganarse modestamente la vida dando algunas conferencias y haciendo lo que más
le gustaba: analizar melodías populares. La Universidad de
Columbia le pagó una modesta subvención para que trascribiera un conjunto de
canciones serbocroatas grabadas en disco. En el año de 1941, la compañía de
discos Columbia le pidió que grabara una selección de su Microcosmos, encantadora colección de piezas para jóvenes
pianistas.
Con excepción de
estas satisfacciones, la vida de Bartók era precaria y no le daba la paz de
espíritu necesaria para componer. Además de sus preocupaciones económicas,
tenía el problema de su salud. A principios de 1942 empezó a sufrir misteriosos
accesos de fiebre que lo dejaban deprimido y le restaban energía. Por fin
surgió la triste verdad: tenía leucemia. Cada vez que iba yo a visitarlo me
sorprendía su creciente debilidad. Sólo los ojos conservaban el antiguo fuego
inextinguible.
En 1943, cuando
yacía gravemente enfermo en un hospital de Nueva York, Serge Koussevitzky,
director de la Sinfónica
de Boston, fue a pedirle que compusiera una obra para su orquesta. La salud de
Bartók pareció mejorar de la noche a la mañana. En tres años no había escrito
una nota, pero entonces, en 55 días, terminó el Concierto para orquesta, una de las obras maestras. Desatendiendo
las exhortaciones de sus médicos, se trasladó a Boston para asistir al estreno
mundial, y el triunfo de la obra fue quizá el punto culminante de sus años en
los Estados Unidos. A este siguieron otros encargos: una sonata para violín, un
cuarteto de cuerdas, una obra para viola. Norteamérica descubría a Béla Bartók…
pero ya era demasiado tarde, pues la enfermedad lo estaba venciendo.
La última vez que
lo ví tenía extendido ordenadamente sobre la cama el manuscrito de su Tercer concierto para piano. Miraba
hacia delante, seguro todavía de su rumbo. “He estado varias veces al borde de
la muerte, pero ignoro si volveré a salvarme”, manifestó de repente. “Sin
embargo, estaré listo. Sólo lamento irme con una mochila repleta de ideas”.
Diez días después, el 26 de septiembre de 1945, falleció. De su último
concierto sólo quedaron sin terminar 17 compases.
Aunque Bartók nunca
dudó que su música acabaría gustando, ni siquiera él podía haber previsto la
popularidad que ha alcanzado entre los melómanos. Su única ópera, El castillo de Barba Azul, ha sido
presentada 500 veces. Su Concierto para
orquesta figura continuamente en los programas. Y Budapest, que antes lo
menospreció, hoy ostenta una escuela de segunda enseñanza, una avenida y una
plaza que llevan el nombre de Béla Bartók.
En cierta ocasión,
alrededor de 1935, después de que toqué tres conciertos para piano de Beethoven
con la Orquesta Filarmónica
de Budapest, Bartók vino a verme detrás del escenario.
-Algún día tocaré tres conciertos suyos en una sola noche
–le prometí efusivamente.
-No sea absurdo –replicó sonriente-. Usted sabe muy bien que
sólo he compuesto dos. Además sería imposible hallar un público que aguantara
semejante programa.
Una de mis mayores
penas ha sido que 20 años después, cuando cumplí en Bruselas mi promesa, Béla
Bartók no estuviera allí para escuchar la ovación.
* Andor FOLDES, concertista de renombre internacional, es
afamado intérprete de Mozart, Beethoven y Bartók. Nacido en Hungría, se
naturalizó norteamericano y vive en Suiza.
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