miércoles, 12 de diciembre de 2012

MAESTRO DEL RETRATO. Por Kennet CLARK


En estos pasajes del extraordinario libro de Lord Clark, “La rebelión de los románticos”, el notable historiador del arte analiza el austero genio de Jean-Auguste Dominique Ingres.
   DURANTE el siglo XIX  Jean-Auguste Dominique Ingres fue, según el consenso general, el paradigma del arte clásico. En su papel de gran sacerdote de la tradición, se creía realmente uno de los muy raros elegidos de los dioses. Estaba tan convencido de ello que solía hablar de sí mismo en tercera persona, y llegaba al colmo de firmar, incluso las cartas de amor, como Monsieur Ingres.
   A tal grado se posesionó de su importancia, que toda su vida se rodeó de un aura de diosecito de la ortodoxia. Si mal no recuerdo, fue Ingres el primer pintor a quien se aplicó la expresión “el arte por el arte”, con intención peyorativa, por su egocéntrica indiferencia ante toda manifestación de sentimiento. Abandonaba ostensiblemente indignado cualquier exposición en la que hubiera cuadros románticos ; dirigió en forma represiva la Academia Francesa de Roma, y si algún discípulo suyo mostraba el menor rasgo de independencia, Jean-Auguste le espetaba : “¡Traidor!”
   Nació en Montauban (Francia) en 1780 ; era hombre de corta estatura, tez aceitunada, grandes ojos castaños, muy parecido a Picasso de joven. Su padre fue pintor, y por tanto desde niño Ingres estaba destinado al arte. Tuvo escasa instrucción, y toda su vida se sintió avergonzado por sus grandes lagunas culturales. No obstante, dedicaba muchas horas a copiar vasos griegos o a calcarlos de láminas de libros. El arte antiguo dio rienda suelta a las dotes naturales de este genio, a su gusto por el diseño preciso e intrincado, a la minuciosidad de su dibujo preciosista como un camafeo.
   Al mudarse de París a Roma, en 1806, lo acompañaba su fama de retratista ; al poco tiempo empezó a recibir encargos. El principal medio de subsistencia del pintor consistía en hacer efigies a lápiz de la muchedumbre de visitantes de diversas nacionalidades que pululaban en la urbe, para los cuales ser dibujados por Ingres constituía la mejor prueba  de que habían penetrado en el círculo más selecto de la sociedad romana. Tales dibujos eran su pitanza, pero rara vez los ejecutaba con premura y espíritu meramente mercantilista, a juzgar por la complacencia con que los hacía, la cual se refleja en esa destreza inigualada hasta la actualidad.
   Las obras del maestro retratista distan mucho de ser una imitación servil. Son verdaderas creaciones en que ponía en juego todas sus facultades. Responden a las tendencias de la imaginación del artista, aun en la elección del modelo (a partir de 1830 pudo escoger a su antojo sus modelos), y satisfacen su concepción del ideal antiguo, ya que casi todas las actitudes evocan algún tema clásico. Estas “poses” imponían interminables reajustes (todos los grandes retratistas han exigido de sus modelos una colaboración irrestricta, pero ninguno como el minucioso Ingres), por lo cual, sin apartarse del fundamento idealista de la composición, el artista resalta el encanto individual del modelo, así como (en las mujeres) la elegancia de su atuendo. En este aspecto notamos cuán admirablemente asimilaba el maestro las modas que imperaban en su época.
   El gusto instintivo de Ingres por la moda y la elegancia constituía un elemento esencial de su profunda delectación en lo femenino, y les impuso el mismo rigor con que delineaba el cuerpo de la mujer. En los dibujos preliminares para sus retratos resulta casi cómico advertir con qué concentración trata el pintor esas frívolas formas. “Debemos evitar absorbernos con demasiado interés en los detalles del cuerpo humano”, escribió en una ocasión, “para que las extremidades insinúen más bien fustes de columnas… Así las tratan los más excelsos maestros”. Con todo, ninguna abstracción (ni siquiera la nítida geometría cristalina de una columna griega) podía apartarlo de su concepción sensual de la belleza. Por ello, al morir en 1867 nos legó una obra que lo sitúa entre los más grandes pintores clásicos desde Rafael.
“Mademoiselle Rivière”, por INGRES (1805)
         Si bien Madame Rivière nunca comprendió qué podía ver
         Monsieur Ingres en su hija, el artista la juzgaba exquisita
         y la representó como una enhiesta flor primaveral, envuelta
         en los sinuosos pliegues de una boa de pieles.

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