En estos pasajes del
extraordinario libro de Lord Clark, “La rebelión de los románticos”, el notable
historiador del arte analiza el austero genio de Jean-Auguste Dominique Ingres.
DURANTE el siglo XIX Jean-Auguste
Dominique Ingres fue, según el consenso general, el paradigma del arte clásico. En su papel de gran
sacerdote de la tradición, se creía realmente uno de los muy raros elegidos de
los dioses. Estaba tan convencido de ello que solía hablar de sí mismo en tercera
persona, y llegaba al colmo de firmar, incluso las cartas de amor, como Monsieur Ingres.
A tal grado se
posesionó de su importancia, que toda su vida se rodeó de un aura de diosecito
de la ortodoxia. Si mal no recuerdo, fue Ingres el primer pintor a quien se
aplicó la expresión “el arte por el arte”, con intención peyorativa, por su
egocéntrica indiferencia ante toda manifestación de sentimiento. Abandonaba
ostensiblemente indignado cualquier exposición en la que hubiera cuadros
románticos ; dirigió en forma represiva la Academia Francesa
de Roma, y si algún discípulo suyo mostraba el menor rasgo de independencia,
Jean-Auguste le espetaba : “¡Traidor!”
Nació en Montauban
(Francia) en 1780 ; era hombre de corta estatura, tez aceitunada, grandes ojos
castaños, muy parecido a Picasso de joven. Su padre fue pintor, y por tanto
desde niño Ingres estaba destinado al arte. Tuvo escasa instrucción, y toda su
vida se sintió avergonzado por sus grandes lagunas culturales. No obstante,
dedicaba muchas horas a copiar vasos griegos o a calcarlos de láminas de
libros. El arte antiguo dio rienda suelta a las dotes naturales de este genio,
a su gusto por el diseño preciso e intrincado, a la minuciosidad de su dibujo
preciosista como un camafeo.
Al mudarse de París
a Roma, en 1806, lo acompañaba su fama de retratista ; al poco tiempo empezó a
recibir encargos. El principal medio de subsistencia del pintor consistía en
hacer efigies a lápiz de la muchedumbre de visitantes de diversas
nacionalidades que pululaban en la urbe, para los cuales ser dibujados por
Ingres constituía la mejor prueba de que
habían penetrado en el círculo más selecto de la sociedad romana. Tales
dibujos eran su pitanza, pero rara vez los ejecutaba con premura y espíritu
meramente mercantilista, a juzgar por la complacencia con que los hacía, la
cual se refleja en esa destreza inigualada hasta la actualidad.
Las obras del
maestro retratista distan mucho de ser una imitación servil. Son verdaderas
creaciones en que ponía en juego todas sus facultades. Responden a las
tendencias de la imaginación del artista, aun en la elección del modelo (a
partir de 1830 pudo escoger a su antojo sus modelos), y satisfacen su
concepción del ideal antiguo, ya que casi todas las actitudes evocan algún tema
clásico. Estas “poses” imponían interminables reajustes (todos los grandes
retratistas han exigido de sus modelos una colaboración irrestricta, pero
ninguno como el minucioso Ingres), por lo cual, sin apartarse del fundamento
idealista de la composición, el artista resalta el encanto individual del
modelo, así como (en las mujeres) la elegancia de su atuendo. En este aspecto
notamos cuán admirablemente asimilaba el maestro las modas que imperaban en su
época.
El gusto instintivo
de Ingres por la moda y la elegancia constituía un elemento esencial de su
profunda delectación en lo femenino, y les impuso el mismo rigor con que
delineaba el cuerpo de la mujer. En los dibujos preliminares para sus retratos
resulta casi cómico advertir con qué concentración trata el pintor esas
frívolas formas. “Debemos evitar absorbernos con demasiado interés en los
detalles del cuerpo humano”, escribió en una ocasión, “para que las
extremidades insinúen más bien fustes de columnas… Así las tratan los más
excelsos maestros”. Con todo, ninguna abstracción (ni siquiera la nítida
geometría cristalina de una columna griega) podía apartarlo de su concepción
sensual de la belleza. Por ello, al morir en 1867 nos legó una obra que lo
sitúa entre los más grandes pintores clásicos desde Rafael.
“Mademoiselle Rivière”,
por INGRES (1805)
Si bien Madame Rivière nunca
comprendió qué podía ver
Monsieur Ingres en su hija, el artista
la juzgaba exquisita
y la representó como una enhiesta flor
primaveral, envuelta
en los sinuosos pliegues de una boa de
pieles.
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