ALEXANDER GRAHAM BELL concibió la idea de una máquina tan fantástica
que años después uniría al mundo.
El 25 de junio de 1876 era domingo. En Filadelfia hacía un
calor bochornoso y los sudorosos jueces acababan de examinar el “último”
artefacto de los presentados aquel día en la Exposición del
Centenario. Ya se disponían a salir del tórrido vestíbulo cuando se presentó
ante ellos una figura imponente: un joven alto, esbelto, de revuelta cabellera
negra, patillas oscuras y bigote de guías colgantes, quien exhibía unos
aparatos científicos en la
Exposición.
Uno de los jueces,
el emperador Pedro II de Brasil, reconoció inmediatamente al joven, cuyo
trabajo de profesor había presenciado
una vez en una escuela de sordomudos de Boston, así que pidió a los cansados
jueces que examinaran una más de las muestras : una especie de telégrafo capaz
de trasmitir la voz humana a un receptor que era una “caja de hierro”
cilíndrica y tosca ; en el extremo de la gran sala, a unos 150 metros , estaba
instalada la cabina de trasmisión. El inventor explicó con entusiasmo el
funcionamiento de su aparato, y se apresuró a enviar su voz a través del
alambre. “Ser o no ser”, comenzó a recitar desde la cabina, y el sonido fue
saliendo del cilindro ante los asombrados jueces, que se agolparon a escuchar
el monólogo de Hamlet. “¡Dios mío,
esto habla!” exclamó el emperador don Pedro.
Si los jueces no se
hubieran detenido a examinar esa muestra aquel día, el inventor, desalentado,
habría vuelto a sus clases para sordomudos y con ello habría perdido la mayor
oportunidad de su vida. Pero la
Exposición del Centenario no sólo le otorgó la medalla de oro
por el teléfono, sino que dio a conocer al mundo uno de los inventores más
prodigiosos de los siglos XIX y XX : el incomparable Alexander Graham Bell,
maestro de sordomudos, especialista en fonética, filántropo y fomentador del
progreso humano en muchos campos.
El “telégrafo armónico”. ¿Qué impulsó a
este genio, que concibió la idea del teléfono en Canadá hace cien años? Bell
nació el 3 de marzo de 1847 en Edimburgo (Escocia), donde su padre y su abuelo
figuraron entre los primeros fonetistas. La familia emigró a Canadá en 1870
para establecerse cerca de Brantford (Ontario). Poco tiempo después Alexander
se mudó a Boston, y en esta ciudad se dedicó a dar clases especiales a los
sordomudos.
Bell pudo al mismo
tiempo reanudar sus estudios de telegrafía, estimulado por la Compañía Wester Union
Telegraph, que prometía una fortuna a quien
lograra trasmitir seis u ocho mensajes simultáneamente por el mismo
cable eléctrico. El joven maestro, que también cultivaba la música, tuvo una
idea muy sencilla: así como las cuerdas del piano producen notas muy diversas
cuando son golpeadas, también debía ser posible enviar distintas ondas sonoras
o vibraciones eléctricas por un alambre y, en el otro extremo, volver a
convertir esas vibraciones en los sonidos originales. Trabajando febrilmente
hasta altas horas de la noche en el desván de la casa de huéspedes donde se alojaba,
probaba con varios diapasones que hacía vibrar con impulsos eléctricos, y cada
uno de esos diapasones enviaba un mensaje diferente según el tono o altura del
sonido que emitiera. Pero su “telégrafo armónico” resultó muy costoso, y poco
después el inventor se encontró en apuros.
Muy impresionado
por aquel joven visionario que daba clases a su hijo sordomudo de cinco años
durante el día y se dedicaba a hacer experimentos por las noches, Thomas
Sanders, peletero muy rico que vivía cerca de Boston, se ofreció a financiar el
equipo necesario junto con Gardiner Hubbard, abogado bostoniano cuya hija Mabel
se había quedado sorda a los cuatro años de edad de resultas de la escarlatina.
Aunque se resistía a aceptar la ayuda gratuita, Bell convino por último en
fundar una sociedad que se convirtió después en la Asociación de Patentes
Bell y, por último, en el enorme Sistema Bell.
Un sueño persistente. Prosiguiendo sus
estudios, hizo experimentos con un tímpano humano extraído a un cadáver;
concluyó que las ondas sonoras hacían vibrar la pequeña membrana del tímpano, y
que los nervios recogían estas vibraciones para trasmitirlas velozmente al
cerebro. Se le ocurrió entones que, de manera análoga, podía pasar una
corriente a través de una membrana o diafragma, para que ésta funcionara como
el oído humano y “telegrafiara el sonido”. Durante unas vacaciones pasadas en
Ontario, comentó entusiasmado sus ideas con su padre, Melville. Al cabo de los
años Alexander recordaría que aquella idea genial, embrión del teléfono, “fue
concebida en Brantford en el verano de 1874” .
Pero el teléfono
propiamente dicho no apareció hasta dos años después. Los que respaldaban al
inventor no consideraban práctico arriesgar dinero en aquel juguete, pues
creían que lo verdaderamente lucrativo era el telégrafo armónico. Bell
complació temporalmente a sus socios, tanto por gratitud a ellos como por
haberse enamorado de Mabel, la encantadora hija de Hubbard, que por entonces
había cumplido ya 16 años.
Pero seguía soñando
con el teléfono, y en la primavera de 1875 confió a Thomas Watson, su joven
ayudante mecánico, la idea de imitar el témpano. Poco después, mientras Watson
y él trabajaban en el telégrafo armónico, en el reducido y asfixiante taller
del desván, descubrieron algo : Watson unió un diminuto diafragma magnético a un
tímpano que vibraba por la acción de un electroimán, y estaba apretando y
afinando sus lengüetas cuando de pronto una de ellas se quedó pegada. Al
separarla vibró con un sonido seco que Bell percibió débilmente desde la
habitación contigua con el audífono que tenía aplicado al oído. “Watson, ¿qué
ha hecho usted?” le gritó el inventor. Y plantándose en la puerta, el ordenó:
“No toque nada. Déjeme ver qué ha pasado ahí”.
Aquel sonido
accidental fue, en efecto, el primer mensaje telefónico. La lengüeta
“estropeada” vibraba produciendo ondas sonoras, tal como el diafragma del
tímpano, y así verificaron casualmente la hipótesis de Bell. Tras varias
pruebas para comprobar el descubrimiento, los dos hombres siguieron trabajando
toda la noche, abortos, para construir el rudimentario primer teléfono de la
historia.
“¿Para qué sirve eso?” En febrero de
1876 el joven inventor presentó una solicitud para patentar el teléfono, y el 7
de marzo obtuvo la patente número 174, 465, que es una de las más valiosas en
los anales de las invenciones. Pero resulta inconcebible que Bell haya
presentado su solicitud tres horas antes que otra persona, igualmente soñadora,
Elisha Gray, que también exhibió un proyecto para construir algo muy semejante.
Tres días después
ocurrió otro incidente insólito: su trasmisor experimental se convirtió en el
portador de la primera frase inteligible de la historia del teléfono, entre el
dormitorio de Graham Bell y el laboratorio del desván. El inventor, al derramar
sobre el traje el ácido de una pila, gritó:
-¡Señor Watson, venga; quiero verlo! –e inmediatamente
después, cambiando de lugar en la línea, que sólo funcionaba en un sentido, el
ayudante preguntó:
-Doctor Bell, ¿entiende usted lo que digo?
Por extraño que
parezca, hace un siglo muy pocas personas creían en el futuro teléfono. “¿Qué
utilidad tendrá tal invento?” preguntaba un diario. “Los teléfonos dejarán sin
trabajo a los mensajeros, y, si eso sucede, ¿qué harán las madres viudas
indigentes?” comentaba el editorial de otro diario. Por si fuera poco, la
reciente invención no conseguía atraer el capital indispensable para
explotarla. Los amigos que respaldaban económicamente a Bell habían llegado al
límite de sus recursos. Sanders ya había invertido más de 100.000 dólares, y
Hubbard, descorazonado, propuso que vendieran la patente, en esa cantidad, a la
poderosa Western Union. Pero a aquella gran compañía no le interesaba, ni
remotamente, el “juguete eléctrico”, lo cual la llevó a cometer uno de los más
crasos errores mercantiles de que se tenga noticia.
En los dos años
siguientes se dieron grandes pasos, aunque esporádicos, en las comunicaciones
telefónicas. En agosto de 1876 se hizo la primera llamada de larga distancia
entre Brandford y París, ciudad de la provincia de Ontario. El siguiente mes de
julio se constituyó la Bell Telephone
Company, que contaba ya con más de 700 teléfonos en operación, y en enero de
1878 se inauguró la primera central telefónica comercial en New Haven (Connecticut)
con ocho líneas que daban servicio a 21 abonados.
Las batallas jurídicas. Los primeros
teléfonos se alquilaban “sólo a personas refinadas y de buena familia”.
Aquellos toscos aparatos pesaban alrededor de cuatro kilos y medio, y era
preciso llevar el instrumento a la boca para hablar, y pasarlo rápidamente al
oído para escuchar. El primer anuncio publicitario del teléfono ofrecía
servicios para “trasmitir la voz articulada mediante instrumentos se parados
hasta un máximo de 32
kilómetros ”. El costo era de 20 dólares cada anuales por
dos teléfonos intercomunicados “para conversaciones sociales”, y de 40 por un
par de los destinados a las transacciones comerciales.
El 11 de julio de
1877 Bell se casó con Mabel Hubbard y, después de pasar una larga luna de miel
en Inglaterra, regresaron a Norteamérica, donde inmediatamente se vieron
sumidos en una de las batallas legales más largas y costosas de la historia de
los Estados Unidos. El genial inventor y sus patrocinadores de Boston se
hallaban metidos hasta el cuello en unos 600 litigios complejísimos, comenzando
por las reclamaciones de la Western Union ,
que había adquirido la patente de Elisha Gray y había establecido un servicio
telefónico en competencia con el de Bell.
Las apelaciones llegaron hasta la Corte Suprema de los
Estados Unidos, que falló a favor de Bell. Una vez que vio debidamente
protegidas sus valiosísimas patentes, convino magnánimamente en conceder a la Western Union un 20 por ciento de participación en los
ingresos por concepto de alquiler y regalías durante 17 años. A pesar de todo,
el inventor y sus socios, incluso el fiel Watson, obtuvieron pingües ganancias.
El día de la victoria final en los tribunales las acciones de la Bell se cotizaron a 995
dólares cada una.
Enriquecido a los
treinta y tantos años de edad, Bell se propuso el resto de su vida combatir los
efectos perniciosos que hubieran podido tener su temprana riqueza y su fama, y
lo cubrió sobradamente. Obtuvo la ciudadanía norteamericana y, como detestaba
el calor de Washington, pasó el verano de 1885 descansando en la maravillosa
isla de Cabo Bretón. Al año siguiente volvió allí y compró una propiedad en una
península boscosa cerca de Baddeck (Nueva Escocia), donde edificó
posteriormente una enorme mansión: Beinn Bhreagh, que en gaélico quiere decir
Montaña Hermosa. Construyó también un laboratorio en las inmediaciones y,
acompañado por un grupo muy hábil de investigadores, se lanzó a hacer
experimentos en muchos campos científicos.
El maestro de los sordomudos. El Museo
Alexander Graham Bell, situado en Baddeck, alberga en la actualidad una
colección valiosísima de croquis, notas y maquetas del inventor. Al entrar en
el vestíbulo leemos las ideas fundamentales de Bell: “El inventor es el hombre
que observa el mundo circundante y no se siente satisfecho con lo que ve. Desea
mejorar todo lo que encuentra para beneficiar al mundo ; cuando lo persigue una
idea, el espíritu de la invención se apodera de él y no lo deja, a partir de
entonces, hasta que se convierte en realidad”.
Poseído de tales
ideas, Bell siguió trabajando en Baddeck e inventó una especie de corsé de
vacío (precursor del pulmón de acero), la construcción tetraédrica (que se
utiliza mucho actualmente en arquitectura), un “volante alado” de tres aspas
(antecesor del rotor de los helicópteros), el cilindro gramofónico de cera y
una sonda quirúrgica. Propuso también un sistema para localizar los icebergs mediante la detección de ecos
(el sonar), hizo un modelo primitivo de snorkel
o tubo respiradero para buzos y diseñó una embarcación de tipo hidrofoil (de desplazamiento sobre un
cojín de aire entre la quilla y la superficie del agua) que estableció la marca
mundial de velocidad de 114,04 kilómetros por hora.
Fue también uno de
los pioneros de la aviación; en 1907 organizó la Asociación para los
Experimentos Aéreos, que construyó cuatro aviones de ensayo. La tarde del 23 de
febrero de 1909 fue remolcado sobre el hielo de la bahía de Baddeck un
primitivo aparato aéreo, el Silver Dart,
que ante la mirada emocionada de Alexander Graham Bell y de sus conciudadanos
despegó y voló unos 800
metros . Aquel fue el primer vuelo con motor del Canadá y
del Imperio Británico.
Aunque ya era un
inventor de fama mundial, no menguó su interés por los inválidos. “Soy profesor
de sordomudos”, declaraba siempre que le preguntaban su profesión, a la cual
dio enormes aportaciones. Por ejemplo, la idea de que los niños sordomudos
podían aprender a hablar era radicalmente revolucionaria en Norteamérica hace
un siglo. Los sordomudos estaban marginados; se solía enviar a los niños
aquejados de esta enfermedad a instituciones donde sólo aprendían el lenguaje
manual. Pero Bell, campeón de los nuevos métodos “orales”, logró enseñarles a
hablar, esto es, a comunicarse y a alegrar su existencia. Fundó y patrocinó
económicamente lo que es ahora la Asociación Alexander
Graham Bell para los Sordomudos, centro mundial de información sobre la
materia, y emprendió investigaciones sobre el carácter hereditario de la
sordera. Fue el decidido apoyo y el inspirador de su esposa, Mabel, quien logró
sobreponerse de tal modo a su incapacidad que su sordera pasaba inadvertida a
las personas que no estaban en el secreto.
En la casa de la montaña. Los últimos
años del genio fueron tan fructíferos como su mocedad “Perseguido por una
idea”, todavía trabajaba en ella con entusiasmo incesante. Centenares de
aspirantes a inventores le escribían pidiéndole consejo. “Un descubrimiento
conduce a otro”, les contestaba para estimularlos. “Todos los hallazgos realmente
importantes son fruto del pensamiento”.
En el invierno de 1921 a 1922 Bell y su esposa
hicieron un crucero por el Caribe, del que “gozaron como nunca”. Pero al
regresar a su hogar, el inventor, que ya tenía 75 años y desde hacía varios
padecía diabetes, se debilitó mucho. A fines de julio casi no abandonaba la
cama que se le instaló en el porche-dormitorio, desde donde se divisaba la
“Montaña Hermosa”, y allí siguió dictando notas y cartas hasta el fin. Aunque
permanecía semiconsciente, su debilidad fue acentuándose hasta las de 2 de la
madrugada del 2 de agosto de 1922, cuando falleció mientras Mabel le sostenía
cariñosamente la mano a la luz de una lámpara.
Lo enterraron en
Beinn Bhreagh y durante los funerales el servicio telefónico se suspendió un
minuto en la enorme red del sistema Bell de Norteamérica. Los homenajes
póstumos llegaron a granel de todo el mundo, pero entre ellos el más señalado y
certero es el epitafio que le dedicó Tomás Edison, viejo amigo del inventor :
“Alexander Graham Bell venció al tiempo y al espacio, y unió estrechamente a la
familia humana”.
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