sábado, 22 de diciembre de 2012

INVENTOR POLIFACÉTICO / BELL / Por Paul FRIGGENS


ALEXANDER GRAHAM BELL concibió la idea de una máquina tan fantástica que años después uniría al mundo.
   El 25 de junio de 1876 era domingo. En Filadelfia hacía un calor bochornoso y los sudorosos jueces acababan de examinar el “último” artefacto de los presentados aquel día en la Exposición del Centenario. Ya se disponían a salir del tórrido vestíbulo cuando se presentó ante ellos una figura imponente: un joven alto, esbelto, de revuelta cabellera negra, patillas oscuras y bigote de guías colgantes, quien exhibía unos aparatos científicos en la Exposición.
   Uno de los jueces, el emperador Pedro II de Brasil, reconoció inmediatamente al joven, cuyo trabajo  de profesor había presenciado una vez en una escuela de sordomudos de Boston, así que pidió a los cansados jueces que examinaran una más de las muestras : una especie de telégrafo capaz de trasmitir la voz humana a un receptor que era una “caja de hierro” cilíndrica y tosca ; en el extremo de la gran sala, a unos 150 metros, estaba instalada la cabina de trasmisión. El inventor explicó con entusiasmo el funcionamiento de su aparato, y se apresuró a enviar su voz a través del alambre. “Ser o no ser”, comenzó a recitar desde la cabina, y el sonido fue saliendo del cilindro ante los asombrados jueces, que se agolparon a escuchar el monólogo de Hamlet. “¡Dios mío, esto habla!” exclamó el emperador don Pedro.
   Si los jueces no se hubieran detenido a examinar esa muestra aquel día, el inventor, desalentado, habría vuelto a sus clases para sordomudos y con ello habría perdido la mayor oportunidad de su vida. Pero la Exposición del Centenario no sólo le otorgó la medalla de oro por el teléfono, sino que dio a conocer al mundo uno de los inventores más prodigiosos de los siglos XIX y XX : el incomparable Alexander Graham Bell, maestro de sordomudos, especialista en fonética, filántropo y fomentador del progreso humano en muchos campos.
   El “telégrafo armónico”. ¿Qué impulsó a este genio, que concibió la idea del teléfono en Canadá hace cien años? Bell nació el 3 de marzo de 1847 en Edimburgo (Escocia), donde su padre y su abuelo figuraron entre los primeros fonetistas. La familia emigró a Canadá en 1870 para establecerse cerca de Brantford (Ontario). Poco tiempo después Alexander se mudó a Boston, y en esta ciudad se dedicó a dar clases especiales a los sordomudos.
   Bell pudo al mismo tiempo reanudar sus estudios de telegrafía, estimulado por la Compañía Wester Union Telegraph, que prometía una fortuna a quien  lograra trasmitir seis u ocho mensajes simultáneamente por el mismo cable eléctrico. El joven maestro, que también cultivaba la música, tuvo una idea muy sencilla: así como las cuerdas del piano producen notas muy diversas cuando son golpeadas, también debía ser posible enviar distintas ondas sonoras o vibraciones eléctricas por un alambre y, en el otro extremo, volver a convertir esas vibraciones en los sonidos originales. Trabajando febrilmente hasta altas horas de la noche en el desván de la casa de huéspedes donde se alojaba, probaba con varios diapasones que hacía vibrar con impulsos eléctricos, y cada uno de esos diapasones enviaba un mensaje diferente según el tono o altura del sonido que emitiera. Pero su “telégrafo armónico” resultó muy costoso, y poco después el inventor se encontró en apuros.
   Muy impresionado por aquel joven visionario que daba clases a su hijo sordomudo de cinco años durante el día y se dedicaba a hacer experimentos por las noches, Thomas Sanders, peletero muy rico que vivía cerca de Boston, se ofreció a financiar el equipo necesario junto con Gardiner Hubbard, abogado bostoniano cuya hija Mabel se había quedado sorda a los cuatro años de edad de resultas de la escarlatina. Aunque se resistía a aceptar la ayuda gratuita, Bell convino por último en fundar una sociedad que se convirtió después en la Asociación de Patentes Bell y, por último, en el enorme Sistema Bell.
   Un sueño persistente. Prosiguiendo sus estudios, hizo experimentos con un tímpano humano extraído a un cadáver; concluyó que las ondas sonoras hacían vibrar la pequeña membrana del tímpano, y que los nervios recogían estas vibraciones para trasmitirlas velozmente al cerebro. Se le ocurrió entones que, de manera análoga, podía pasar una corriente a través de una membrana o diafragma, para que ésta funcionara como el oído humano y “telegrafiara el sonido”. Durante unas vacaciones pasadas en Ontario, comentó entusiasmado sus ideas con su padre, Melville. Al cabo de los años Alexander recordaría que aquella idea genial, embrión del teléfono, “fue concebida en Brantford en el verano de 1874”.
   Pero el teléfono propiamente dicho no apareció hasta dos años después. Los que respaldaban al inventor no consideraban práctico arriesgar dinero en aquel juguete, pues creían que lo verdaderamente lucrativo era el telégrafo armónico. Bell complació temporalmente a sus socios, tanto por gratitud a ellos como por haberse enamorado de Mabel, la encantadora hija de Hubbard, que por entonces había cumplido ya 16 años.
   Pero seguía soñando con el teléfono, y en la primavera de 1875 confió a Thomas Watson, su joven ayudante mecánico, la idea de imitar el témpano. Poco después, mientras Watson y él trabajaban en el telégrafo armónico, en el reducido y asfixiante taller del desván, descubrieron algo : Watson unió un diminuto diafragma magnético a un tímpano que vibraba por la acción de un electroimán, y estaba apretando y afinando sus lengüetas cuando de pronto una de ellas se quedó pegada. Al separarla vibró con un sonido seco que Bell percibió débilmente desde la habitación contigua con el audífono que tenía aplicado al oído. “Watson, ¿qué ha hecho usted?” le gritó el inventor. Y plantándose en la puerta, el ordenó: “No toque nada. Déjeme ver qué ha pasado ahí”.
   Aquel sonido accidental fue, en efecto, el primer mensaje telefónico. La lengüeta “estropeada” vibraba produciendo ondas sonoras, tal como el diafragma del tímpano, y así verificaron casualmente la hipótesis de Bell. Tras varias pruebas para comprobar el descubrimiento, los dos hombres siguieron trabajando toda la noche, abortos, para construir el rudimentario primer teléfono de la historia.
   “¿Para qué sirve eso?” En febrero de 1876 el joven inventor presentó una solicitud para patentar el teléfono, y el 7 de marzo obtuvo la patente número 174, 465, que es una de las más valiosas en los anales de las invenciones. Pero resulta inconcebible que Bell haya presentado su solicitud tres horas antes que otra persona, igualmente soñadora, Elisha Gray, que también exhibió un proyecto para construir algo muy semejante.
   Tres días después ocurrió otro incidente insólito: su trasmisor experimental se convirtió en el portador de la primera frase inteligible de la historia del teléfono, entre el dormitorio de Graham Bell y el laboratorio del desván. El inventor, al derramar sobre el traje el ácido de una pila, gritó:
-¡Señor Watson, venga; quiero verlo! –e inmediatamente después, cambiando de lugar en la línea, que sólo funcionaba en un sentido, el ayudante preguntó:
-Doctor Bell, ¿entiende usted lo que digo?
   Por extraño que parezca, hace un siglo muy pocas personas creían en el futuro teléfono. “¿Qué utilidad tendrá tal invento?” preguntaba un diario. “Los teléfonos dejarán sin trabajo a los mensajeros, y, si eso sucede, ¿qué harán las madres viudas indigentes?” comentaba el editorial de otro diario. Por si fuera poco, la reciente invención no conseguía atraer el capital indispensable para explotarla. Los amigos que respaldaban económicamente a Bell habían llegado al límite de sus recursos. Sanders ya había invertido más de 100.000 dólares, y Hubbard, descorazonado, propuso que vendieran la patente, en esa cantidad, a la poderosa Western Union. Pero a aquella gran compañía no le interesaba, ni remotamente, el “juguete eléctrico”, lo cual la llevó a cometer uno de los más crasos errores mercantiles de que se tenga noticia.
   En los dos años siguientes se dieron grandes pasos, aunque esporádicos, en las comunicaciones telefónicas. En agosto de 1876 se hizo la primera llamada de larga distancia entre Brandford y París, ciudad de la provincia de Ontario. El siguiente mes de julio se constituyó la Bell Telephone Company, que contaba ya con más de 700 teléfonos en operación, y en enero de 1878 se inauguró la primera central telefónica comercial en New Haven (Connecticut) con ocho líneas que daban servicio a 21 abonados.
   Las batallas jurídicas. Los primeros teléfonos se alquilaban “sólo a personas refinadas y de buena familia”. Aquellos toscos aparatos pesaban alrededor de cuatro kilos y medio, y era preciso llevar el instrumento a la boca para hablar, y pasarlo rápidamente al oído para escuchar. El primer anuncio publicitario del teléfono ofrecía servicios para “trasmitir la voz articulada mediante instrumentos se parados hasta un máximo de 32 kilómetros”. El costo era de 20 dólares cada anuales por dos teléfonos intercomunicados “para conversaciones sociales”, y de 40 por un par de los destinados a las transacciones comerciales.
   El 11 de julio de 1877 Bell se casó con Mabel Hubbard y, después de pasar una larga luna de miel en Inglaterra, regresaron a Norteamérica, donde inmediatamente se vieron sumidos en una de las batallas legales más largas y costosas de la historia de los Estados Unidos. El genial inventor y sus patrocinadores de Boston se hallaban metidos hasta el cuello en unos 600 litigios complejísimos, comenzando por las reclamaciones de la Western Union, que había adquirido la patente de Elisha Gray y había establecido un servicio telefónico en competencia con el de Bell.  Las apelaciones llegaron hasta la Corte Suprema de los Estados Unidos, que falló a favor de Bell. Una vez que vio debidamente protegidas sus valiosísimas patentes, convino magnánimamente en conceder a la Western Union  un 20 por ciento de participación en los ingresos por concepto de alquiler y regalías durante 17 años. A pesar de todo, el inventor y sus socios, incluso el fiel Watson, obtuvieron pingües ganancias. El día de la victoria final en los tribunales las acciones de la Bell se cotizaron a 995 dólares cada una.
   Enriquecido a los treinta y tantos años de edad, Bell se propuso el resto de su vida combatir los efectos perniciosos que hubieran podido tener su temprana riqueza y su fama, y lo cubrió sobradamente. Obtuvo la ciudadanía norteamericana y, como detestaba el calor de Washington, pasó el verano de 1885 descansando en la maravillosa isla de Cabo Bretón. Al año siguiente volvió allí y compró una propiedad en una península boscosa cerca de Baddeck (Nueva Escocia), donde edificó posteriormente una enorme mansión: Beinn Bhreagh, que en gaélico quiere decir Montaña Hermosa. Construyó también un laboratorio en las inmediaciones y, acompañado por un grupo muy hábil de investigadores, se lanzó a hacer experimentos en muchos campos científicos.
   El maestro de los sordomudos. El Museo Alexander Graham Bell, situado en Baddeck, alberga en la actualidad una colección valiosísima de croquis, notas y maquetas del inventor. Al entrar en el vestíbulo leemos las ideas fundamentales de Bell: “El inventor es el hombre que observa el mundo circundante y no se siente satisfecho con lo que ve. Desea mejorar todo lo que encuentra para beneficiar al mundo ; cuando lo persigue una idea, el espíritu de la invención se apodera de él y no lo deja, a partir de entonces, hasta que se convierte en realidad”.
   Poseído de tales ideas, Bell siguió trabajando en Baddeck e inventó una especie de corsé de vacío (precursor del pulmón de acero), la construcción tetraédrica (que se utiliza mucho actualmente en arquitectura), un “volante alado” de tres aspas (antecesor del rotor de los helicópteros), el cilindro gramofónico de cera y una sonda quirúrgica. Propuso también un sistema para localizar  los icebergs mediante la detección de ecos (el sonar), hizo un modelo primitivo de snorkel o tubo respiradero para buzos y diseñó una embarcación de tipo hidrofoil (de desplazamiento sobre un cojín de aire entre la quilla y la superficie del agua) que estableció la marca mundial de velocidad de 114,04 kilómetros por hora.
   Fue también uno de los pioneros de la aviación; en 1907 organizó la Asociación para los Experimentos Aéreos, que construyó cuatro aviones de ensayo. La tarde del 23 de febrero de 1909 fue remolcado sobre el hielo de la bahía de Baddeck un primitivo aparato aéreo, el Silver Dart, que ante la mirada emocionada de Alexander Graham Bell y de sus conciudadanos despegó y voló unos 800 metros. Aquel fue el primer vuelo con motor del Canadá y del Imperio Británico.
   Aunque ya era un inventor de fama mundial, no menguó su interés por los inválidos. “Soy profesor de sordomudos”, declaraba siempre que le preguntaban su profesión, a la cual dio enormes aportaciones. Por ejemplo, la idea de que los niños sordomudos podían aprender a hablar era radicalmente revolucionaria en Norteamérica hace un siglo. Los sordomudos estaban marginados; se solía enviar a los niños aquejados de esta enfermedad a instituciones donde sólo aprendían el lenguaje manual. Pero Bell, campeón de los nuevos métodos “orales”, logró enseñarles a hablar, esto es, a comunicarse y a alegrar su existencia. Fundó y patrocinó económicamente lo que es ahora la Asociación Alexander Graham Bell para los Sordomudos, centro mundial de información sobre la materia, y emprendió investigaciones sobre el carácter hereditario de la sordera. Fue el decidido apoyo y el inspirador de su esposa, Mabel, quien logró sobreponerse de tal modo a su incapacidad que su sordera pasaba inadvertida a las personas que no estaban en el secreto.
   En la casa de la montaña. Los últimos años del genio fueron tan fructíferos como su mocedad “Perseguido por una idea”, todavía trabajaba en ella con entusiasmo incesante. Centenares de aspirantes a inventores le escribían pidiéndole consejo. “Un descubrimiento conduce a otro”, les contestaba para estimularlos. “Todos los hallazgos realmente importantes son fruto del pensamiento”.
   En el invierno de 1921 a 1922 Bell y su esposa hicieron un crucero por el Caribe, del que “gozaron como nunca”. Pero al regresar a su hogar, el inventor, que ya tenía 75 años y desde hacía varios padecía diabetes, se debilitó mucho. A fines de julio casi no abandonaba la cama que se le instaló en el porche-dormitorio, desde donde se divisaba la “Montaña Hermosa”, y allí siguió dictando notas y cartas hasta el fin. Aunque permanecía semiconsciente, su debilidad fue acentuándose hasta las de 2 de la madrugada del 2 de agosto de 1922, cuando falleció mientras Mabel le sostenía cariñosamente la mano a la luz de una lámpara.
   Lo enterraron en Beinn Bhreagh y durante los funerales el servicio telefónico se suspendió un minuto en la enorme red del sistema Bell de Norteamérica. Los homenajes póstumos llegaron a granel de todo el mundo, pero entre ellos el más señalado y certero es el epitafio que le dedicó Tomás Edison, viejo amigo del inventor : “Alexander Graham Bell venció al tiempo y al espacio, y unió estrechamente a la familia humana”.

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