LA NADA puede ser una idea aterradora para el occidental.
No obstante,
ciertos estudios demuestran que la mayoría de los seres humanos afrontan con
serenidad su hora postrera.
“Mi fin se
aproxima”, musitó en sus últimos momentos un hombre de 34 años de edad enfermo
de cáncer. Y cuando su médico le preguntó si temía a la muerte, respondió :
“Tal vez le parezca extraño, pero no siento miedo. ¿ Por qué ? No lo sé.
“Por favor, doctor,
suspenda el tratamiento”, suplicó un anciano de 72 años. “Déjeme morir. Estoy
satisfecho de la vida, y la muerte no me infunde terror”.
“Sé que pronto voy
a morir”, dijo serenamente a su médico una mujer de 64 años ; “gracias por todo
lo que se hizo para curarme”.
El profesor Arthur
Jores, de Hamburgo, está convencido de que la mayoría de las personas
presienten su fin, criterio que comparte con él la siquiatra norteamericana
Elisabeth Kübler-Ross, que entrevistó en Chicago a más de 200 moribundos cuando
les quedaban unas semanas o unos meses de vida. En general, la doctora
Küber-Ross observó que los enfermos desahuciados pasan por cinco etapas :
- Huyen de la realidad. Se niegan a aceptar el diagnóstico del médico o afirman, por ejemplo, que hubo confusión de pruebas o radiografías con las de algún otro paciente del hospital.
- Se enfadan. El enfermo se pregunta desesperado : “¿ Por qué me ha tocado a mí? ¿ Por qué no a Fulano, que tiene ya 80 años ?”
- Tratan de entrar en componendas con Dios para que les conceda una prórroga : “Si me das otro año de vida, socorreré a los pobres”.
- Se sienten deprimidos. A la ira sucede la tristeza.
- Por último, se resignan. Han dejado de luchar ; logran adaptarse a la certeza de su fin cercano.
Parece que en esta última etapa la inminencia del trance ya no es
aterradora, y casi todos lo aguardan con dignidad. El Dr. Lothar Witzel, de la Clínica Médica de la Universidad de Berna,
considera que el temor a la muerte mengua al paso de las fuerzas. En la Universidad de
Erlangen interrogó a 110 pacientes con sólo 24 horas de vida por delante. “El
moribundo pierde interés por su propio destino”, declara “Rara vez tiene
conciencia de su agonía”.
En el grupo que estudió este médico (formado por personas con edades de 24 a 86 años) 27 enfermos
declararon espontáneamente que se iban a morir. Hubo 29 que respondieron a la
pregunta de cómo se sentían : “Creo que mi fin está cerca”. Dos preguntaron por
el futuro curso de su enfermedad, y nueve (menos del ocho por ciento) se
quejaron de dolores.
Sólo dos de los 110 se lamentaron de su suerte ; ambos confesaron que la
muerte les inspiraba temor. Los demás enfermos la afrontaron serenos o
indiferentes.
Hoy muchos médicos concuerdan con la idea de Witzel, de la muerte sin
temor, y él mismo afirma que los moribundos se muestran con frecuencia serenos
en sus horas finales. Sus movimientos son menos tensos, y las palabras “Esto es
el fin” no trascienden angustia.
Entonces, ¿cuál es la causa de que la sociedad occidental, en su mayor
parte, evite hasta pensar en el tránsito final?
“La muerte ha llegado a ser algo obsceno”, afirma el antropólogo social
inglés Geofrey Gorer ; “un tabú, como años era hablar de la sexualidad”. Según
el filósofo Ernest Bloch, al rehusarnos a escuchar o a mencionar cuanto se
relacione con la muerte, tratamos de mitigar el temor que nos inspira.
Desde luego, esto no se aplica a todas las culturas. En Rusia, por
ejemplo, la gente se interesa por la muerte durante toda su existencia. “Se
consideran huéspedes en la tierra”, observa Gottfried Benn, poeta y médico,
“por lo cual les resulta más fácil dejarla”.
En occidente, en cambio, hemos convertido en fetiches la actividad y el
éxito. Ha surgido una generación de hombres y mujeres para quienes el mundo es
propiedad personal y que piensan, ante el inmenso progreso de la técnica (desde
la exploración de la Luna
hasta el trasplante de corazones), que el hombre es sobrehumano. Pero la muerte
desmiente esa idea.
La reacción que provoca este hecho inevitable es de impotencia : el
hombre borra de su conciencia a la muerte. Tratamos a los que van a morir como
si fueran un peligro para la sociedad, como traidores a la raza de los hombres.
Hasta el arte refuerza el concepto de que la muerte es temible. Los
artistas la han representado con un gesto de crueldad. La describen, la
esculpen y la pintan como un brutal estrangulador, crujiente esqueleto armado
de su guadaña y su hoz o traicionero flautista que nos atrae con engaños. Son
muy pocos los ejemplos en que el arte nos la muestra como amiga y hermana.
Aunque según Karl Jaspers, “Nadie puede librar al hombre del horror a la
nada”, los filósofos han intentado una y otra vez extirpar el aguijón de la
agonía y la muerte. Schopenhauer dudaba de que el ser humano estuviera
realmente convencido de lo inevitable de su fin. Simone de Beauvoir comenta
que, para una persona saludable, la muerte carece de significado. “En el
pensamiento, la muerte no está ni lejos ni cerca”, escribió. “Es verdad que el
anciano sabe que puede morir pronto y, sin embargo, esta palabra es tan vaga a
los 70 como a los 80 años de edad”.
Consuela saber que virtualmente casi toda la gente da el paso de la
existencia a la inexistencia sin terror, llegada la hora. Pero nos aflige que
el moribundo esté completamente solo en este trance.
“Todos conocemos al paciente que se acerca a su fin”, dice el Dr.
Richard VanderBergh, siquiatra norteamericano, “y lo han trasladado al último
rincón de la sala”. A los vivos les
repugnan tales espectáculos. Los médicos de los hospitales saben que los
parientes y amigos se abstienen cada vez más de visitar al agonizante en sus
últimos momentos. Muchos adultos jamás han visto un muerto cara a cara.
Incluso los facultativos se sienten a veces abrumados por la impotencia
cuando los llaman para dar asistencia sicológica al enfermo en agonía. El
sicólogo de cierto hospital comenta que muchos médicos evitan conversar con el
desahuciado, pues les podría plantear problemas que ni siquiera ellos serían
capaces de resolver.
También las enfermeras, en general, se alejan subconscientemente de los
moribundos. En un estudio extraoficial, Lawrence Le Shan, sicólogo de un
hospital neoyorquino, midió con un cronómetro la rapidez con que las enfermeras
respondían a las llamadas de los pacientes. He aquí los resultados : Estos
“ángeles de bondad” acuden más rápido y espontáneamente en ayuda del paciente
menos grave que a la cabecera de un desahuciado.
Alexander Mitscherlich, sicólogo y médico, opina : “Hace ya mucho tiempo
que el galeno de mentalidad científica perdió de vista su obligación de guiar
al doliente hacia la muerte”. Y afirma que debe aprender la manera de ayudarlo
eficazmente en el trance final.
Hasta
la fecha, es en Inglaterra donde se ayuda mejor a los moribundos. Hay allí 25
casas y hospitales dedicados a atender enfermos incurables. En el Asilo de San
Cristóbal, el más conocido, se cuenta con numeroso personal especializado, y
cada paciente recibe asistencia equivalente a la que le dispensaría una
enfermera de tiempo completo. Todos los empleados de la institución han
aprendido a ayudar a los familiares a aceptar el inminente fallecimiento y
también los preparan para que sepan cómo tratar al pariente moribundo. En San
Cristóbal no hay un horario fijo de visitas ; los amigos y parientes pueden
acompañar al enfermo (en su habitación, en algún salón o en el jardín) de las 8 a las 20 horas, o permanecer
con él toda la noche si está muy grave.
En este asilo no se recurre a tratamientos intensivos o heroicos para
prolongar la vida del enfermo desahuciado, aunque se hace lo posible para
evitarle los sufrimientos. No cuentan con un aparato de resucitación, pues,
según su director médico, el Dr. Cicely Saunders, dice : “Nos proponemos superar el aislamiento en que
nuestra sociedad tiene a la muerte, mitigar el dolor y ayudar al moribundo a
conservar la dignidad hasta el momento final”.
-Paul-Heinz KOESTERS
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