SIEMPRE he gustado, como quiere Azorín, de ir directamente a los clásicos, limpio de todo preconcepto, para ver quién encuentro en ellos y qué dicen a mi propia sensibilidad. Y pensaba, precisamente, hablar de mi personal impresión ante fray Luis de Granada, cuando tropiezo en Clásicos y Modernos con que Azorín le estima poco y le llama de paso, "artificioso y afectado". Los epítetos me han desconcertado en crítico tan capaz, no porque sea yo un "espantadizo lector", idólatra de nombres consagrados, sino porque mi genuina emoción es exactamente opuesta a ese criterio.
Las ponderaciones que habitualmente oímos de nuestros grandes místicos, son ecos, voces de loros y fonógrafos, resonancia borrosa y parcial de juicios tradicionales: se conocen, a lo sumo, más o menos trozos aislados, reproducidos en citas, en retóricas, en selecciones. Pero hay que ir a la obra completa. Y seamos francos: muy pocos habrá ahora, que, aun entre literatos, no siendo verazmente religiosos, soporten íntegros Los Nombres de Cristo o la Guía de Pecadores. Y es natural: allí se especula sobre teología y exégesis, o se aconseja para la vida espiritual y piadosa; y quien no sienta en ello entrañable atracción, necesita una aguda curiosidad y una comprensión y simpatía intelectual nada comunes, para embeberse en tales libros. Y esto es preciso, sin embargo, para la apreciación cabal. Yo creo que aquellos trozos sueltos, regularmente sacados entre lo más compuesto y gentil, dan una idea equívoca y fragmentaria. Y así, al hablar de nuestros clásicos, prevalece un concepto puramente exterior, de fausto y aderezo.
Lo que yo he encontrado en Granada es una elocuencia natural, caudalosa, armoniosa, muy humana y muy divina, de arrebatada ternura y de viril reciedumbre; agudeza y primor de observación -alimentos, sol, granada, caballo, abejas...- para de allí subir, con aire primitivo y candoroso, a pensamientos divinos; repeticiones de vocablos, desaliños, redundancias; un tono abierto y familiar de apóstol que pisa firme en la tierra, que de ella coge símiles para hacernos palpable lo incoercible, que llega al pueblo y toma con frecuencia sus locuciones; y esa ruda franqueza, muy castellana y muy de entonces, no se anda por las ramas y llama a las cosas por sus rotundos nombres.
He hallado, en suma, esa fusión de misticismo y realismo, asombrosa característica del genio español, cuya "más plástica fórmula" encuentra y admira el propio Azorín en aquella frase de Santa Teresa a sus monjas: "Entended que si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor". Parece que recordando esta palabra, dice Alfonso Reyes del cardenal Cisneros que "es representativo en aquel modo de poner una actividad casera al servicio de una idea abstracta y simple. Su misticismo, como el de la Santa de Ávila, comienza en el altar de la iglesia, pero llega hasta la cocina de la casa". Y Ricardo León, en la Escuela de los sofistas, apunta: "El misticismo español es el eterno modelo de la contemplación activa y militante". "Nuestra mística nacional no es cosa fantástica, perdida en divagaciones, sino entraña viva de nuestro cuerpo, creación de cabezas firmes y de corazones bien sazonados y curtidos".
Pues fray Luis de Granada no me parece excepción, sino gloriosa confirmación de este espíritu, y no puedo hallar en él lo "artificioso y afectado". Sucede, sí, que lo que en aquellos eminentes varones era espontáneo y vivo -expresiones y giros usuales y aun triviales entonces- ha ganado en sus labios consagración de cosa clásica, y repetido ahora con humos castizos por indiscretos imitadores, nos resulta faramallesco y rebuscado.
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