Los más
grandes espíritus han tenido siempre desarrollada, en un grado extraordinario,
la intuición, el sentido de la justicia. Swedenborg ha escrito: “No es prueba
de genio el confirmar o demostrar cuando se nos antoja; pero quien discierne lo
verdadero y lo falso puede ufanarse de ser un carácter y un hombre mental”.
Distinguir lo verdadero y lo falso, lo justo e injusto, lo provisorio y lo
eterno, no como mera elucubración especulativa sino cara a cara a la realidad
histórica, cuando las pasiones, los prejuicios y las convenciones
contemporáneas nos reclaman, nos perturban, nos extravían y nos incitan, es la
función del genio de una época, del conductor de hombres y de pueblos, del
supremo creador de realidades, del gran predestinado.
Esa es la
función grandiosa del genio: libertar la realidad de la justicia, en un momento
dado, del entrecruzamiento inextricable de sofismas retóricos, de casuismos dialécticos, de
ergotismos académicos: infundirle aliento vital, palpitación humana;
restablecer su sentido primitivo y profundo, en una palabra, vivirla en su
integridad verdadera y sangrante, en su entraña viva y fecunda.
Wilson se nos
aparece como el paladín, como la personificación de la justicia. Su intuición
la lleva hacia el corazón del pueblo, donde adivina el manadero inextinguible
de la historia. Vive su realidad actual, se nutre de su savia, formula sus
anhelos anónimos, sus oscuras y vagas angustias. Con certera mirada discierne
su verdad, se yergue como un esforzado campeón, desafía todo género de
tempestades, y expresa, en acciones y palabras, las inquietudes de su siglo, la
justicia de una época. Sus catorce principios son el evangelio de una
civilización; la síntesis admirable y el remate luminoso del largo proceso de
un ciclo ético y jurídico.
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